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Sharko siempre había tenido el don de poder enfriar una conversación, la diplomacia no era su fuerte. Señaló a Lebrun con un gesto de cabeza.

– ¿Me puede hablar de esa historia, ya que al fin y al cabo estoy aquí por ese motivo?

– Mi misión en Egipto comenzó hace cuatro años. Nuestros destinos nos exigen viajar a menudo. Y, si le digo la verdad, aún no he visto el dossier.

Sharko comprendió de inmediato que su interlocutor no quería mojarse. Un diplomático…

– Ese tal Nuredín, ¿me llevará al lugar del crimen si fuera necesario? -preguntó.

– Debe saber una cosa, comisario. El país avanza, y los gobernantes egipcios detestan volver al pasado. ¿Qué espera, además, después de tanto tiempo?

– ¿Me acompañaría usted, si fuera necesario?

El comisario Lebrun hizo sonar el claxon sin razón aparente. Un tipo estresado, pero ¿cómo no estar estresado en medio de aquel tornado de acero y ruido?

– No podemos hacer nada sin el consentimiento de Nuredín. Por un lado, en la embajada no nos gustan ese tipo de derivas, ya que la organización y los asuntos de la policía de Egipto son información clasificada. Por otra parte, no tendrá usted tiempo.

En el rostro de Sharko apareció una sonrisa pretenciosa.

– Sin duda ése es el motivo de que mi viaje dure sólo dos días… Y supongo que Nahed no está a mi lado simplemente para traducir -se volvió hacia ella-. ¿No es cierto, Nahed?

– Tiene usted una imaginación muy fértil, comisario -replicó Lebrun en tono seco.

– No se imagina usted hasta qué punto.

Calle Mohamed Farid. El Mercedes se detuvo frente al hotel Happy City, un tres estrellas de fachada rosa y negra.

– Limpio y con encanto -dijo Lebrun-, y la mayoría de los otros hoteles de la capital están completos. En El Cairo, julio no es precisamente el período de menos turismo.

– Mientras haya bañera…

El comisario de la embajada le ofreció su tarjeta.

– Le espero esta tarde en el restaurante Maxim, al otro lado de la plaza Talaat Harb, no muy lejos de aquí, a las siete y media. Cantan canciones de Piaf y se bebe vino francés. Así podrá usted informarme acerca de su encuentro con Nuredín.

Habían decidido no dejar nada al azar. Una vez fuera, Sharko fue avasallado por la canícula e instantáneamente quedó cubierto de sudor. El ronroneo de los motores, el chillido estridente de los cláxones y el olor de los tubos de escape eran insoportables. Rápidamente, extrajo su maleta del portaequipajes. Al volverse, Eugénie estaba frente al hotel, con los brazos cruzados, vestida como siempre. Ponía mala cara y observaba cómo los coches se debatían a lo largo de la elegante avenida de los Campos Elíseos.

– ¿… misario?

Lebrun aguardaba, con la mano tendida al frente. Sharko volvió hacia él y se la estrechó nerviosamente. El agregado de la embajada lanzó una mirada rápida en la dirección en que el policía francés miraba fijamente unos segundos antes. No había nadie.

– Un último consejo. Nuredín no se anda por las ramas. Es el tipo de individuo que cree que uno traiciona a Egipto en cuanto se opone a él, usted ya me entiende. Así que no le incomode y sea discreto.

– No será muy difícil ser discreto en el país de los jeroglíficos…

18

La comisaría central de la gobernación de Kasr El Nil recordaba el palacio mal conservado de un difunto jeque. Protegido por altas verjas negras, la oscura fachada daba a un jardín en el que se entremezclaban palmeras y vehículos de policía que más bien parecían camionetas de vendedores de frutas y verduras. Únicamente los diferenciaban de ellas los grandes girofaros azules, de dos tonos. Frente a un tramo de escaleras, seis centinelas -camisa blanca, quepis con un águila estampada con la bandera nacional por insignia, fusil MISR en bandolera- hicieron restallar el canto de sus manos contra el pecho a la salida de un hombre corpulento, cargado de tres estrellas en las portapresillas de las hombreras.

