Owen le tomó entonces una mano. Sus ojos tenían un impresionante color verdiazuclass="underline" el color del mar de verano. Era tan sumamente atractivo que Joanna se sonrió, triste, ya que… ¿cuántas mujeres no lo habrían dado todo por estar en aquel momento en su lugar? Y sin embargo ella nunca podría irse con Owen, porque amaba demasiado a Alex. No agravaría su traición con otra.
Liberó suavemente la mano y vio que Purchase sonreía también, como si aceptara resignado su rechazo. No dijo nada. No era necesario.
– Que el diablo me lleve -dijo el capitán al cabo de un momento, con un fondo de amargura en la voz-. La única ocasión en mi vida que una mujer me rechaza… y la única ocasión que realmente me importa.
Alzó una mano a modo de despedida y se alejó, con sus botas resonando en la grava.
Alex había pasado una hora de aquella tarde con el capitán Hallows, de la fragata Razón, un hombre al que siempre había considerado un insoportable estirado y que, en las presentes circunstancias, le había desagradado todavía más.
– Estoy deseoso por abandonar este lugar dejado de la mano de Dios, Grant -le había espetado cuando se encontraron en la biblioteca del monasterio-. El tiempo es malo y el hielo podría volver a cerrarse en cualquier momento. Nos estamos reaprovisionando a marchas forzadas. Pretendo zarpar mañana mismo, con la marea de la mañana.
– Por supuesto -había dicho Alex-. Spitsbergen no es lugar para marineros temerosos -observó como el indignado rostro de Hallows enrojecía por momentos. Y volvió a enrojecer con la misma o peor indignación, antes de que se retirara para volver a su barco.
Alex pidió luego recado de escribir y dedicó la siguiente hora a redactar una carta para sus abogados de Londres, con todas las disposiciones relativas a la pensión que recibiría su esposa. Joanna, pensaba, portaría aquella carta consigo cuando se marchara a bordo de la Bruja del mar. Por un instante sus pensamientos variaron de dirección, sombríos y furiosos, para concentrarse en la traición de su esposa, pero luego los hizo a un lado, ya que… ¿qué sentido tenía insistir en ello? Joanna lo había traicionado de la peor manera posible, deliberadamente, desde el principio. Le costaba sobremanera reconocer que si le dolía tanto su perfidia era precisamente porque se había enamorado de ella. Ésa era una debilidad que estaba perfectamente decidido a exorcizar. Los trazos furiosos de su escritura le ayudaron a expresar sus sentimientos: desgraciadamente estropearon también tres buenas plumas y varias hojas de papel en el proceso.
Pasó el resto de la tarde ocupado en conversaciones con el abad Starostin sobre los asuntos prácticos, económicos, sobre el futuro de Nina. Y eso porque aunque el abad le había asegurado que no tenía ninguna obligación que cumplir, Alex había insistido en lo contrario. Seguía siendo uno de los tutores legales de la niña, junto a su esposa, y estaba determinado a asumir sus responsabilidades. En cuanto al presunto tesoro de Ware, él también había visto el mármol que Dev había llevado de la bahía de Odden y sabía que John Hagan lo había reclamado como suyo en tanto era heredero de David. Poco después, tras volver a hablar con el abad, ambos habían convenido en que aquello no tendría ningún uso práctico para Nina y, en consecuencia, Alex no se opondría a la insistencia de Hagan de llevárselo a Inglaterra.
Alex pensaba para sus adentros que Hagan estaba loco al imaginar que podría explotar aquel mármol en cantidades suficientes para hacerse con una fortuna, porque el duro clima de Spitsbergen daría al traste con el plan. Por su parte, pensaba dejar que aquel canalla avaro y sin escrúpulos lo descubriera por sí mismo.
Todas aquellas conversaciones sobre asuntos prácticos lograron tranquilizar un tanto a Alex, frío y poco emocional como era, pero en el fondo de su alma seguía ardiendo algo terriblemente peligroso: odio contra Joanna por lo que le había hecho y estupor y consternación por la traición que había sufrido. Y, sin embargo, lo que seguía sintiendo por ella no era en absoluto tan simple.
