– Tú no le fallaste a Amelia, Alex -repuso Joanna-. Hiciste todo lo posible por salvarla. Dev me dijo que tú mismo estuviste a punto de perder la vida por ello. Y, hoy… tampoco me fallaste a mí.
– Tardé demasiado en disparar. Y debí haberlo matado -la furia lo barrió por dentro, pero esa vez la marea se mostró menos poderosa que antes. Algo había empezado a aflojarse en su interior, liberándolo.
– Si lo hubieras hecho… entonces sí que me habría enfadado contigo -fue la réplica de Joanna-. ¿Cómo habrías podido matar a una criatura tan hermosa? -suspiró, levemente estremecida por el viento que se había levantado del mar-. Deberíamos volver. Los otros estarán preocupados.
– Enseguida. Sólo quiero tenerte un poco más para mí. No sólo carecemos de intimidad en el barco. En la expedición también.
Joanna le sonrió.
– Pues ayer nos las arreglamos bastante bien -comentó recatadamente. Y añadió, cuando él se dispuso a besarla-: sin embargo, me niego a hacer el amor en esta repugnante villa. Seguro que estará llena de pulgas.
– No hay: hace demasiado frío -volvió a besarla.
Pero ella lo apartó con delicadeza.
– No. Me niego.
– Oh, como quieras -se incorporó y la ayudó a levantarse. Luego se quedó inmóvil, mirándola a los ojos-. Joanna Grant, eres la mujer más sorprendente que he conocido.
Una vez más, por un fugaz segundo, volvió a ver aquella sombra en sus ojos. Pero de inmediato sonrió.
– Me alegro de que seas consciente de ello -repuso con tono ligero. Bajó la mirada a sus pies. La suela de una de sus botas se había despegado-. Antes dijiste que los marineros sabían también fabricar y reparar calzado. ¿Crees que alguno podría arreglarme esta bota?
Quince
Fue a la mañana siguiente cuando continuaron viaje por la costa, hacia el asentamiento de Bellsund. Nada más regresar a la aldea, Alex había insistido en que Joanna descansara, y dado el estado de sus músculos, no había discutido con él.
Se había sentado al sol, a cubierto del viento, escuchando las voces de las mujeres mientras lavaban la ropa y reflexionando al mismo tiempo sobre la tragedia de Alex. No solamente había perdido a su esposa, sino también a su hijo. No había creído que pudiera sentir más remordimientos por su traición, pero en aquel momento la culpa la consumía. Alex no se merecía que lo engañaran así.
Él le había preguntado el día anterior por qué había acudido a buscarlo, y ella le había contestado que porque había pensado que podía llegar a necesitarla. Eso había sido verdad, pero no toda la verdad. Había ido a buscarlo porque su instinto la había empujado a ello. Había sabido que sufría de un dolor terrible. Y ella había querido aliviar aquel dolor porque lo amaba.
Estaba enamorada de él. Absoluta y desesperadamente.
Estaba enamorada de Alex Grant, el explorador, el aventurero, el hombre que carecía de lazos y de responsabilidades. El hombre a quien le había ofrecido un trato y a quien había estado engañando desde el principio.
– Ahora puedes ver por qué Purchase no quería navegar hasta aquí -le dijo Alex, interrumpiendo sus tristes reflexiones. Cabalgaban sobre guijarros hacia Bellsund. El carromato, con Lottie y el equipaje, avanzaba traqueteante detrás: hasta ellos llegaban sus gritos de queja, mezclados con los graznidos de las aves marinas-. Cuando el viento sopla del este, empuja los hielos hacia la bahía y los acumula en la entrada.
Joanna frenó su montura un momento para contemplar la vista. Enormes bloques de hielo se amontonaban unos encima de otros en la boca de la bahía, como arrojados por manos de gigante. Era fácil imaginarse el naufragio de un barco en aquel paraje. Se estremeció de miedo.
– Eso es lo que nos habría sucedido si no hubieras sacado del hielo a la Bruja del mar, ¿verdad? Los bloques de hielo nos habrían aplastado.
– O eso o nos habríamos estrellado contra las rocas de la costa. Estos mares son muy peligrosos. El poder de la naturaleza es inmenso.
