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Se cubrió el rostro con ambas manos, como si acabara de salpicarle un chorro de sangre.

– Esa escena… Hasta la hipnosis no la recordaba, Lucie. Había desaparecido completamente de mi cabeza.

– Más bien estaba escondida en tu cabeza. Tan escondida que hasta ahora nada había logrado que volviera a la superficie. En esa película anónima, ¿viste conejos?

– No, no…

La policía seguía sin comprender. Poignet había desmenuzado las imágenes y tampoco había hallado nada. ¿De qué se trataba, entonces?

Ludovic cogió patosamente una botella de agua y bebió unos tragos.

– Tú has visto la película. Explícame qué has descubierto. ¿Se la pudiste entregar a mi amigo restaurador?

Lucie le miró a los ojos y murmuró:

– Claude Poignet ha muerto.

Los puños de Ludovic estrujaron las sábanas. Un largo silencio.

– ¿Cómo?

– Ha sido asesinado. Los que lo hicieron iban a por la bobina.

Ludovic se levantó y se peinó el cabello hacia atrás, con un gesto lento. Estaba al borde de las lágrimas.

– Él no… Claude no… Era un viejo tranquilo.

Ludovic se dirigió tanteando hacia una ventana de Plexiglás, con la mirada perdida. Lucie pudo ver a través del reflejo en el cristal que estaba llorando.

– Te garantizo que daremos con los responsables. Y que descubriremos qué ha pasado.

Se quedó un rato con él y le explicó los primeros pasos de su investigación. Incluso le habló del episodio del desconocido que había hurgado en su colección de films. Ludovic tenía que saber toda la verdad.

– Me siento tan solo, Lucie…

– Los psiquiatras te ayudarán.

– ¡A la mierda los psiquiatras!

Suspiró.

– ¿Por qué lo nuestro no funcionó?

– No fue culpa tuya. Por lo que a mí respecta, nunca ha funcionado con nadie.

– ¿Por qué?

– Porque siempre, tarde o temprano, me pregunta «por qué»…

Se sentía incómoda, el calor la ponía nerviosa. Y aquel olor a productos químicos…

– El hombre con el que pasaré mi vida deberá aceptarme tal como soy aquí y ahora, y no tratar siempre de hacer que el pasado pase a un primer plano. Ni preguntarme sobre esto y aquello. Soy policía porque soy policía, es así, y hay que apechugar. El pasado está muerto y enterrado, ¿de acuerdo?

Ludovic se encogió de hombros.

– Vale, de acuerdo. Seguramente tienes otras cosas que hacer.

– Volveré a visitarte.

– Vendrás a visitarme, de acuerdo…

Ludovic apoyó la frente contra el cristal. Apenada, Lucie salió y aspiró una bocanada de aire puro. Le molestaba ser tan ruda con él, y con todos los hombres en general. Pero eran los estigmas de sus sufrimientos pasados. El primer hombre al que había amado de verdad la había abandonado inopinadamente y la había dejado sola con sus hijas.

A última hora de aquel día fue al SRPJ, en el bulevar de la Liberté, a un centenar de metros del centro de Lille. Allí, intercambiaban informaciones a buen ritmo el OCRVP parisino, el SRPJ de Rouen y los equipos de Lille. En aquel momento, estaban trabajando en los correos electrónicos y las llamadas telefónicas. Los diversos datos se integrarían pronto en los archivos informáticos, accesibles a todos los agentes. Eso permitiría cotejar la información y que ésta circulara de manera fluida. Todos los elementos debían estar a favor de las fuerzas del orden.

Lucie entró en el despacho de su comandante. Kashmareck discutía con el teniente Madelin. El pardillo arribista, de apenas veinticinco años y cara del primero de la clase, acababa de zamparse la autopsia de Claude Poignet. La triple fractura del hueso hioides indicaba estrangulación, y el nacimiento de livideces -una acumulación de sangre en los puntos de presión del cuerpo contra el suelo- en el deltoides y la cadera izquierdos demostraba que Poignet murió en una posición lateraclass="underline" antes de colgarle, los asesinos le dejaron tumbado al menos media hora.

