– Para evitar que meta la nariz donde no debe. Devuélvame el papel que le di en el terrado. No quiero dejar ningún rastro de nuestro encuentro en este bar.
Sharko se lo entregó y con un gesto de cabeza señaló a los rostros hundidos en la penumbra.
– ¿Y esos que nos rodean? Nos han visto juntos.
– Aquí estamos al margen de la ley y de las reglas sociales. Nos conocemos por nombres de mujer, tenemos nuestros códigos, nuestro lenguaje. El único objeto de nuestros encuentros es la uasla, la relación homosexual entre kudiana, los pasivos, y bargal, los activos. Siempre negaremos haber visto a uno de los nuestros aquí, pase lo que pase. Son las reglas.
Sharko tenía la sensación de hundirse en las entrañas secretas y desconocidas de la ciudad, al ritmo de la noche.
– Explíqueme con mayor detalle el motivo de su visita a Egipto -dijo Atef.
Sharko contó la historia a grandes rasgos, sin desvelar los elementos confidenciales del caso. Habló sin entrar en detalles de los cadáveres descubiertos en Francia, de las semejanzas con el modus operandi que se usó con las jóvenes víctimas egipcias, del telegrama enviado por su hermano. Atef adquirió el aspecto sombrío de un yin. Su mirada se había enturbiado.
– ¿Cree realmente que esas dos historias tan alejadas en el tiempo y el espacio están relacionadas? ¿Qué pruebas tiene?
– No puedo decirle nada, pero noto que me ocultan cosas, que en el informe faltan documentos. Estoy atado de pies y manos.
– ¿Cuándo se marcha?
– Mañana por la tarde… Pero le aseguro que si hace falta volveré como turista, daré con las familias de esas pobres muchachas y las interrogaré.
– Es usted testarudo. ¿Por qué le interesa la suerte que corrieron unas miserables egipcias asesinadas hace tanto tiempo?
– Porque soy policía. Porque el paso del tiempo no debe apagar la ira que provoca un crimen.
– Bellas palabras para un justiciero.
– Soy sólo padre y marido. Y me gusta ir hasta el final de las cosas.
La camarera les sirvió dos cervezas de importación y unos mezés calientes. Atef invitó a Sharko a que se sirviera y habló en voz queda.
– Está atado de pies y manos porque todo el sistema policial egipcio está corrompido. En sus filas recluían a pobres e ignorantes, la mayoría de los cuales vienen del campo o del Alto Egipto, para que no se opongan al sistema. Les dan apenas para comer para que ellos mismos se vean obligados a corromperse. Proporcionan documentación falsa a cambio de dinero y chantajean a los taxistas y a los dueños de restaurantes, amenazándoles con quitarles las licencias. De El Cairo a Asuán, por todas partes se habla de violencia policial. Hace sólo unos años, nos condenaban por homosexualidad. Nos pudríamos en sus calabozos, se lo aseguro. Con menos de trescientas libras al mes para vivir, treinta de sus euros, se acomodan al sistema. La mitad de los policías de este país ignoran por qué hacen lo que hacen. Si les dicen que repriman, reprimen. Pero mi hermano no era de esa cuerda. Tenía los valores de los hombres del Saïd. Orgullo, respeto.
Atef sacó una foto de su cartera y se la tendió a Sharko. En ella se veía a un hombre erguido, joven, robusto, vestido de uniforme. Irradiaba la belleza orgullosa de los pueblos del desierto.
– Mahmud siempre soñó con ser policía. Antes de su admisión, se inscribió en la Casa de la Juventud de Abdín para hacer musculación, quería estar en forma para las pruebas de gimnasia de la academia de policía. Obtuvo un ochenta sobre cien en el examen de bachillerato. Era brillante. Y lo logró, sin dinero, sin sobornos. Nunca fue extremista, no tenía nada que ver con esa gangrena. Fue un montaje para hacerle desaparecer.
Sharko puso delicadamente la fotografía sobre la mesa.
– ¿Un montaje de la policía, dice?
– Sí, de ese hijo de perra de Nuredín.
– ¿Por qué?
– Nunca he sabido el porqué. Hasta hoy, cuando, gracias a usted, he comprendido que todo estaba relacionado con esa famosa investigación. Aquellas muchachas asesinadas de una manera salvaje…
Atef miraba al vacío, hacia su lata de cerveza. Con aquel maquillaje, desprendía una sensualidad muy femenina.
– Mahmud se metió a fondo en esa historia. Se llevaba a su apartamento los informes, las fotos, sus apuntes y notas personales. Me dijo que el caso fue archivado rápidamente y que sus superiores le habían asignado otro caso. Aquí, investigar mucho tiempo la muerte de una pobre gente no da dinero, ¿me entiende?
– Sí, comienzo a comprenderle.
– Pero Mahmud seguía investigando, discretamente. Cuando la policía registró su apartamento, después del hallazgo de su cuerpo carbonizado, se lo llevó todo. Y ahora me dice usted que todo ese material ya no existe. Alguien tenía interés en que desaparecieran.
Al menor ruido, Atef observaba a su alrededor. El humo de las chichas enturbiaba los rostros, ensombrecía los gestos atrevidos. Salieron unos hombres. A aquel lugar se entraba solo y se salía en pareja para una noche movida.
Sharko bebió un trago de cerveza. El ambiente era el fiel reflejo de la situación: tenso.
– Y su hermano, ¿le contó alguna cosa? ¿Algún detalle? ¿Había puntos en común entre las muchachas asesinadas?
El árabe sacudió la cabeza.
– Fue hace mucho tiempo, comisario. Y contándome tan poco tampoco me ayuda mucho.
– En ese caso, le refrescaré la memoria.
Sharko extendió las fotos de las víctimas sobre la mesa. Esa vez, explicó exactamente lo que Nahed le tradujo en el despacho sin aire acondicionado de la comisaría. El descubrimiento de los cadáveres, los elementos precisos del informe de la autopsia. Atef escuchaba atentamente, y ni tocaba su bebida o los mezés.
– Ezbet El Nagl, el barrio de los traperos… -repitió-. Ahora que lo dice, sí, creo que mi hermano fue allí en el curso de la investigación. Luego Chubra… Chubra… Las fábricas de cemento. Todo eso lo recuerdo vagamente.
Cerró los ojos unos segundos, volvió a abrirlos, cogió una de las fotos y la observó detenidamente.
– Creo que mi hermano estaba convencido de que había alguna relación entre las tres muchachas. Los crímenes estaban demasiado cerca uno del otro en el tiempo y eran demasiado similares para que el asesino hubiera actuado al azar. El asesino por fuerza tenía que tener un plan, una ruta trazada.
A Sharko se le había hecho un nudo en la garganta que le asfixiaba cada vez más. Mahmud había sentido al asesino, había actuado como era debido, partiendo del principio de que un asesino rara vez actúa al azar. Un verdadero investigador a la europea, sin duda el único en aquella gigantesca ciudad.
– ¿Qué plan?
– Lo ignoro. Mi hermano no me explicaba demasiadas cosas, a mí, ya que… a mí no me gustaba lo que hacía. Pero sé a quién pudo contarle más cosas.
– ¿A quién?
– A mi tío, el que nos sacó de la miseria, hace mucho tiempo. Ambos estaban muy unidos y se explicaban muchas cosas.
A sus espaldas, circulaban las botellas de alcohol y el ambiente se iba caldeando. Las manos se acercaban, los dedos acariciaban las muñecas para insinuar el deseo. Sharko se inclinó por encima de la mesa:
– Vamos a ver a su tío.
Atef dudó un buen rato.
– Quiero ayudarle, en memoria de mi hermano, pero iré solo. Prefiero ser prudente y no pasearme con usted por todas partes. Veámonos mañana, frente a la ciudadela de Saladino que domina la ciudad de los muertos, una hora y media después de la llamada a la oración. A las seis de la mañana, al pie del minarete de la izquierda. Allí estaré y le llevaré noticias.
Atef bebió la mitad de su cerveza.
– Me quedo un rato más. Ahora, váyase. Y, sobre todo…
Sharko cogió finalmente su vaso de whisky y lo vació de un trago.