– Sólo será un momento -le aseguró Alex-. Ha ido a avisar al abad de que estamos aquí.
Para entonces, Joanna tenía el corazón en la garganta. Sus pensamientos se atropellaban unos a otros como mariposas atrapadas en una red. Por primera vez se preguntó qué aspecto tendría Nina. ¿Habría salido a David, o se parecería más a su madre rusa? Se preguntó también por su reacción cuando se viera de pronto arrancada de aquel entorno; ella, una niña que era apenas mayor que un bebé y que ya había perdido a su madre. ¿Por qué no había pensado antes en eso? Otra oleada de ansiedad la barrió por dentro.
Justo en aquel instante, se abrió la puerta.
– El abad Starostin desea veros -informó el joven monje.
Joanna vaciló, pero Alex la tomó del brazo y dio un paso adelante.
– Coraje -le susurró.
Estaban en una especie de despacho, con amplios ventanales que daban a los jardines, con el mar de fondo. Un enorme fuego ardía en la chimenea. El suelo de piedra estaba cubierto de lujosas y coloridas alfombras; un gran libro abierto mostraba bellas ilustraciones miniadas con figuras de hombres y monstruos marinos, ballenas y sirenas. La habitación desprendía tal sensación de serenidad que, por un momento, el pulso de Joanna se tranquilizó y se permitió disfrutar de aquella paz.
Un hombre se levantó de una silla junto al fuego y se dirigió hacia ellos. Era viejo y algo encorvado; en una mano llevaba una carta cuya escritura reconoció Joanna, no sin un sobresalto, como la de David. Así que era cierto. Hasta aquel momento no había llegado a creérselo del todo, pero era verdad: su difunto marido había dejado instrucciones en el monasterio sobre todo lo relativo a su hija. Había advertido a los monjes que un día su esposa se presentaría a buscarla. Y ahora allí estaba…
Surgió el entusiasmo como una explosión de luz. Un estremecimiento la recorrió y supo enseguida que Alex también lo había sentido, por la mirada que le lanzó. Se adelantó, incapaz de esperar.
– Padre abad…
Pero la expresión grave del anciano monje no se inmutó. Sus ojos grises, vivos e inteligentes, escrutaron su rostro. Le estrechó la mano; Joanna sintió su piel áspera y fría en contraste con sus dedos febriles.
– Bienvenida a Bellsund, lady Grant -le dijo en un perfecto inglés, y se volvió hacia Alex-: Lord Grant, es un placer volver a veros -frunció levemente el ceño-. Tengo entendido, lady Grant, que habéis venido desde Inglaterra para recoger a Nina Ware, la hija de vuestro difunto marido, y llevárosla a vuestra casa, ¿es eso cierto?
– Lo es -apenas fue capaz de formular las palabras. El pulso le atronaba los oídos: tenía la sensación de que los demás podían oírlo, resonando en los muros de piedra. Estaba temblando.
El abad asintió lentamente.
– Es lo que dispuso el comodoro Ware en su carta -dijo con un tono de voz extraño, enigmático-. Os llevaré enseguida con Nina, dado el largo viaje que habéis hecho y… -sonrió débilmente- lo muy deseosa que seguro estaréis de verla.
Lo siguieron a través de interminables corredores hasta que volvieron a salir a cielo abierto. Joanna, que tantas cosas había querido preguntarle, se mantuvo durante todo el tiempo callada mientras caminaba al lado del abad. Su aprensión era ahora de una naturaleza distinta: procedía de la actitud de tranquila resignación del anciano, de aceptación de lo que había sucedido. No había detectado censura alguna en su voz. No se había opuesto a que viera a Nina, ni a que se la llevara. Pero había algo más, algo que no conseguía identificar. Joanna podía percibirlo, y sabía que Alex lo sentía también, porque en aquel momento se había acercado a ella, como ofreciéndole un tácito consuelo con la fortaleza de su presencia.
Doblaron una esquina y caminaron a lo largo de un edificio largo y bajo, hasta un jardín… donde se oían voces infantiles. Joanna parpadeó asombrada.
– Tenemos una escuela aquí -les informó el abad Starostin, y Joanna recordó que Anya le había dicho que ella aprendió su inglés en la escuela del monasterio-. Los cazadores y tramperos van y vienen continuamente. Pero aquí siempre habrá un lugar para sus hijos.
