– Estoy de acuerdo con usted.
Nuredín asintió con la cabeza, y siguió despotricando aún un rato antes de tenderle un sobre viejo al comisario.
– Por lo que respecta a su caso, dice que está todo ahí, ante usted. El expediente de 1994. No hay nada informatizado, es demasiado antiguo. Dice que aún ha tenido suerte de que lo haya podido encontrar.
– Debo darle las gracias, supongo.
Nahed tradujo que Sharko le estaba muy agradecido.
– Dice que puede consultarlo aquí y que si lo desea puede volver mañana. Tiene usted las puertas abiertas.
Las puertas abiertas sí, pero blindadas, con centinelas que vigilarían el menor de sus pasos y de sus gestos. Sharko se obligó a darle las gracias con un movimiento del mentón, retiró las gomas elásticas y abrió la carpeta. En una funda transparente había apiladas varias fotos de la escena del crimen. Había también diversos informes, fichas de unas muchachas con sus identidades, probablemente las víctimas. Decenas y decenas de páginas escritas en árabe.
– Pídale que me hable del caso, por favor… Sólo pensar que tendrá que traducirme todo esto me da náuseas.
Nahed hizo lo que le había pedido. Nuredín aspiró con parsimonia su puro y escupió una nube de humo.
– Dice que el asunto se remonta muy lejos en el tiempo, y que ya no se acuerda. Está pensando.
Sharko sentía que formaba parte de un álbum de Tintín, Los cigarros del faraón, y que tenía frente a él al gordo Rastapopoulos. Rozaba lo ridículo.
– Y, sin embargo, unas chicas con el cuerpo entero mutilado y el cráneo abierto es algo que deja una fuerte impresión.
Nahed se contentó con una mirada halagadora hacia el comisario. El oficial egipcio comenzó a articular lentamente, con pausas y silencios para que la joven pudiera traducir.
– Ahora recuerda algo, ya estaba al mando de la brigada. Dice que murieron con uno o dos días de intervalo. La primera vivía en el barrio de Chubra, al norte de la ciudad. Otra en un barrio irregular cercano a la fábrica de cemento Tora, junto al desierto. Y la tercera cerca del núcleo de chabolas de Ezbet El Nagl, el barrio de los traperos… Dice que la policía no logró establecer vínculos entre ellas. No se conocían e iban a escuelas diferentes.
Para Sharko, aquellos nombres de los barrios no significaban nada en absoluto. Sacudió su camisa para secarla. El sudor le corría por la espalda. El aire fresco le sentaba bien, pero se moría de sed. La hospitalidad no parecía ser la principal cualidad de aquellos policías.
– ¿Hubo sospechosos? ¿Testigos?
El gordo sacudió la cabeza y habló. Nahed dudó unos instantes antes de traducir sus palabras.
– Nada en concreto. Sólo se sabe que las muchachas fueron asesinadas por la noche, cuando regresaban a su domicilio, y que los cadáveres fueron hallados cerca de donde fueron secuestradas. En todas las ocasiones, a algunos kilómetros de su lugar de residencia. A orillas del Nilo, junto al desierto, en los campos de caña de azúcar. Todos los detalles figuran en los informes.
No estaba mal, para un tipo desmemoriado, pensó Sharko. Lugares aislados, donde el asesino podía actuar tranquilamente. En cuanto al modus operandi, había tantos puntos en común como diferencias con los cadáveres de Notre-Dame-de-Gravenchon.
– ¿Podría proporcionarme un mapa de la ciudad?
– Dice que se lo dará inmediatamente.
– Gracias. Me gustaría poder estudiar esos informes en el hotel esta noche, ¿es posible?
– Dice que no. No pueden salir de aquí. Es el procedimiento. Sin embargo, puede tomar notas y los documentos que le interesen, tras ser controlados, evidentemente, se enviarán por fax a su departamento.
Sharko dio un paso más, quería saber cuáles eran los límites de su investigación.
– Mañana me gustaría visitar los lugares donde se produjeron las desapariciones y los crímenes. ¿Podrá acompañarme alguien?
