– Está allí…
Unas miradas desconfiadas se volvieron hacia él. Unos hombres tensos, con los ojos inyectados en sangre, preparaban el «carbón», una piedra de opio que calentaban para colocársela bajo la lengua, mientras otros fumaban muasel mezclado con hachís en viejas pipas de agua. Unos niños jugaban al dominó y otros estudiaban; las mujeres cocinaban. Sharko y Nahed abordaron a Atef Abdelaal, sentado en una silla de mimbre frente a la calle Talaat Harb. Vestía un traje bien cortado y zapatos relucientes. Cabello engominado y peinado hacia atrás, unos cuarenta y cinco años. Su taza de té humeante reposaba sobre la barandilla de piedra blanca. No se puso en pie para saludarles y les espetó un par de palabras secas, que Sharko no comprendió. Nahed le replicó con un largo discurso en árabe, en el que expuso la situación. Dijo que el hombre a quien acompañaba era comisario de policía francés y que quería hacerle algunas preguntas acerca de su hermano y de un antiguo caso criminal que presentaba similitudes con una investigación en curso.
Atef dobló cuidadosamente el periódico sobre sus rodillas, observó a Nahed de la cabeza a los pies y comenzó a desgranar lentamente un rosario de ámbar. De nuevo la traductora tuvo que actuar como mediadora entre los dos hombres.
– No quiere hablar de su hermano.
– Dígale que justo antes de morir, Mahmud trabajaba en un caso de asesinatos. Tres muchachas asesinadas cuatro meses antes de su propia muerte. Pregúntele si estaba al corriente.
Atef guardó silencio unos instantes antes de hablar.
– Quiere ver su identificación de policía.
Sharko se la mostró. Atef la observó atentamente y recorrió con su índice los colores de la bandera francesa, antes de devolvérsela al comisario. Luego volvió a hablar.
– Dice que su hermano era muy reservado. No hablaba de sus casos. Por ese motivo Atef nunca sospechó que perteneciera a redes extremistas.
Sharko dejó que su mirada errara entre las luces de la ciudad. Por fin el aire se depuraba y los egipcios volvían a sus calles, a sus raíces, a la tranquilidad de sus mezquitas y de sus iglesias.
– ¿En algunas ocasiones llevaba consigo informes o expedientes? Ustedes eran vecinos, vivían uno al lado del otro, ¿trabajaba a veces en su apartamento?
– Dice que no.
– ¿Conoce a Hasán Nuredín? ¿Ha ido a verle a su casa?
– De nuevo, no… Por sus respuestas, diría que no sabe nada.
Sharko sacó de su bolsillo la foto de una de las víctimas y la plantó ante la mirada del egipcio. Nahed le dirigió una mirada sulfurada al darse cuenta de que había debido de robarla en comisaría mientras ella había ido a por unos vasos de agua.
– ¿Y ella? -gruñó el policía-. ¿Tampoco le dice nada? No me dirá que su hermano jamás le mostró el rostro de esta joven.
Atef apartó la mirada de los ojos de color miel de la muchacha y se mordisqueó los labios. Se alzó y dio al comisario un empujón en el pecho.
– Izhab mine huna! Izhab mine huna! Sauf atacilu bil churta!
Miró a Nahed y sacó su móvil. Algunos de los presentes en el terrado dirigieron sus miradas hacia ellos.
– Nos ordena que nos marchemos o llamará a la policía. Déjelo, no sacaremos nada de él.
El policía dudó, no quería soltar la presa. La reacción violenta del árabe tal vez ocultara otra cosa. Atef volvió a empujarle, agresivo.
– Izhab mine huna!
Sharko tenía ganas de arrearle un puñetazo en la cara, pero los hombres del terrado se habían puesto en pie y se aproximaban peligrosamente. Eran unos cabilios de huesos finos y rasgos nervudos. El ambiente se caldeaba. Sharko, que se había vuelto hacia los potenciales agresores, sintió de pronto una mano en el bolsillo trasero de su pantalón. Su mirada se cruzó en aquel momento con la de Atef. En una fracción de segundo comprendió que el hombre le había metido algo en el bolsillo y le pedía que guardara silencio.
Sharko cogió de la mano a Nahed.
– ¡Vámonos!
