Sharko sacó la fotocopia del telegrama de la Interpol.
– Como puede ver, la Interpol recibió este telegrama más de tres meses después del hallazgo de los cadáveres. Sólo un inspector tozudo e implicado en el caso pudo enviarlo. Un policía honrado, con valores, que tal vez quería llegar hasta el final.
Sharko levantó las hojas y las dejó caer frente a él.
– ¿Y pretenden hacerme creer que sólo hay esto?
¿Sólo formalidades? ¿Que no existen notas personales? ¿Ni siquiera una copia del famoso telegrama? ¿Adónde fue a parar el resto? Por ejemplo, ¿se investigaron farmacias y hospitales para averiguar de dónde procedía la ketamina?
Nahed se limitó a encogerse de hombros. Su rostro estaba serio. Sharko sacudía la cabeza y se llevaba una mano a la frente.
– ¿Y sabe qué es lo que más me preocupa? Pues que extrañamente Mahmud Abdelaal está muerto.
La joven se volvió y se dirigió hacia la puerta acristalada. Echó un vistazo al vestíbulo. El centinela no se había movido.
– No sé qué decirle, comisario. Yo estoy aquí sólo para traducir y…
– Me he dado cuenta de cómo la acosaba Nuredín y de cómo usted trataba de evitarlo sin lograrlo. ¿De qué se trata? ¿Un intercambio protocolario? ¿Una costumbre de su país, que la obliga a doblegarse a las exigencias de ese gordo seboso?
– Nada de eso.
– He visto cómo se estremecía varias veces, frente a esas fotos, al leer la descripción del caso. Usted tenía la edad de esas muchachas cuando fallecieron. Iba a la escuela, como ellas.
Nahed apretó los dientes. Sus manos entrelazadas se crispaban. Con mirada esquiva, miró su reloj.
– Pronto será la hora de nuestra cita con Mickaël Lebrun y…
– Y yo no iré. Tendré todo el tiempo del mundo para beber vino francés en Francia.
– Puede que le ofenda.
Cogió una de las fotos de las muchachas sonrientes y la empujó hacia Nahed.
– Me traen sin cuidado la diplomacia y otras mandangas. ¿No cree que esas muchachas se merecen que alguien se interese por ellas?
Un silencio pesado. Nahed era de una belleza superior, y Sharko sabía que la mayoría de las mujeres bellas tienen generalmente un corazón frío. Pero en la egipcia percibía una herida, una herida abierta que a veces empañaba su mirada de azabache.
– Muy bien. ¿Qué quiere que haga por usted, comisario?
Sharko se acercó a su vez a las cortinas y bajó la voz.
– Ninguno de los policías presentes en esta comisaría me hablará. Lebrun tiene las manos atadas por la embajada. Busque la dirección de Abdelaal. Tiene que tener mujer, hijos o hermanos. Quiero hablar con ellos.
Tras un largo silencio, Nahed accedió.
– Lo intentaré, pero sobre todo…
– En boca cerrada no entran moscas, puede confiar en mí. En cuanto recupere mi móvil, llamaré a Lebrun para excusarme diciéndole que me siento mal. El calor, el cansancio… Le diré que mañana aún volveré un rato por aquí para aprovechar el viaje. Usted, reúnase conmigo en el hotel a las ocho en punto, y confío que con la dirección.
Ella dudó.
– No, en el hotel no. Tome un taxi y… -garabateó unas palabras en un pedazo de papel y se lo dio- dele este papel al taxista. Él sabrá adónde llevarle.
– ¿Adónde?
– Frente a la iglesia de Santa Bárbara.
– ¿Santa Bárbara? El nombre no es muy musulmán…
– La iglesia se halla en el barrio copto del viejo El Cairo, al sur de la ciudad. El nombre es el de una muchacha martirizada por haber tratado de convertir a su padre al cristianismo.
19
Freyrat, en el corazón del CHR de Lille, a última hora de la tarde. El reducto de la psiquiatría. Un monstruo de hormigón de dos pisos, punto de encuentro de todos los trastornos mentales. Esquizofrénicos, paranoicos, traumatizados, psicóticos. Lucie entró en el austero edificio y preguntó en la recepción por la habitación de Ludovic Sénéchal. Quería ser ella quien le comunicara la muerte de su amigo, Claude Poignet. Le indicaron que fuera a la unidad Denecker, en el primer piso.
