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– Por favor, hazme el amor.

¿Cuántos hombres habrían desoído aquel ruego?, se preguntó, aturdido. Sentía que debía hacerlo: un caballero le habría ofrecido su consuelo de otra forma que la puramente física. Debería hablar con ella, escucharla, animarla a que se desahogara con él. Y sin embargo, si lo único que deseaba Joanna en aquel momento era escapar al intolerable dolor que para ella suponía renunciar a Nina… entonces él no podía negarse a complacerla.

Al momento siguiente, todos aquellos pensamientos desaparecieron en el incendio conjurado por sus labios y sus manos. Le estaba abriendo ya el pantalón, y la oyó contener el aliento cuando descubrió por fin lo duro y dispuesto que estaba para ella. Arrodillándose frente a él, liberó su falo.

Fue entonces cuando descubrió, a la débil luz de la cabaña, que estaba desnuda. Estiró los brazos hacia ella y la sentó a su lado, en el camastro. Le dolía el corazón de sólo mirarla, tan bella y tan dulce, y al mismo tiempo con aquel aspecto tan insoportablemente lascivo, con aquella expresión de abandono…

– Ahora -dijo ella. El brillo azul oscuro de sus ojos parecía desafiarlo.

– No -si tenía que hacer aquello, no sería un rápido acoplamiento que la sacara de su dolor. Porque no estaba dispuesto a consentir que lo utilizara de aquella manera. Se aseguraría de que no olvidara nunca aquel momento.

Le demostraría a las claras lo mucho que la amaba.

Volvió a acariciarle una mejilla y deslizó los dedos por sus sensuales labios, viendo cómo sus ojos se oscurecían un poco más. Inquieta, nuevamente estiró los brazos hacia él, pero Alex se resistió. Inclinándose, la besó de nuevo: fue un beso que comenzó con delicadeza para acabar desplegando tanta dulzura como sensualidad. La sintió suspirar contra su boca y fue prolongando el beso hasta que la tensión y el apresuramiento desaparecieron al fin, reemplazados por un deseo de una naturaleza distinta, tierno, sereno. Su cuerpo entero pareció relajarse bajo sus manos, derretido de placer.

Sólo entonces le permitió que lo tocara a voluntad, con sus manos viajando por su cuerpo en caricias que no tardaron en excitarlo con excesivo apresuramiento. Un fuego rugía en sus venas y se obligó a apaciguarlo, controlándolo para no hundirse de pronto en ella y tomar lo que tanto quería. Fuera, mientras tanto, la tormenta desplegaba una rabia que amenazaba con arrancar la cabaña de sus cimientos.

Alex gruñó cuando Joanna se sentó sobre él, toda caliente y sudorosa. Incapaz de permanecer quieto, se medio incorporó para acudir a su encuentro y hundirse en ella. La oyó contener la respiración y reclamó nuevamente sus labios, sintiendo la presión de sus senos contra su pecho y afirmando las manos en sus caderas para sujetarla con fuerza.

– Te amo -susurró ella.

Alex escuchó las palabras y las sintió como una caricia en el alma. Algo en su interior, la última resistencia que había estado oponiendo, saltó como un resorte.

«Yo también te amo…».

Sintió como se tambaleaba al borde del abismo; la oyó luego gritar y cayó entonces con ella en un vertiginoso remolino de luz. Jamás había experimentado nada parecido.

Joanna se despertó con el calor del sol. Abrió los ojos y vio los rayos que se filtraban por las contraventanas cruzando su cuerpo en barras de luz y sombra. Por un instante fue consciente de una sensación de sublime bienestar y felicidad, hasta que recordó todo lo que había sucedido y algo en su interior se heló de pronto como una flor expuesta a la escarcha. Podía ver su propia ropa regada por el suelo. Ella estaba envuelta en la capa de Alex: debajo estaba desnuda. Él se había marchado.

Estremecida, recogió la ropa y se vistió lo más rápido que pudo. La temperatura de la cabaña era muy baja y estaba empezando a congelarse por dentro y por fuera. Estaba rígida y entumecida y se movía lenta, dolorosamente.