Les costó trabajo abrirse camino entre codazos y empujones, y los ojos taladrados por el opio se oscurecían. Murmullos de «chisss, chisss» surcaban el aire. Descendieron rápidamente las escaleras. Nahed le dijo tajante:
– ¡No debería haber robado esa foto! ¿Cuántas más tiene?
– Algunas.
– Puede estar seguro de que Nuredín lo descubrirá e informará a la embajada. ¿Dónde tiene la cabeza?
– Vamos, siga.
Nahed avanzaba delante de él. Sharko rebuscó en el bolsillo y halló un papel. Mientras seguía caminando, desdobló discretamente el pedazo de página de periódico y leyó el texto escrito en francés: «Cairo Bar, barrio Tewfikieh, dentro de una hora. Que no le vean. Ella le vigila».
Lo guardó inmediatamente y escrutó a Nahed, decepcionado. Vestida con su ropa fina, al bajar las escaleras oscilaba de una manera maravillosa. Y le traicionaba. Al llegar a la calle y empezar a recorrerla, la joven se quitó el velo, que dejó caer sobre los hombros. Sharko la observó.
– Es muy curioso. Sin el velo le cambia completamente el rostro. La criatura misteriosa, ambigua, recupera de repente la tez clara de la mujer moderna. ¿Cuántas personalidades se ocultan en usted, Nahed?
– Sólo una, comisario…
Pareció sonrojarse y pensó qué decir.
– Y ahora, ¿qué hacemos?
Sharko descubría cada vez más su juego. Gracias a la nota de Atef, todo parecía mucho más claro. La decisión de Nahed de ayudarle a pesar del riesgo de que su superior se enojara. La dirección y los detalles de Mahmud Abdelaal que había logrado obtener… Le aflojaban la correa pero le vigilaban. De momento, decidió actuar con tranquilidad, ya tendría tiempo de interrogarla más adelante.
– Creo que volveré al hotel, me ducharé y me acostaré. Desde que me he levantado en Francia esta mañana han pasado muchas cosas.
– Ni siquiera ha cenado. Le invito a un restaurante típico de Mohandesín, a orillas del Nilo. Sirven un pescado excelente y vino suizo, no vino francés.
Quería retenerle tanto tiempo como fuera posible. Sharko llegó a pensar que sin duda le había traducido algunas palabras erróneas en el terrado, e incluso en comisaría. Como Hasán Nuredín, ella jugaba en casa y él no podía hacer absolutamente nada. ¿Quién estaba detrás de aquello? ¿La policía? ¿La embajada? ¿En qué avispero se había metido?
– Me encantaría, pero no tengo hambre, gracias… Demasiado calor, demasiado cansancio, demasiadas picadas de mosquitos.
Sacó un mapa que había obtenido en el hotel.
– Podré volver al hotel solo, está justo aquí detrás.
Podemos vernos mañana a las diez frente a la comisaría, ¿de acuerdo? En realidad, no hay prisa. Las puertas se cierran una tras otra, y ya tengo claro que volveré con las manos vacías. Este caso no es el mío.
Ella bajó la mirada, aparentemente apenada. Sharko tenía ganas de tirarle de la lengua. ¡Menuda farsante!
– De acuerdo -concedió ella-. Hasta mañana…
Y antes de que él se marchara, añadió:
– Ese cerdo de Nuredín nunca ha puesto sus manos sobre mi cuerpo. Y nunca lo logrará.
Sus caminos se separaron. Sharko dejó que se alejara y vio cómo se volvía, varias veces. Aquello confirmaba sus dudas. Entonces se encaminó lentamente hacia la calle Zaruat, perpendicular a la calle Mohamed Farid. Pero nada más desviarse, desapareció corriendo por una calle tomada al azar.
El perrito bueno acababa de librarse de la correa.
Ahora, El Cairo y su noche ardiente le pertenecían.
Sintió una satisfacción sin límites.
21
En el departamento informático de la policía científica, a dos pasos de la brigada, Lucie sostenía en sus manos las ampliaciones de los fotogramas de película hallados en el lugar antes ocupado por los ojos de Claude Poignet. Dos superficies de papel satinado, de grano sucio, en blanco y negro. Las imágenes eran prácticamente idénticas. Se veía, en una posición un poco torcida, como si la cámara se hubiera caído, el bajo de un pantalón vaquero y una punta de zapato que Lucie no había percibido la primera vez. El fondo estaba sumido en la penumbra, pero se adivinaban las patas de una mesa y una pared. El suelo era de madera.