– Voy a pedirte una ambulancia.
Tal vez Ludovic se hubiera golpeado la cabeza contra algo. Una herida en el cuero cabelludo o un traumatismo craneal pueden provocar esos síntomas y ser fatales.
– Comprueba que no estés sangrando, tantéate la cabeza y chúpate los dedos. El cráneo, la nariz, las sienes. Si sangras, ponte hielo y aprieta con un paño. La ambulancia te llevará al hospital de aquí al lado e iré a verte. Sobre todo, no te tumbes. ¿Aún vives en la misma dirección?
– Sí. Date prisa, por favor…
Lucie colgó y se dirigió rápidamente a la recepción de urgencias, desde donde dio instrucciones para que enviaran una ambulancia. Definitivamente, sus vacaciones de julio no podían empezar mejor. Su hija de ocho años acababa de ser ingresada con una gastroenteritis viral. Y las desgracias, en verano, nunca vienen solas… Esa enfermedad era un tornado que había deshidratado a la chiquilla en menos de veinte horas. Juliette era incapaz de beber ni un vaso de agua. Los médicos preveían varios días de hospitalización, a los que debería seguir una temporada de reposo y de alimentación regulada. Por eso la pobre no había podido ir a sus primeras colonias con su hermana, Clara. Dura separación para las gemelas.
Lucie se acodó en la ventana. Al ver que se iluminaba el girofaro de una ambulancia, se dijo que en la comisaría central o en cualquier otro sitio, de vacaciones o en el trabajo, la vida siempre acababa por joderla.
3
Unas horas más tarde, a doscientos kilómetros de Lille, Martin Leclerc, jefe de la OCRVP, la Oficina Central para la Represión de la Violencia contra las Personas, observaba la representación en tres dimensiones de una facies humana en la pantalla de un Macintosh. Podían verse claramente el cerebro y diversas zonas relevantes del rostro: la punta de la nariz, la cara externa del ojo derecho, el trago izquierdo… Luego apareció una zona verde, situada en la circunvolución temporal superior izquierda.
– ¿Eso de ahí se ilumina cada vez que te hablo?
Recostado en un sillón hidráulico, con un gorro con ciento veintiocho electrodos encasquetado en el cráneo, el comisario Franck Sharko observaba el techo sin moverse.
– Es el área de Wernicke, asociada al hecho de oír las palabras. Tanto en tu caso como en el mío, la sangre afluye ahí en cuanto oímos una voz y por eso adquiere esa coloración.
– Impresionante.
– No tan impresionante como tu presencia a mi lado. Ignoro si lo recuerdas, Martin, pero te invité a tomar una copa en mi casa, porque aquí, aparte de un café nauseabundo, no obtendrás nada más.
– Tu psiquiatra no tiene inconveniente en que asista a una sesión y además me lo propusiste. ¿Acaso también has perdido la memoria?
Sharko aplastó sus manos grandes contra los reposabrazos y su alianza chasqueó contra el metal. Hacía ya semanas que acudía a aquellas sesiones de «entrevista», y aún no conseguía relajarse.
– ¿Qué quieres?
El jefe de la OCRVP, con aspecto fatigado, se masajeó las sienes. Andaban metidos en el mismo fregado desde hacía ya veinte años y a menudo ambos habían coincidido en sus días más negros. Escenarios de crímenes que les llevaban al límite, golpes duros para sus familias y graves problemas de salud.
– Sucedió hace un par de días, en un pueblucho, entre Le Havre y Rouen: Notre-Dame-de-Gravenchon. Con ese nombre ya te lo podrás imaginar… Seguro que oíste hablar de ello en la tele, unos cadáveres exhumados a orillas del Sena.
– ¿Esa historia de las obras del gasoducto?
– Sí. Los medios de comunicación se han regodeado con la noticia, ya estaban allí porque las obras habían armado mucho jaleo. Se han descubierto cinco fiambres con el cráneo serrado. El SRPJ [1] de Rouen está trabajando en ello, en coordinación con la gendarmería local. El fiscal de allí incluso quería enviar a los tipos del GAC, [2] pero finalmente nos ha caído el marrón a nosotros. No te ocultaré que me molesta sobremanera. Algo así, a principios de verano, es asqueroso.
