– Gracias -aspiró profundamente e hizo lo que le pareció un esfuerzo colosal, sobrehumano-: Lo lamento. Lamento muchísimo que todo esto haya sido para nada.
Alex frunció el ceño.
– Joanna, tú tomaste la decisión correcta respecto a Nina -le aseguró con una ternura que le partió el corazón-. Nadie puede reprochártelo: al contrario. Ha sido muy valiente -le tomó una mano-. Me hago cargo de que renunciar a Nina es algo terriblemente difícil para ti. Pero, con el tiempo, tendremos hijos. Sé que tal vez no desees hablar de esto ahora, pero una vez que se haya aplacado tu dolor…
Joanna sintió de pronto que algo se rompía en su interior.
– No -le tembló la voz-. Por favor, no digas nada más. Tú y yo nunca tendremos hijos.
Alex se quedó paralizado. Joanna aprovechó para retirar la mano: le parecía indigno tocarlo. Entrelazó los dedos para evitar que le temblaran.
– Cuando estábamos en Londres, me preguntaste por qué David y yo nos habíamos peleado. La razón fue porque había fracasado en darle un heredero. En cinco años de matrimonio, ni una sola vez me quedé embarazada. David y yo discutimos porque yo era estéril.
La palabra, tan dura y tan fría, pareció quedar suspendida en el aire. Alex la miraba de hito en hito.
– Pero seguro que no sería más que… una casualidad. Tú misma dijiste… -su voz contenía una nota de esperanza- que concebir un hijo estaba en las manos de Dios. A no ser que estés segura de que no puedes concebir, y exista una buena razón para ello, tú…
Se interrumpió. Joanna sabía que debía de haber visto el cambio en su expresión, la culpabilidad que no podía ocultar.
– Hay una buena razón.
Alex sacudió la cabeza, estupefacto.
– Pero cuando yo te dije que deseaba un heredero para Balvenie… ¡tú no me dijiste nada de esto! -se la quedó mirando con incredulidad y creciente desdén. Como no lo contradijo, se levantó para alejarse de ella-. ¿Tengo que entender… -inquirió con un tono de tensión que ella apenas reconoció- que me engañaste conscientemente? ¿Que cuando fuiste a pedirme que me casara contigo e hiciéramos nuestro trato, ya sabías que yo te estaba pidiendo algo que jamás podrías darme?
– Sí. Lo sabía.
Alex se pasó una mano por la nuca.
– Entonces hiciste todo esto por…
– Por Nina -se le quebró la voz-. Y por mí misma, lo admito. Alex… ¡Era mi única oportunidad de tener un hijo! -lo miró suplicante-. Ya sabes lo desesperada que estaba…
– Pero tú sabías que, con nuestro acuerdo, me privabas al mismo tiempo de un hijo de mi propia sangre, de un heredero. Lo único que yo quería -soltó una amarga carcajada-. Oh, no fingiré ahora que sé lo que siente una mujer que se ve privada de la posibilidad de tener un hijo -sacudió la cabeza-. Pero sí sé lo que siente un hombre al verse privado del heredero que desea -la miró-. Compadezco tu situación -pronunció con voz áspera-. Diría que hasta entiendo tus motivos. Pero la deshonestidad de tu comportamiento… -se interrumpió-. Me mentiste -las palabras sonaron como piedras en el silencio reinante-. Ware me advirtió que eras egoísta y manipuladora. Qué irónico resulta que, cuando yo ya había llegado a creer que el manipulador era él… tenga que darle la razón al final.
– Divórciate de mí -dijo Joanna, impotente. Le rompía el corazón tener que pronunciar aquellas palabras, pero era lo único que podía hacer para devolverle su libertad-. Podrías volver a casarte y engendrar un heredero…
– No -la interrumpió-. Tú seguirás siendo mi esposa.
Joanna se lo quedó mirando de hito en hito.
– ¡Pero no puedes desear eso! ¿Por qué habrías de hacerlo?
Contuvo el aliento mientras Alex le daba la espalda y caminaba unos cuantos pasos a lo largo de la playa. Sabía cuáles eran las palabras que deseaba escuchar de sus labios; pero sabía también que, con su engaño, había perdido el derecho a reclamar su amor.
