Leclerc se retiró al fondo de la habitación mientras le quitaban el gorro a Sharko.
– ¿Ha tenido mucho estrés últimamente? -preguntó el médico.
– El calor, sobre todo.
– Su profesión no facilita las cosas. Vamos a espaciar más las sesiones de entrevista. Una vez cada tres semanas me parece suficiente.
Tras inmovilizarle la cabeza con dos correas blancas, el neuroanatomista acercó a su cráneo un instrumento en forma de ocho, una bobina capaz de descargar impulsos magnéticos en un lugar preciso del encéfalo para que las neuronas sobre las que se deseaba actuar, como si se tratara de microimanes, reaccionaran y se reorganizaran de manera diferente. La estimulación magnética transcraneal permite atenuar considerablemente las alucinaciones ligadas a la esquizofrenia, e incluso erradicarlas. La principal dificultad, evidentemente, estriba en acertar en el lugar preciso, dado que la zona en cuestión no mide más que unos centímetros y un error de simplemente un milímetro haría maullar al paciente o recitar el alfabeto al revés ad vitam aeternam.
Sharko permaneció inmóvil, con los ojos tapados y con una única orden: no moverse. En aquellos instantes, sólo las pequeñas pulsaciones magnéticas propulsadas con la frecuencia de un hercio crepitaban en la habitación. Sharko no sentía dolor alguno, ni molestia, sólo la profunda angustia de saber que, diez años antes, hubieran tratado de sanarlo con electrochoques.
La sesión transcurrió sin problemas. Mil doscientas pulsaciones más tarde -o sea, alrededor de veinte minutos después- el poli se puso en pie, con los músculos algo entumecidos. Se ajustó su impecable camisa y se acicaló los cabellos negros cortados a cepillo. Transpiraba. El bochorno reinante en el hospital y su ligero sobrepeso debido a los comprimidos de Zyprexa no eran ajenos a ello. En aquellos primeros días de julio, incluso el aire acondicionado tenía problemas para regular las infernales temperaturas del exterior.
Tomó nota de la siguiente cita, le dio las gracias a su psiquiatra y abandonó la sala.
Se encontró con Leclerc frente a la máquina de café al final del pasillo. El jefe de la OCRVP tenía ganas de fumarse un cigarrillo. Aquellos minutos de observación le habían afectado sobremanera.
– Me pone de los nervios. Verles jugar con tu cerebro de esa manera…
– La rutina. Es igual que estar bajo el casco del secador en la peluquería para hacerse una permanente.
Sharko sonrió y se llevó el vaso a la boca.
– Anda, háblame del caso.
Ambos comenzaron a avanzar lentamente.
– Cinco cuerpos, más que desagradables a la vista, enterrados dos metros bajo tierra. Tras los primeros exámenes, se ha averiguado que a cuatro de ellos se los habían comido los gusanos y el quinto se hallaba en un relativo buen estado. Y a todos les faltaba la parte superior del cráneo, como si se la hubieran serrado.
– ¿Y qué piensan acerca de lo ocurrido los que se ocuparon de ello?
– ¿Tú qué crees? Estamos en una pequeña ciudad de provincias donde el delito más grave debe de ser el de no reciclar la basura doméstica. Esos cadáveres llevan allí semanas, incluso meses. No olisquean más que el aceite por reciclar, así que la investigación se les antoja complicada. Un punto de vista psicológico podría ayudarles. Haz como de costumbre, ni más ni menos. Recoges la información, te ves con quien haga falta y luego se lo pasamos a los de Nanterre. Es cuestión de dos o tres días. Luego podrás dedicarte a tus trenes en miniatura o a tus ocupaciones. Y yo haré lo mismo. No tengo ningunas ganas de que esto se alargue. Ahora mismo, lo único que deseo es largarme.
– ¿Kathia y tú os vais de vacaciones?
Leclerc apretó los labios.
– Aún no lo sé. Depende.
– ¿De qué?
– De una serie de parámetros que sólo me conciernen a mí.
Sharko no le dio mayor importancia. Al franquear las puertas del hospital, los abatió una ola de fuego. Con las manos en los bolsillos de su pantalón de lino, el comisario volvió la vista hacia el largo edificio de piedra blanca, con su cúpula centelleando bajo el sol implacable. Aquel establecimiento, en los últimos años, se había convertido en su segundo hogar después de la oficina.
– Me da miedo volver a trabajar sobre el terreno… Eso ya queda muy lejos.
– Uno se acostumbra enseguida.
Sharko permaneció un momento en silencio, como si sopesara los pros y los contras, y luego se encogió de hombros.
– Pues habrá que joderse. A fuerza de permanecer sentado con el culo pegado a la silla, estoy empezando a adquirir forma de sillón. Diles que me pasaré por allí a media tarde.
4
Lucie acababa de tomarse un café en el vestíbulo del hospital Salengro cuando se le acercó el médico de urgencias que había atendido a Ludovic Sénéchal. Era un hombre alto y moreno, de rasgos finos y dientes hermosos, el tipo de tío que la hubiera hecho flipar en otras circunstancias. En su bata demasiado ancha podía leerse: Doctor L. Tournelle.
– ¿Y bien, doctor?
– No hay ninguna herida aparente, ni ninguna equimosis que haga suponer que hay un traumatismo. Los exámenes oftalmológicos no han mostrado nada anormal. Movilidad ocular, fondo del ojo, todo está en orden. Los reflejos fotomotores, como la contracción de la pupila, también están bien. Y, sin embargo, Ludovic Sénéchal no puede ver absolutamente nada.
– ¿Y qué le sucede?
– Vamos a hacerle otros exámenes, y en primer lugar una resonancia magnética para descartar un tumor cerebral.
– ¿Un tumor puede provocar ceguera?
– Sí, si comprime el quiasma óptico.
Lucie tragó saliva con dificultad. Ludovic sólo era un recuerdo lejano, pero a pesar de ello no dejaban de haber compartido siete meses de su vida.
– ¿Y puede curarse?
– Depende del tamaño, de la posición, de si es maligno o benigno. Prefiero no decirle nada más antes del escáner. Si lo desea, puede ver a su amigo en la habitación 208.
El doctor la saludó con mano firme, antes de alejarse raudo. Lucie no se atrevió a subir los pisos a pie y esperó el ascensor. Sus dos noches en vela en el ala de pediatría, entre llantos y vómitos, habían agotado sus fuerzas. Afortunadamente, su madre la relevaba durante el día para que pudiera dormir un poco.
Tras llamar suavemente a la puerta, entró en la habitación de Ludovic. Estaba acostado en la cama, con la mirada fija. Lucie sintió un nudo en la garganta. No había cambiado… La calvicie más acentuada, eso sí, pero conservaba los rasgos de tipo maduro, de rostro dulce y redondo, que la atrajeron en Internet.
– Soy Lucie…
Se volvió hacia ella. Sus pupilas no la miraban directamente, sino que se clavaban en la pared, justo al lado. Lucie sintió un escalofrío y se frotó los hombros. Ludovic trató de sonreír.
– Acércate si quieres, no es contagioso.
Lucie avanzó unos pasos y le tomó la mano.
– Te pondrás bien.
– Es curioso que marcara tu número, ¿no? Hubiera podido ser cualquier otro…
– Y también es casualidad que me encontrara precisamente aquí. Ahora mismo, los hospitales son mi especialidad.
Le explicó lo que le sucedía a Juliette. Ludovic conocía a las gemelas, y las chiquillas le tenían mucho aprecio. Lucie se sentía nerviosa, pensaba en aquel horror que tal vez estuviera madurando en la cabeza de su ex.
– Descubrirán qué te está pasando.
– Supongo que te han hablado del tumor…
– No es más que una hipótesis.
– No hay ningún tumor, Lucie. Es a causa de la película.
– ¿Qué película?
– La del pequeño círculo blanco. La encontré ayer en casa de un coleccionista. Era…
Lucie observó que sus dedos se aferraban a la sábana.
– Era extraña.
– ¿Por qué extraña?