Había estado a punto de salir tras ella cuando el padre Starostin se lo impidió, poniéndole una mano en el brazo.
– Vuestra esposa es una mujer extraordinaria. Su comportamiento es generoso y desinteresado, al anteponer la felicidad de la pequeña a sus propios deseos y anhelos.
– Sí -había repuesto Alex, sacudiendo la cabeza. No podía dar crédito a lo que había hecho Joanna. No cuando sabía lo profunda, desesperadamente que había querido a Nina-. Hay otros asuntos que deberemos tratar, por supuesto. Formalidades, finanzas…
– No os preocupéis. Nos hemos arreglado muy bien hasta ahora. No tenéis ninguna obligación financiera para con nosotros, lord Grant -había mirado a Nina, que seguía absorta en su juego-. Yo me aseguraré de que, cuando sea lo suficientemente mayor, conozca la verdad. Tanto lo de su padre, como lo de la generosidad demostrada por lady Grant. Y ella siempre podrá escribirle, visitarla…
– Por supuesto.
– Vuelva a verme con su esposa cuando esté recuperada, lord Grant -le había pedido el abad-, y hablaremos de ello. Sois, por supuesto, bienvenido para quedaros en Bellsund durante todo el tiempo que deseéis.
Alex le había dado las gracias y se había marchado, impaciente por buscar a Joanna, pero para entonces había desaparecido. El cielo se había tornado denso y gris, con amenaza de nieve. Se había levantado viento del norte, de un frío que cortaba la piel.
Lottie estaba supervisando la descarga de su equipaje cuando Alex llegó a la puerta del pabellón de los invitados. Por una vez, la dama parecía encontrarse de buen humor.
– ¡Agua caliente! -le dijo a Alex, con expresión radiante-. ¡Calor! ¡Jóvenes mancebos! Creo que con gusto me quedaría a vivir aquí.
– Los jóvenes mancebos son monjes, señora Cummings. Os ruego que nos los corrompáis -se pasó una mano por el pelo con gesto impaciente-. ¿Habéis visto a Joanna? Estábamos hace un momento hablando con el abad y necesito localizarla urgentemente…
– ¡Oh, ha salido! -respondió Lottie, señalando vagamente la puerta-. Dijo que estaría fuera durante un buen rato…
Alex salió antes de que ella hubiera terminado de hablar.
No pudo encontrarla en la exuberante belleza de los jardines tropicales y se detuvo en seco, frustrado. Intentó pensar adónde podría haber ido, de haberse sentido lo suficientemente desesperada como para no querer ver a nadie. Iba a pie, así que era imposible que hubiera llegado muy lejos. Abandonando el monasterio, se dirigió hacia la costa.
La encontró en la playa: estaba de pie, inmóvil, contemplando el mar. No llevaba capa ni sombrero. Alex supuso que debió de habérselos dejado en el pabellón de los huéspedes, para salir tal y como estaba. La nieve se arremolinaba en torno a ella. El viento hacía ondear su oscura melena.
– Joanna -se detuvo a unos pasos de distancia y ella se volvió para mirarlo. Le dio un vuelco el corazón cuando vio su expresión: la mirada de sus ojos azules era aterradoramente vacía. Dudaba incluso de que lo hubiera visto, y mucho menos de que supiera quién era.
Parecía absolutamente reconcentrada en sí misma, y él no sabía cómo llegar hasta ella. El vestido se le pegaba al cuerpo, empapado ya por la nieve. Tenía copos en el pelo, la cara, los labios. Mirándola, experimentó una violenta punzada de emoción.
– Tenemos que ponernos a cubierto -le gritó para hacerse oír por encima del rugido del viento. Ya era demasiado tarde para volver al monasterio. La nevada se había convertido en ventisca, y había visto estallar muchas tormentas como aquélla. Si no se refugiaban pronto en alguna cabaña de tramperos, no tardarían en perderse en la nieve y, muy probablemente, morirían congelados antes de que tuvieran oportunidad de volver al pueblo.