– Seguirás siendo mi esposa porque te tengo lástima, Joanna -le dijo Alex por encima del hombro-. Me doy cuenta de que debiste de estar muy desesperada para hacer lo que hiciste. No empeoraré las cosas organizando un monstruoso escándalo que pudiera arruinarte la vida -se volvió para mirarla con expresión pétrea-. Puedes volver a Londres. Te daré una carta para los abogados. Llevarás mi apellido y tendrás una pensión que te permitirá vivir como hasta ahora lo has hecho. Yo me dedicaré a viajar -se volvió de nuevo para contemplar el horizonte gris de la fría bahía-. Embarcaré aquí. El almirantazgo probablemente me juzgará por desertor, pero la verdad es que en este momento no me importa.
Echó a andar, y Joanna lo observó alejarse. Había creído haberlo perdido todo cuando renunció a Nina, pero se había equivocado. Aquello era todavía más doloroso: saber que amaba a Alex y verlo alejarse de ella. Y peor aún saber que la despreciaba por su engaño y que, muy probablemente, desearía no volver a verla nunca, pese a que seguirían atados para siempre en un matrimonio sin amor.
Permaneció sentada en la fría tierra. Así estuvo hasta que, cuando sintió que no quedaba ya nada por hacer, decidió volver al monasterio para hacer su equipaje.
Dieciséis
No vio señal alguna de Alex cuando regresó al monasterio, y se alegró enormemente de no tener que enfrentarse con él mientras estuviera tan afectada y fuera tan incapaz de disimular sus sentimientos. Tarde o temprano tendrían que reunirse y hablar, pero en aquel momento no estaba segura de que pudiera soportarlo. Habían vuelto a convertirse en dos extraños y además de la manera más dolorosa posible, destrozados por su engaño después de haber pasado juntos la noche más dulce y tierna del mundo. Le parecía demasiado cruel.
Deprimida, se obligó a dirigirse al pabellón de invitados del monasterio, preparándose para soportar la descarada curiosidad de Lottie y sus preguntas carentes de tacto. Cuando entró, sin embargo, no encontró a nadie. A nadie excepto a Frazer y a Devlin, cuya ropa estaba cubierta de polvo y lucía una expresión malhumorada. Caminaba de un lado a otro de la habitación mientras el mayordomo llenaba el baño de asiento con cubos de agua caliente.
– La muy embustera, mentirosa y manipuladora… -estaba diciendo Dev, y por un terrible instante, Joanna temió que Alex se lo hubiera contado todo a su primo, con lo que, en consecuencia, ahora la odiaría.
El corazón se le encogió en el pecho. Pero cuando el joven se volvió y la descubrió en el umbral, se ruborizó con gesto culpable.
– Os suplico me perdonéis, lady Grant -dijo-. Sé que es vuestra amiga.
– Te refieres a Lottie, supongo -adivinó Joanna, haciendo a un lado sus propias preocupaciones-. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está?
– Abajo, en el puerto.
– Dios mío… ¿se ha escapado con alguno de los marineros?
– Se ha fugado con John Hagan -explicó Dev, sombrío-. Y con el tesoro de Ware -se pasó una mano por su espeso cabello rubio, dejándoselo en punta-. Que el diablo se la lleve -y añadió con tono triste-: Jamás llegué a creerme que me amaba. ¡Fui yo quien le dijo que todo había terminado! ¡Pero ahora resulta que fue ella quien me engañó!
– No juréis en presencia de una dama, señor Devlin -le reconvino Frazer, desaprobador-. Lo que no quita que la señora Cummings sea la mujer más descarada e inmoral que conozco.
– Necesito entender qué es lo que ha pasado -dijo Joanna, sentándose-. ¿Qué está haciendo aquí John Hagan? ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Y cómo… -frunció el ceño, extrañada- cómo sabía lo del tesoro?
Dev se puso aún más colorado.
– Lottie debió de contárselo -musitó antes de secarse la cara con una toalla-. Ella… me persuadió… de que le enseñara el mapa del tesoro cuando estábamos en Londres.