El hombre encogió sus hombros grasientos y estrellados.
– Dice que sus hombres están muy atareados, y que no entiende por qué quiere ir a unos sitios que probablemente ya no existan. El Cairo se expande como… Se expande como el moho.
– ¿Moho?
– Es el término que ha utilizado… Pregunta por qué ustedes, los occidentales, no tienen confianza en ellos y quieren rehacer el trabajo a su manera.
La voz del egipcio seguía sonando despreocupada, pesada, pero se tintaba de matices. Los de la dominación, la autoridad. Estaban en su casa, en sus tierras.
– Sólo quiero comprender cómo unas pobres muchachas acabaron entre las manos de un asesino de la peor calaña. Sentir cómo ese depredador pudo desplazarse por esta ciudad. Todos los asesinos dejan olores, incluso años más tarde. Los olores del vicio y la perversión. Quiero olerlos. Quiero andar por allí donde mató.
Sharko miraba fijamente a Nahed, como si se dirigiera directamente a ella. La joven egipcia tradujo sus palabras. Nuredín apagó con gesto firme su puro a medio consumir en un cenicero y se puso en pie.
– Dice que no entiende su oficio, ni sus métodos. Los policías de aquí no están para husmear como los perros, sino para actuar, para acabar con la chusma. No quiere volver sobre cosas hundidas ya en el pasado, ni abrir de nuevo heridas que Egipto desea olvidar. Nuestro país tiene ya suficientes males por culpa del terrorismo, de los extremistas y de la droga -señaló el informe con el mentón-. Ahí está todo, no puede hacer nada más. Este caso es demasiado antiguo. Al lado hay un despacho. Le invita a ponerse en pie y a dirigirse a ese despacho…
Sharko obedeció, pero antes plantó la copia del telegrama de la Interpol ante las narices del inspector principal. Se dirigió a Nahed, que repitió en árabe egipcio:
– Un inspector llamado Mahmud Abdelaal envió este telegrama. Él era quien investigaba el caso, en aquella época. El comisario Sharko desearía hablar con él.
Nuredín se quedó helado, apartó el papel lejos de su vista y soltó una sarta de palabras indigestas.
– Traduzco palabra por palabra: «Ese hijo de perra de Abdelaal ha muerto».
Sharko sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el vientre.
– ¿Cómo?
El policía egipcio hablaba mostrando los dientes. Debajo del cuello cerrado de su camisa se hinchaban las venas del cuello.
– Dice que le hallaron quemado al fondo de una callejuela sórdida del barrio de Sayeda Zenab, unos meses después de aquel asunto. Un ajuste de cuentas entre extremistas islamistas. Pachá Nuredín explica que cuando la policía fue al apartamento de Abdelaal, tras el drama, descubrieron el manual de la acción islamista oculto entre sus pertenencias, con párrafos señalados de puño y letra por Abdelaal. Era un traidor. Y en nuestro país, los traidores acaban por «reventar» como perros.
En el vestíbulo, Nuredín se ajustó la boina con firmeza. Se inclinó hacia el oído de Nahed, apoyando su mano en el hombro de ella. La joven dejó caer su cuaderno. El inspector principal le habló un buen rato y luego tomó la dirección de las escaleras de donde provenían los cánticos.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Sharko.
– Que en el despacho adonde vamos hay un mapa de la región.
– Me ha parecido que le decía más cosas.
Nerviosa, se echó los cabellos por encima de los hombros.
– Habrá sido sólo una impresión…
Le condujo a una sala funcional que contenía lo mínimo indispensable. Mesa de despacho, sillas, un cuadro y material de oficina. Una ventana cerrada daba a la calle Kasr El Nil. No había ordenador. Sharko le dio a un interruptor que debía poner en marcha el ventilador del techo.
– No funciona. Nos han cedido expresamente este despacho.
– No, no… ¿cómo puede pensar eso? Será una casualidad.
– Con gente así no hay casualidad que valga.
– Desde que ha llegado le noto un poco… desconfiado con nosotros, comisario.