Era una habitación pequeña capaz de deprimir hasta a un payaso. El televisor, inaccesible, estaba encendido. Ludovic estaba tumbado en la cama, con las manos en la nuca. Volvió lentamente el rostro hacia ella y sonrió.
– Lucie…
Sorprendida, ésta se acercó.
– ¿Ya puedes ver?
– Puedo distinguir las formas y los colores. La gente que no lleva bata son visitantes, seguro. ¿Y qué otra mujer sino tú podría venir a verme?
– Estoy muy contenta de que te encuentres mejor.
– El doctor Martin dice que recuperaré progresivamente la vista. Es cuestión de dos o tres días.
– ¿Cómo lo han conseguido?
– Hipnosis… Comprendieron qué era lo que no funcionaba. En fin, lo comprendieron sin comprenderlo.
Lucie sentía desazón. Detestaba aquel penoso papel de mensajera de la muerte. Tener que afrontar la mirada de los allegados de las víctimas era sin duda el aspecto más difícil de su profesión. Hizo todo lo posible para retrasar el momento del anuncio. Ludovic era muy sensible, y no estaba en forma.
– Cuéntame.
El hombre se incorporó. Sus pupilas habían recuperado una movilidad tranquilizadora.
– El psiquiatra me lo ha explicado todo. Me hipnotizó y luego me pidió que le contara qué había pasado durante las horas y los minutos anteriormente a quedarme ciego. Así que le expliqué qué había hecho durante el día. Mis compras en casa del viejo coleccionista de Lieja, la bobina anónima descubierta en el desván. Yo, solo, en mi cine «de bolsillo», viendo películas toda la noche. Luego, las imágenes del cortometraje anónimo. El ojo cortado, los planos de la chiquilla en el columpio. Y fue entonces cuando, sin saber por qué, comencé a hablarle de mi padre. De las mujeres que traía a casa durante mi infancia, unos años después de la muerte de mi madre.
– Nunca me habías hablado de ello.
Una breve risa seca atravesó la habitación.
– ¿Y tú me lo dices? Nos pasamos semanas chateando, siete meses saliendo y casi no sé nada de tu vida privada. Sí, sé que eres policía, que tienes dos hijas a las que les caigo bien, pero además de eso, ¿qué más hay?
– Ése no es el tema.
Él suspiró, triste.
– Contigo, nunca es el tema. Bueno, resumiendo… Ocurrió repentinamente durante la hipnosis. Las mujeres desnudas que a veces veía salir de la habitación paterna. Esos jadeos que oía a través de las paredes. No tenía ni diez años. El psiquiatra comprendió que el bloqueo podía venir de ahí. Algo, probablemente una imagen, hizo resurgir esos recuerdos y provocó la ceguera histérica.
Lucie sospechaba que aquello tenía que ver con las imágenes subliminales. Sin la censura de la conciencia, habían alcanzado zonas más profundas de la psique de Ludovic y habían sembrado la cizaña.
– Pero eso no fue lo que me dejó ciego, porque podía explicar cómo continuaba la película. Hablar de la chiquilla. Cuando comía, cuando dormía. Cuando hacía gestos con la mano para alejar la cámara, como si estuviera enfadada. Luego, bruscamente, el psiquiatra me dijo que había gritado durante la hipnosis y que tuvo que despertarme. Logró calmarme, y me preguntó qué había ocurrido. Así fue como le hablé del episodio del conejo.
Lucie reaccionó de inmediato. El misterioso quebequés, por teléfono, también había hablado de conejos. Había dicho que toda la historia empezaba con las niñas y los conejos.
– ¿Qué conejos?
Ludovic se encogió y se llevó las rodillas al pecho.
– Yo debía de tener ocho o nueve años. Un día, mi padre me llevó a su taller, allí donde guardaba sus herramientas. Había un conejo que se había refugiado al fondo de un antiguo conducto en forma de codo. Un conejo común de buen tamaño. Mi padre no podía pasar por el conducto para cogerlo, pero yo sí. Así que me ordenó que me metiera allí. Y lo hice. Me arrastré a cuatro patas y obligué al conejo a salir de su madriguera. Mi padre lo atrapó por las orejas. Al conejo le sangraban las patas traseras y se debatía de un lado a otro. Grité para que lo soltara, pero… mi padre estaba fuera de sí. Cogió una hacha y…