Hasán Nuredín apoyó sus dedos como salchichas en las caderas y olisqueó el aire saturado de gas y de polvo. Bigotillo negro, ojos oscuros como dátiles demasiado maduros bajo unas cejas espesas, mejillas picadas de viruelas. Esperó a que Sharko y Nahed Sayed llegaran a su altura para saludarlos. Estrechó educadamente la mano de su homólogo francés, obsequiándole incluso con un «Bienvenido» lánguido. Se interesó en especial por la joven, con la que intercambió algunas palabras en árabe. Ésta se inclinó hacia delante con una sonrisa forzada. Luego, el hombre se volvió, con el torso muy erguido, y se adentró en el edificio. Sharko y Nahed intercambiaron una mirada que hizo superfluo cualquier otro comentario.

En el gigantesco vestíbulo salpicado de oficinas funcionales, unas escaleras vigiladas por policías se hundían hacia el sótano. De allí ascendían clamores, cantos árabes, letanías de un coro de mujeres. Sharko aplastó un mosquito en su antebrazo. El quinto ya, a pesar de la tonelada de crema con la que se había untado. Aquellos bichitos se incrustaban en cualquier lugar y parecían inmunizados contra cualquier forma de protección.

– ¿Qué cantan esas mujeres?

– «La prisión no acabará con las ideas» -murmuró Nahed-. Son estudiantes, protestan contra la prohibición de que los Hermanos Musulmanes se presenten a las elecciones.

Sharko descubrió una policía moderna y bien equipada -ordenadores, Internet, especializaciones técnicas como el establecimiento de retratos robot-, pero que aún parecía funcionar a la antigua. Hombres y mujeres -la mayoría de éstas con velo- esperaban en grupos en el vestíbulo, las puertas de las oficinas se abrían como en las consultas de los médicos y los más veloces -la noción de «cola» no existía- pasaban los primeros.

Sharko y su traductora tuvieron que entregar sus teléfonos móviles -para evitar que tomaran fotografías o grabaran conversaciones- y llegaron a un despacho digno de un salón de Versalles. En él imperaba la desmesura: mármol en el suelo, jarrones canopes y minoicos, tapices con figuras, bronces dorados. En el techo giraba un inmenso ventilador que removía el aire pegajoso. Sharko sonrió para sí. Patrimonio nacional, todo pertenecía al Estado y no al gordo engreído que se instalaba pesadamente en su silla fumando un puro local. Si muchos cairotas lucían su tripa con gracia, no era el caso de aquel tipo.

El egipcio tendió sus manos abiertas hacia dos sillas en las que se acomodaron Sharko y Nahed, que sacó un pequeño cuaderno y un bolígrafo. Llevaba una falda larga de tela caqui y una túnica a juego que mostraba ligeramente su nuca bronceada. El inspector principal la contempló sin disimulo con sus ojos porcinos. Aquí les gusta hacer patente que uno aprecia a las mujeres, al contrario que en la calle, donde los «chisss, chisss» peyorativos surcan el aire en cuanto un ejemplar femenino sin velo se cruza en el camino de un musulmán. El inspector se frotó el bigote y acto seguido alzó un papel frente a él. A medida que hablaba, Nahed llenaba su cuaderno de signos estenográficos antes de traducir.

– Dice que es usted un especialista de los asesinos en serie y de los crímenes complicados. Más de veinte años al servicio de la policía francesa, en el departamento de la criminal. Dice que es impresionante. Pregunta cómo está París.

– A París le cuesta respirar. ¿Y cómo está El Cairo?

El inspector principal mascó su Cleopatra entre los dientes con una sonrisa, mientras hablaba. Nahed tomó el relevo.

– Pachá Nuredín dice que El Cairo tiembla al ritmo de los atentados que sacuden Oriente Medio. Dice que El Cairo está ahogado por las redes islamistas, mucho más peligrosas que la peste porcina. Dice que se han equivocado de objetivo al quemar todos esos cerdos en los fosos de la ciudad.

Sharko recordó las lejanas humaredas negras entrevistas en la periferia de la ciudad: cerdos que estaban siendo quemados. Respondió mecánicamente, pero su frase le dio ganas de vomitar: