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Luego apareció El Cairo copto, allí donde los jóvenes calzados con unas simples sandalias de cuero no pedían monedas ni bolígrafos, sino que ofrecían estampitas de la Virgen María. Allí donde los muros recordaban la antigua Roma, donde la Biblia parecía deshojar sus escritos apergaminados. Callejuelas de color ocre, tranquilas, en las que sólo rechinaban los granos de arena traídos por el soplo cálido del jamsin. En el corazón de la ciudad más poblada de África, Sharko se sentía por fin en paz. Solo en el mundo. Ahí abarcaba toda la ambigüedad de la ciudad.

Pagó al taxista -un tipo increíble, desbordante de anécdotas divertidas que explicar- y llamó a Leclerc para informarle de sus investigaciones. A la vez, supo de la noticia de la muerte del viejo restaurador de films y del robo de la bobina. En Francia, las cosas se movían, pero no en el sentido que hubiera deseado. La investigación adquiría proporciones apocalípticas, los cadáveres se multiplicaban y el misterio se ensombrecía.

Se reunió con Nahed, que le esperaba frente a la iglesia de Santa Bárbara. La joven vestía con gran elegancia, un vestido fino y plisado de colores pastel. Debía de ser de lino. Tenía los ojos muy maquillados y sobre sus hombros caían los extremos de una tela ligera, como una capa. Sharko se acercó a ella señalando la iglesia con un gesto de cabeza.

– ¿Es ése el corazón de su ciudad que evocaba en el coche de Lebrun?

– ¿Le gusta?

– Me sorprende.

Nahed descubrió su dentadura impecable. Sharko tuvo que reconocer que cualquier hombre hubiera deseado perderse en su compañía en el dédalo de la capital. Y aquella tarde, él era uno de ellos.

– Cada barrio de El Cairo es una pequeña ciudad tranquila. Un espacio con sus códigos y sus tradiciones. Quería que se diera cuenta.

Unió las manos ante ella, tímidamente.

– Mi coche está un poco más lejos, y tengo lo que le interesa.

– ¿La dirección de Abdelaal?

– Mahmud vivía solo, justo al lado de su hermano, en el otro extremo de la calle Talaat Harb. El hermano se llama Atef Abdelaal y sigue viviendo en el mismo lugar.

– Talaat Harb… ¿No es ahí donde nos había citado Lebrun?

– Efectivamente. Talaat Harb es una calle de la Belle Époque, llena de historia y de nostalgia. Su homólogo probablemente quería anotarse un tanto. Tuve ocasión de verle, después de que nos marcháramos de la comisaría. Se ha tomado bastante bien su renuncia.

– Mejor. Le estoy muy agradecido.

Hablaron, y pasaron junto al cementerio copto. Nahed explicó que su padre, periodista en el diario Le Caire, quedó inválido de una pierna a consecuencia de un enfrentamiento entre los coptos y los musulmanes en 1981. Su madre, de origen francés, había vivido en París antes de abandonarlo todo para incorporarse a la misión de los dominicos de la ciudad. Nahed nació en el barrio modesto en el que sus padres se conocieron y nunca había salido del país. Había ido a escuelas con refuerzo de francés para estudiar esa lengua en la universidad, con profesores incompetentes que la hablaban peor que ella. Acabó trabajando en la embajada de Francia gracias al apoyo del dueño de un periódico, un egipcio influyente. Su salario era bajo, pero no se quejaba. Allí, un trabajo -honesto, precisó insistiendo en la palabra- no permitía escapar de la miseria profunda, tenaz, de Egipto, pero la atenuaba y permitía hacerse ilusiones.

Le invitó a sentarse en un auténtico Peugeot 504, aparcado en el límite de El Cairo copto, cerca de la mezquita de Amr. Remontaron la orilla derecha del Nilo por la calle Kurnisch. La luz del cielo se debilitaba. Los minaretes de las mezquitas lejanas, los barcos en los que se iluminaban los auama. La gente paseaba en familia y compraba habas amarillas al limón. Sharko sentía la fuerza del río y la necesidad del pueblo de rendirle homenaje.