Joanna asintió.
– ¿Cuándo quedará libre la bahía?
– Eso podría ocurrir en cualquier momento -respondió él-. En los meses del verano, el hielo puede desplazarse y desaparecer en cuestión de horas. Lo viste tú misma. Cuando el viento cambia, la corriente vuelve a empujar el hielo. Mira, ya se ve el monasterio de Bellsund -añadió-. Allá arriba, sobre el promontorio.
Joanna se volvió en la silla de montar.
– Parece más una fortaleza que un monasterio -susurró-. No me lo imaginaba así.
Los muros estaban construidos con enormes sillares. Había puertas monumentales y macizas torres redondas, rematadas por chapiteles. Tras la muralla exterior se distinguía un gran revoltijo de edificios más pequeños: el pueblo al que daba cobijo el monasterio. La misma existencia de una comunidad tan grande en aquellas vastas soledades resultaba algo impresionante, extraordinario.
Volvió a estremecerse. Ahora que ya casi había llegado al final del viaje, se sentía temerosa, aterrada ante la perspectiva de encontrarse por fin con Nina y reclamarla como hija. Irguiéndose en la silla, se dio cuenta de que Alex la estaba observando.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó con tono suave-. Ya sabes que no tienes por qué hacer esto. Puedo ir yo y…
– No, gracias. Tengo que hacerlo yo.
Clavó espuelas y puso su montura al galope, repentinamente desesperada por llegar a su destino. Al cabo de unos segundos, Alex la alcanzó y se puso a su altura: continuaron galopando juntos hacia las puertas del monasterio. El carromato y los demás jinetes quedaron atrás.
Las puertas se abrieron a un amplio patio empedrado rodeado de edificios. Un mozo de cuadra se adelantó para ocuparse de sus caballos. Alex bajó de un salto y la ayudó a desmontar. Joanna puso por fin los pies en el suelo, consciente de pronto de su enorme cansancio. Tan agradecida le estaba por su ayuda que por un instante se aferró a sus hombros antes de sacar la fuerza necesaria para apartarse y caminar sola.
Alex estaba hablando en ruso con un joven monje que había salido a recibirlos. Joanna se mantenía a un lado, discreta y callada. Sólo en aquel momento se daba cuenta de lo mucho que él le había facilitado las cosas, guiándola a través de aquellas extrañas tierras, protegiéndola y, por fin, hablando con los monjes en su nombre. La garganta se le cerró de emoción, consciente de lo mucho que le debía.
– Van a llevarnos a ver al padre Starostin -le explicó Alex-. Es el superior del monasterio, el abad. Es un hombre sabio y estudioso. Parece ser que lleva viviendo en Bellsund desde hace más de cuarenta años.
– Gracias -le dijo Joanna al monje. Aunque era joven, tenía un rostro de hombre mayor, sereno y contemplativo. Su escrutinio le hacía sentirse vulnerable, como si viera demasiadas cosas en ella, todas sus esperanzas y temores. Y a esas alturas se sentía cansada, demasiado para poder disimular sus sentimientos.
El monje los llevó a través de una serie de pasadizos porticados entre los edificios. Pasaron por delante de una preciosa iglesia, un campanario y varias puertas que se abrían a un frondoso jardín botánico.
– La temperatura de aquí es templada, dado que nos encontramos en un valle -murmuró Alex al ver su expresión de asombro-. También tienen un inteligentísimo sistema de canalización subterránea de agua caliente, que calienta el suelo fértil.
– Lottie estará encantada. Al fin verá árboles.
– Y también podrá tomar un baño caliente, lo cual sin duda le agradará todavía más, ya que rechazó los baños de vapor. El alojamiento de los invitados es muy cómodo.
Joanna también se moría de ganas de disfrutar de un buen baño caliente. «Pronto», pensó. «Pronto podremos calentarnos, cambiarnos de ropa y dormir en camas mullidas. Todo se arreglará».
Doblaron una esquina, pasaron bajo un arco tallado en piedra y llegaron ante una puerta de madera maciza. El joven monje llamó varias veces, murmuró algo y entró, dejándolos en el umbral.