Tenía que reconocer que Joanna había desplegado un enorme coraje y resistencia en aquel viaje, frente a lo que había esperado de ella. Había demostrado también una admirable generosidad al dejar a Nina con su familia. Era buena y cariñosa, y Alex sufría por la Joanna que había creído haber empezado a conocer y a amar. Deseaba volver a verla. Lo deseaba violentamente, más de lo que había creído posible.
Finalizadas las conversaciones formales, Starostin ordenó les sirvieran comida y un vino con especias, y pasaron a hablar de los viajes de Alex, de Spitsbergen y del futuro de Rusia, mientras la luz cambiaba de un blanco luminoso al azul claro que anunciaba la inminencia de la noche. Finalmente, Starostin se acercó a un pequeño armario de madera situado en una esquina del despacho y sacó dos vasos y una botella verde.
– ¿Me acompañaréis con una copa de vodka, lord Grant? Debo advertiros que es una bebida fuerte.
Alex se echó a reír.
– He bebido licores más fuertes en mis viajes.
– Por supuesto -el abad sirvió dos copas. Se acercó luego a los altos ventanales, donde se hallaba Alex, y le tendió una-. ¿Sabéis que da mala suerte no bebérsela de un solo trago?
Brindaron y Alex apuró el licor de golpe, a la manera tradicional… y casi se atragantó. Beber con aquel abad, reflexionó, bien podría convertirse en la prueba más dura y exigente de aquel viaje.
Varias horas y ocho copas de vodka después, Alex se sentía bastante más sosegado de lo que se había sentido en todo el día mientras volvía tambaleándose al pabellón de invitados del monasterio. Una vez allí, se derrumbó sobre las mantas de piel de foca de su camastro y al instante se quedó dormido. Se despertó para descubrirse en esa misma posición: ni siquiera se había quitado las botas.
Evidentemente, Frazer le había dejado por imposible: no podía culparlo por ello. Sabía que olía fuertemente a licor. Se sentía como si tuviera una caldera funcionando a tope en el cerebro. El edificio estaba silencioso. Acostumbrado al ruido de los viajeros, en particular a las quejas de Lottie Cummings, se quedó tumbado, disfrutando de aquellos momentos de tranquilidad. Hasta que se dio cuenta de que tanto silencio resultaba sospechoso. Se incorporó, miró el reloj de pared… y volvió a mirarlo horrorizado antes de levantarse de la cama, llamando a Frazer a gritos.
El mayordomo apareció inmediatamente en el umbral. Llevaba una navaja barbera en una mano, con una toalla al brazo, y una palangana de agua caliente en la otra, que dejó sobre la cómoda.
– Ya era hora, milord -comentó, frunciendo los labios.
Alex se pasó una mano por la nuca.
– ¿Dónde está todo el mundo?
Pasó de largo por delante de Frazer, hacia la otra habitación. Cada dormitorio se abría a una redonda sala centraclass="underline" las otras puertas estaban entornadas. Podía ver la espartana cámara que compartían Dev y Owen, con dos pequeños maletines en el centro. La habitación contigua, donde debería haber estado el equipaje de Joanna, se hallaba vacía. Una repentina y violenta punzada de terror atravesó su cerebro dolorido.
Lanzó una mirada a Frazer, que a su vez se la devolvió con lo que Alex no tuvo dificultad en interpretar como una expresión de enorme desaprobación.
– Frazer, ¿dónde está lady Grant?
– Se ha marchado, señor -respondió, y cerró la boca como un cepo que acabara de saltar.
Alex esperó. Como no parecía que Frazer fuera a decir nada más, inquirió:
– ¿No tienes ninguna otra información que darme, Frazer?
– El capitán Hallows terminó de aprovisionarse ayer, milord. Mientras vos estabais dormido, zarpó rumbo a Inglaterra -volvió a cerrar la boca con un audible chasquido que indicaba su poca disposición a seguir hablando.