– ¿Y Devoise?
– Lleva un caso delicado, no puedo apartarlo de él. Y Bertholet está de vacaciones.
– Y yo, ¿acaso no estoy de vacaciones?
Leclerc ajustó el nudo de su estrecha corbata rayada. Parecía una verdadera eminencia de la policía judicial en todo su esplendor: la cincuentena ya sobrepasada, traje de tergal negro, zapatos relucientes, rostro enjuto y terso. Tenía la frente perlada de gotillas de sudor y se las enjugó con un pañuelo.
– Eres el único que nos queda sobre el terreno. Los demás están con sus mujeres y sus chavales… Joder, ya sabes cómo son estas cosas.
El silencio los abatió. Mujer, hijos… Las pelotas en la playa, las risas perdidas entre las olas. En aquel momento, a Sharko todo le parecía muy lejano y borroso. Volvió la cabeza hacia la animación en tiempo real de la actividad de su cerebro, un viejo órgano cincuentenario invadido por las tinieblas. Inclinó el mentón, como si invitara a Leclerc a seguir la dirección de su mirada. Aunque nadie pronunciara palabra alguna, la zona verde, en la parte superior de la circunvolución, se iluminaba.
– Si se ilumina es porque ella me habla, en este preciso instante…
– ¿Eugénie?
Sharko asintió. Leclerc sintió un escalofrío. Ni siquiera se oía volar una mosca, pero las meninges del comisario reaccionaban de aquella manera ante la palabra y daba la impresión de que en la habitación hubiera un fantasma.
– ¿Y qué te dice?
– Quiere que compre un litro de salsa de cóctel y castañas confitadas la próxima vez que vaya de compras. Discúlpame un par de segundos…
Sharko cerró los ojos y apretó los labios. Veía y oía a Eugénie por todas partes. En el asiento delantero de su viejo Renault 21. De noche, al acostarse. Sentada, con un traje chaqueta, mientras observaba los trenes en miniatura dar vueltas sobre los raíles. Dos años antes, a Eugénie la acompañaba a menudo un negro, Willy, que fumaba constantemente Camel y marihuana. Aquel tipo era un sinvergüenza, mucho más insoportable que la chiquilla, porque hablaba a voz en grito y gesticulaba mucho. Gracias al tratamiento, el rastafari había desaparecido definitivamente, pero la otra, la chiquilla, reaparecía a menudo, resistente como un virus.
La zona verde siguió brillando durante unos segundos en la pantalla del Mac antes de extinguirse gradualmente. Sharko abrió los ojos de nuevo y contempló a su jefe con una mirada cansada.
– Si sigues observando cómo se me va la olla, acabarás por darle una patada en el culo a tu comisario.
– Eso no te impide hacer tu curro correctamente y resolver casos. Hasta diría que a veces te ayuda.
– ¡Anda ya, ve con ésas a Josselin! No deja de tocarme los cojones y me temo que quiere mandarme a tomar por culo.
– Siempre pasa lo mismo con los nuevos jefes. Lo único que les importa es hacer limpieza.
El profesor Bertowski, del servicio de psiquiatría de la Salpêtrière, llegó por fin, acompañado de su neuroanatomista.
– ¿Vamos, señor Sharko?
«Señor Sharko» le sonaba extraño desde que «Sharko» se había convertido en el nombre de una forma avanzada de atrofia muscular: el mal de Charcot. [3] Como si todos los males del mundo fueran culpa suya.
– Vamos…
Bertowski hojeaba el contenido de una carpeta de la que nunca se separaba.
– Por lo que he podido leer, los episodios paranoicos de persecución son ya muy raros. Excelente, sólo persisten algunas trazas de desconfianza. ¿Y sus visiones?
– Vuelven a menudo y no sé si es porque estoy, encerrado en mi apartamento. No hay día en que Eugénie no me visite. La mayoría de las veces sólo hace de okupa dos o tres minutos, pero es bastante desagradable. No sé cuántos kilos de castañas confitadas me ha hecho comprar desde la última vez.
[1] El Servicio Regional de Policía Judicial (SRPJ) es una división territorial de la Policía Judicial (PJ) que depende de la Dirección Central de la Policía Judicial (DCPJ).