Abrió la puerta de la cabaña y la luz la deslumbró: el sol estaba alto en el cielo. Debió de haber dormido durante toda la noche y parte de la mañana. El viento, frío y cortante, jugaba con su pelo. Envolviéndose en la capa, echó a andar por la playa. El mar volvía a estar tranquilo, con la niebla rizándose sobre su superficie.

Se sentó en una roca y se abrazó las rodillas. La furia y el dolor que se habían apoderado de ella el día anterior habían desaparecido. Se sentía cansada, agotada, pero ya no sufría. Resultaba curioso, pensó, que David no le hubiera mentido. Efectivamente su hija la había estado esperando al final de su viaje. Probablemente nunca había esperado que ella tendría la tenacidad necesaria para hacer el viaje a Spitsbergen y reclamarla. Le había puesto la tentación delante de los ojos para hacerle sufrir, pero ella había sido más fuerte de lo que él había imaginado, porque había hecho el viaje y había sobrevivido. Y al final había hecho lo justo y lo adecuado, lo único que había podido hacer: renunciar a llevarse a Nina consigo.

Pues bien, ya había pasado todo. Lo que había sentido por David se le antojaba ahora remoto, frío. Era como si se hubiera vaciado de todo sentimiento por él. Ya no tenía el poder de herirla porque lo peor había pasado ya, porque había sobrevivido y porque había cambiado: se había vuelto más fuerte y valiente de lo que había soñado nunca, y además Alex había estado durante todo el tiempo a su lado.

Le dio un vuelco el corazón cuando se permitió recordar el abandono con que se había entregado a Alex, en medio de su desgracia. Se había entregado completamente y sin reservas. Al principio la causa había sido su necesidad de desahogar el dolor, de olvidar. Pero Alex se había negado a que lo utilizara de aquella forma. Él había conseguido que lo viera como era realmente, un hombre al que amaba por su integridad, su resolución y su sinceridad. Lo amaba por ser un hombre de principios y de honor, el héroe que siempre había anhelado desde que era niña, un hombre que había jurado protegerla y que había sido fiel a su palabra.

Por un instante experimentó una punzada de euforia y esperanza. Hasta que la verdad de su situación la barrió como una marea y le entraron ganas de gritar, porque sabía que enamorarse de Alex era probablemente la cosa más absurda que habría podido haber hecho. Él poseía todas esas admirables cualidades y muchas más, pero seguía teniendo un corazón de aventurero: explorar era lo que daba sentido a su vida, y nunca lo había ocultado. Él no quería un hogar estable, ni vínculos emocionales. Había sido escrupulosamente sincero con ella al dejarle claro todo eso desde el principio. Ahora la razón original de su matrimonio, rescatar a Nina y proporcionarle un hogar seguro, había desaparecido, y sin embargo seguían juntos. Y lo que era peor: la única condición y exigencia que él le había planteado, la de darle un hijo, nunca sería satisfecha por su parte.

Lo había engañado. Ésa era la peor traición de todas.

Tenía que decírselo. No podía soportarlo por más tiempo, y ahora que todo lo demás había terminado… sólo quedaba acabar aquello, también.

Un rumor de pasos en la grava la devolvió a la realidad. Alzó la cabeza y vio a Alex de pie a unos pocos metros de ella. Estaba en mangas de camisa, despeinado por el viento. Fue mirarlo y sentir como si cada fibra de su ser despertara a la vida. Alex, que había poseído su cuerpo con arrebatadora pasión y ternura desde el principio. Alex, el marido que se había convertido en su amante en todos los sentidos de la palabra…

Alex, el marido al que había engañado.

Sabía que tenía que poner punto final a aquello. Desvió la mirada, abrumada por la emoción, incapaz de encontrar las palabras.

– Siento no haber vuelto cuando te despertaste -le dijo él-. Fui al pueblo a buscar algo de comida y a dar recado al monasterio de que estábamos bien.

Joanna experimentó una punzada de culpabilidad. No había dedicado un solo pensamiento a sus compañeros, que probablemente habrían estado muy preocupados por ella. Miró la comida de poco apetitoso aspecto que llevaba en las manos.