Kashmareck vació su taza de café. Carburaba a base de cafeína como otros a base de agua.

– Media hora… El tiempo de rebobinar el film y de husmear un poco para preparar su puesta en escena. Unos asesinos a sangre fría, que no se dejan dominar por el pánico.

Lucie se sumó a sus reflexiones.

– Así que Poignet no murió ahorcado, sino estrangulado.

El comandante cogió una foto del taller y señaló el suelo, en un rincón de la habitación.

– Sí, en ese lugar. Hemos encontrado gotas de sangre. Probablemente una hemorragia nasal debida a la asfixia. ¿Qué más nos dice la autopsia?

Madelin consultó sus notas.

– Cuchillo para abrir el pecho, la hoja poco importa, lo que es seguro es que era cortante. Según el forense, la enucleación es muy… profesional. Leo: «obertura circular de la membrana translúcida que recubre el ojo, sección de los músculos oculomotores y del nervio óptico, y finalmente, extracción del globo ocular». No estamos lejos de una operación quirúrgica.

El comandante asintió.

– Coincide con los datos que comienzo a recibir de Rouen. Los cráneos de los cinco cadáveres, serrados de manera profesional… Eso refuerza la teoría de que se trata de los mismos asesinos. Prosigue.

– Por lo demás… Es técnico, pero nada concluyente. Se han enviado algunas muestras a toxicología, por si acaso, pero no creo que drogaran a Poignet.

– De acuerdo. Todos leeremos el informe. Estamos a la espera de la comisión rogatoria internacional del juez y ya está en curso ante las autoridades belgas la solicitud para el registro en casa de Szpilman. Allí no podremos meter baza, ellos mandan y nosotros miramos, pero eso es mejor que nada… ¿Qué más? Ehh… Estamos verificando los números de teléfono canadienses que nos proporcionaste, Henebelle, para comprobar que verdaderamente es imposible cazar al interlocutor anónimo de Montréal.

Se llevó las manos a la cabeza y resopló, con la mirada puesta en sus notas escritas con rotulador sobre una pizarra que ya no era demasiado blanca. Un laberinto de flechas.

– Madelin, revisa las llamadas efectuadas o recibidas por Poignet a lo largo de las veinticuatro horas antes de su muerte. Y tú, Henebelle, ve ahí al lado. La científica ha hecho ampliaciones de los trozos de película que la víctima tenía en lugar de los ojos.

Tráete las informaciones aquí y averigua qué más tienen que contar. Huellas, pistas… Yo me acercaré a ver a los muchachos que se ocupan del vecindario, para ver si tienen algo nuevo. Esta noche lo mezclamos todo en un sombrero de copa y cruzamos los dedos. De momento, necesito cosas concretas, cosas materiales, antes de que nos veamos obligados a ponernos a pensar.

20

La imagen que Sharko se hacía de El Cairo cambiaba como los reflejos del agua en la superficie del Nilo. El taxista, un osta bilfitra -un taxista nato- que hablaba un poco de francés, le hizo circular por las callejuelas de la ciudad. El pueblo egipcio vivía en la calle, entre la efervescencia y la despreocupación. Cada momento del día era un pretexto para la comunicación. Los carniceros cortaban la carne en las aceras, las mujeres pelaban verduras frente a sus casas, el pan se vendía por las calles, incluso en el suelo. Sharko tenía la sensación de estar dentro de un cuadro viviente cuando, en medio de la caótica circulación, se sentía arrollado por el movimiento perfecto de una galabieh de algodón, al ritmo del paso noble de su propietario. Percibía la respiración del islam en las calles sobrecalentadas, las mezquitas ardían de belleza y, en su desmesura, dirigían los ojos hacia su dios único. No hay más dios que Dios.