Le pasó un brazo por los hombros, envolviéndola en su capa, y la guió a lo largo de la costa hasta la cabaña más cercana. Al contrario que la mayoría de las cabañas de los tramperos, era cómoda y estaba bien cuidada, perfectamente preparada para resistir los largos inviernos de Spitsbergen.
Una vez dentro, Joanna se sentó en el borde del camastro. No dejaba de abrazarse, aunque no temblaba de frío. Era como si no fuera consciente ni de ella misma ni de lo que la rodeaba. Alex deseó haber tenido algo con lo que encender un fuego, alguna bebida caliente que ofrecerle, pero no había nada que pudieran hacer excepto sentarse a esperar a que pasara la tormenta.
– Tienes que quitarte esa ropa empapada. Vamos. Si no, te pondrás enferma.
Se dejó desnudar dócilmente. Sólo cuando quedó únicamente vestida con la enagua alzó repentinamente los ojos y se encontró con su mirada. Había una furia tan ciega en su expresión, mezclada con un dolor tan fiero, que Alex no pudo evitar un estremecimiento.
– Alex…
Estiró los brazos con desesperada necesidad, y él la estrechó contra su pecho. Se sorprendió a sí mismo acunándola, susurrándole cariñosas palabras, besándole el cabello. La sintió estremecerse con el súbito asalto de las lágrimas; lágrimas que le empaparon la camisa, ardientes contra su piel fría.
Lloraba con tanta desesperación que las convulsiones sacudían todo su cuerpo. Y él continuó abrazándola con fuerza hasta que finalmente empezó a calmarse.
– Tenía que hacerlo -murmuró.
– Lo entiendo -estaba tan emocionado que apenas podía hablar-. Fuiste tan generosa… Mucho más de lo que nunca pude imaginar.
– No quería serlo -masculló, furiosa-. Quería llevármela conmigo… -sollozó una vez más.
– Shh… -Alex continuó acunándola en sus brazos. Viendo su rostro bañado en lágrimas, sus ojos hinchados y enrojecidos, sintió una enorme, inefable compasión por ella. Le acarició la mejilla, le hizo alzar la barbilla y la besó en los labios: y entonces el mundo pareció explotar.
Ni hubo amor ni ternura alguna en aquel beso. Fue algo profundamente físico, un desesperado grito de Joanna por liberarse de una intolerable tensión. Alex sabía que ella sólo lo deseaba como un escape para el dolor, pero su entrega era total y su propio deseo estalló en toda su plenitud. Si antes se había mostrado receptiva a sus caricias, en aquel momento se mostró tan vehemente y elemental como la misma tormenta.
La besó mientras sus manos buscaban su piel desnuda por debajo de su camisola. Ella le ofreció sus labios, arrebujándose en su regazo, y Alex dejó de pensar en nada que no fuera su aroma, o el sabor de su lengua en la suya. Reaccionó apoderándose de su boca con creciente exigencia, y el beso creció en intensidad.
Fue ella quien lo atrajo hacia sí y lo tumbó a su lado en la cama, deslizando las manos por los músculos de sus hombros y de su pecho. Alex sintió la presión de sus senos a través de la tela de su camisa, y su cuerpo se endureció e incendió hasta límites insoportables. Aún pudo, sin embargo, recuperar los últimos restos de autocontrol y se apartó después de sembrarle el cuello de besos.
Estaba ruborizada; su respiración se había acelerado y un fulgor de deseo ardía en sus ojos azules.
– Joanna… -susurró- espera…
– Te deseo -lo agarró de la camisa y tiró de él hacia sí para reclamar sus labios-. Oh, por favor… -su voz había cambiado: desprendía un tono desesperado mientras volvía a besarlo con renovado ardor y deslizaba las manos bajo su camisa.
Alex se estremeció bajo sus caricias. Cuando ella le sacó la camisa y aplicó la boca allí donde habían estado sus manos, soltó un gruñido en voz alta.
– Por favor, Alex… -en aquel momento, le estaba recorriendo el vientre desnudo con los labios.
Podía sentir la caricia de su aliento mientras la punta de su lengua trazaba un tentador sendero hacia la cintura de su pantalón.