Siguieron hablando. Cuando Nahed le pidió que le hablara de su mujer, Sharko apoyó su ceja contra el cristal, la mirada fija en las suaves olas, y únicamente le confió que echaba de menos a su esposa y a su hija, y que ya no volvería a verlas nunca más fuera de sus sueños. No volvió a abrir la boca. ¿Por qué debería hacerlo? ¿Qué podía explicar? ¿Que no había noche en la que su ausencia no le ahogara hasta el punto de despertarle, casi asfixiado? ¿Que su oficio había destruido la vida de los suyos y le arrastraba lento pero seguro hacia los abismos de una vejez sin sol? No, no, no había nada que explicar. Allí no, en aquel momento no. No a ella.

Al cabo de unos diez minutos llegaron a la calle Talaat Harb. Tiendas de ropa por todas partes, bares, cines con nombres franceses, viejos edificios de aspecto hausmanniano, con sus columnas y sus ventanales decorados con estatuas de estilo griego que recordaban que, a principios del siglo XX, la élite egipcia trató de convertir el centro de la ciudad en un barrio europeo. Casi lo había conseguido. Los paseantes deambulaban en hordas desorganizadas. Americanos, franceses, italianos. Nahed encontró aparcamiento en una calle vecina y un instante más tarde le dio una propina al conserje del edificio, simplemente porque les había abierto las puertas. El baou ab de barba teñida con henna, de aspecto miserable, con unas zapatillas agujereadas, hacía de portero, limpiador de coches, recadero y contrastaba terriblemente con el distinguido interior del lugar. Un edificio de ricos, parecía, resplandeciente de grandeza.

Una vez sola con Sharko en el ascensor, la joven se cubrió la cabeza y el rostro con el velo. Se transformó en una enigmática seductora, llena de secretos. Sólo podían verse sus ojos, verdaderas joyas, mientras su boca, sugerida tras la transparencia del tejido, decía con voz pura:

– Sería una lástima que Atef Abdelaal se molestara por cuestiones de religión.

Sharko estaba subyugado, casi hechizado.

– ¿Cómo sabe que es musulmán?

– Hay más posibilidades de que lo sea que de lo contrario.

– ¿Qué sabe de él?

– En los archivos de la embajada no hay gran cosa. Era vendedor, y hoy cuenta con dos talleres de artesanos camiseros, un negocio boyante que emprendió un año después de la muerte de su hermano. Fabrica trajes que vende al por mayor a las tiendas de Alejandría. Él y su hermano fallecido eran originarios del Alto Egipto, de padres pobres procedentes del campo. Emigraron a El Cairo en la adolescencia, con un tío suyo.

Nahed llamó a una puerta y se abrió otra, tras la que apareció el rostro agrietado de una vieja. La joven habló con ella antes de dirigirse al comisario.

– Su vecina dice que está en el terrado, a esta hora siempre se toma el té allí arriba antes de la oración de la tarde. Le reconoceremos porque lee Al Ahram, un diario independiente.

Al llegar al terrado, Sharko se quedó estupefacto. Había gente que vivía en aquella terraza del edificio, en el exterior y en minúsculas cabañas de hierro. Unos farolillos multicolores suspendidos de cables bailaban como las velas de las falúas. Había gente sentada en sillones o tumbada sobre colchones, al raso. Aquí y allá los televisores encendidos centelleaban en la noche. Parecía una especie de hormiguero luminoso al aire libre, aplastado por la precariedad. Nahed se acercó a su oído.

– Antaño, la flor y nata de la sociedad vivía en estos edificios de la calle Talaat. Terratenientes, pachás, ministros. Esas cabañas eran utilizadas para almacenar alimentos, para lavar la ropa o para alojar a los perros. Tras la revolución de 1952, todo cambió.

Hoy, los sufragi, los antiguos criados de aquella época, se han instalado en los locales del edificio y alquilan esas cabañas a los pobres.

Era difícil de creer, pero aquella gente vivía realmente en unas pequeñas cabañas de menos de cinco metros cuadrados, en mitad de la calle más comercial de El Cairo. La miseria no estaba a ras de suelo ni en el metro, como en París, sino sobre los tejados. Nahed señaló con el índice hacia el fondo de la terraza.