Los niños estaban jugando. Había unos diez u once; tenían aros y pelotas, pequeñas piedras redondeadas de la playa y peonzas pintadas que brillaban al sol. Joanna pensó de inmediato en el cajón de juguetes de Hamley's. Eran mucho más caros y sofisticados que aquellos juguetes caseros y artesanales. Podría regalarle a Nina cientos de juegos y muñecas diferentes, mimarla con regalos de todo tipo.
– Ésta es Nina -dijo el abad, señalando a una niña que estaba sentada con otros dos compañeros, charlando mientras jugaban con piedras de colores-. Tiene casi seis años.
Era morena como su madre, pensó Joanna, y no rubia como David…
Era una niña de aspecto delicado, de pelo negro y ojos del mismo color. Llevaba un vestido rosa, con un diminuto delantal blanco de encaje. «Ropa vieja», pensó Joanna. «Yo le compraré ropa nueva, la que le guste: vestidos de todos los colores del arco iris y sombreros con cintas a juego…».
Quiso correr hacia la niña, abrazarla, estrecharla contra su pecho. La urgencia de hacerlo le robó el aliento.
– El otro niño y la niña son sus primos -le estaba diciendo el abad-. Se llaman Toren y Galina.
– ¿Primos? -Joanna se volvió para mirarlo-. Pero yo creía que Nina era huérfana…
– Y lo es. Pero la madre vino originalmente a Spitsbergen con un hermano. Él tiene familia aquí, en la aldea, y cuando Nina quedó huérfana y a cargo nuestro, nos pidió que se la entregáramos. Nina estudia aquí, pero no vive con nosotros, sino con su tío y sus primos.
Joanna vio como Nina alzaba una de las brillantes piedras al sol, riendo mientras contemplaba sus reflejos dorados y rojizos. La otra pequeña, Galina, se mostraba seria, casi solemne. Entregó otra piedra a Nina y juntaron sus cabecitas morenas mientras la contemplaban.
Algo duro y frío pareció alojarse de repente en el pecho de Joanna. Primos, compañeros de juegos, amigos… Familiares en la aldea. Una escuela, una comunidad, gente que la quería. Todo aquello era muy diferente a lo que se había imaginado.
Nina estaba muy bien cuidada y alimentada. Era feliz.
El abad seguía hablándoles en voz baja de la familia de Nina, de la escuela y de los estudios que recibían los niños. Joanna intentó imaginársela en un escenario completamente distinto, paseando con su institutriz por un parque de Londres, o en su landó, o jugando con Max. Nina haría nuevas amistades. Haría incluso quizá estudios superiores, en uno de los seminarios de Bath. Los horizontes eran enormes, las posibilidades infinitas.
«Y yo la querré», pensó mientras la veía jugar con su prima. «La quiero. Le daré todo lo que necesite».
Pero algo en su interior había empezado a romperse y resquebrajarse. Intentaba ignorarlo, pero la grieta fue ampliándose por momentos hasta llenarla de una desesperación que amenazó con consumirla.
En todos sus pensamientos y planes, jamás se habían planteado lo que Nina podría querer. Nunca se había imaginado que ella pudiera tener otros parientes, y que éstos fueran gente que la amara y que la echaría de menos cuando se marchara de allí.
«He sido tan egoísta…», se recriminó. «Sólo he pensado en lo que yo quería». Podía sentir como su corazón se desmoronaba pedazo a pedazo. El abad la observaba con expresión perspicaz.
– Me doy cuenta, padre, de que Nina es muy feliz aquí. Tendremos que hablar de su futuro. Tanto lord Grant como yo nos aseguraremos de hacer todo lo posible para que la pequeña se quede con su familia durante todo el tiempo que desee. Pero ahora, si me disculpáis…
Dio media vuelta y se retiró antes de echarse a llorar.
– ¡Joanna! -Alex llegó prácticamente corriendo al patio interior del monasterio. Estaba terriblemente preocupado. Había detectado en su voz aquel tono crispado que tan bien estaba empezando a conocer. No significaba que la situación no le importara, sino todo lo contrario: era su defensa, su protección. Estaba seguro de que sufría horriblemente, y el simple pensamiento le ponía enfermo.