– No soy nada. No soy nadie, y soy todo el mundo. Yo soy el que escribirá…
La oigo reír ahogadamente.
– ¡Nada más que eso! ¡Estás loco, Amel!
– Estoy loco, pero no soy esquizofrénico.
– Lo sé. Y… Yo… Eres muy valiente. No sé cómo lo has hecho. Cómo has aguantado…
– Pues bien… Me he dicho, Agnès… Me he dicho: es la tierra la que gira alrededor del Sol, y no a la inversa. Copérnico tenía razón.
Ella volvió a reírse.
– Ahora, descansa. Te iré a ver mañana. Ella cuelga.
Siento, de repente, una paz que, creo, nunca había disfrutado.
Levanto la mirada y miro la pantalla de televisión. Después me acerco lentamente la muñeca y, con un gesto seguro, pongo mi Hamilton en hora. Son las 20.05. Estoy bien.
Agradecimientos
He escrito El síndrome de Copérnico en el silencio deliciosamente inquietante de mi refugio parisino, con algunas etapas en Toulouse, en Niza y en la relajante tierra rojiza de las tierras del Minervois, entre el mes de marzo de 2004 y el mes de mayo de 2006. Un período rico en acontecimientos, entre los cuales, un serio accidente de moto no fue de los menores. Quiero expresar mi profunda gratitud a Alain Névant, Stéphane Marsan, David Oghia, Leslie Palant, Claude Laguillaume y a todos aquellos que me han ayudado a atravesar esa penosa aventura sin perder completamente la cabeza.
Un equipo de rescate me apoyó a lo largo de la redacción de esta novela, a los que doy ahora las gracias: Hélène Loevenbruck, doctora en ciencias cognitivas, investigadora en el CNRS y benévola hermana mayor; Philippe Pichon, doctor en medicina y benévolo hermano mayor; Hervé Bonnat, director de comunicación del EPAD, que me tendrá que perdonar por haberlo matado en mi novela; Gilles Béres, abogado en los juzgados de París; el enciclopédico Patrick Jean-Baptiste, periodista científico y escritor de lo improbable; Emmanuel Baldenberger, especialista en literatura contemporánea y trotamundos idealista; y, por fin, Bernard Werber, fiel padrino literario y renombrado huraño.
Por su confianza, gracias a Stéphanie Chevrier, Gilíes Haéri, Virginie Plantard y a todo el equipo que trabajó con entusiasmo en esta novela en Éditions Flammarion.
Por su apoyo familiar, un guiño a JP & C, a los Piche & Love, a los Saint-Hilaire y al clan Wharmby.
Por su amor y su indulgencia cotidiana, tiernos besos para mis tres luces: Delphine, el hada; Zoé, la princesa, y Elliott, el dragón.
Henri Loevenbruck