– Lo sé, ni una palabra. Hasta mañana.
Una vez fuera, el policía se perdió expresamente por las calles de El Cairo, llevado por las riadas humanas, los colores y los olores.
Puede que tuviera una pista.
La temperatura había descendido unos diez grados. Al policía no le apetecía regresar solo a su pequeña habitación y enfrentarse al interior de su cabeza. La ciudad le arrastraba, le guiaba en sus torbellinos de misterios. Descubrió cafés singulares entre dos edificios, fumaderos de narguiles iluminados por farolillos entre los que se movían los portadores de brasa, se cruzó con vendedores ambulantes de carteras de escay y pañuelos de papel, se sumergió en ambientes cuya existencia ni siquiera hubiera podido imaginar. Fumó y bebió sin preocuparse por el agua con la que habrían preparado el té, sin temer la turista, la terrible diarrea. En algún lugar de El Cairo islamista, llevado por la ebriedad, asistió a la muerte de tres novillos, degollados en plena calle, que unos carniceros despedazaron antes de embalar los trozos en bolsas para su distribución. En plena noche, aparecieron olas humanas de pobres, de niños descalzos, de mujeres cubiertas con velos negros, ante un hombre rico vestido con traje que les distribuía panfletos políticos. La distribución de esas bolsas de carne con propaganda política provocaba gritos y codazos. La ciudad entera vibraba como un solo hombre.
En plena euforia, Sharko sintió de repente que el corazón le daba un vuelco y entrecerró los ojos. Allá al fondo, apartado de la masa, un hombre, oculto en la oscuridad, con bigote y un sombrero que parecía una boina.
Hasán Nuredín.
El hombre dio un paso hacia un lado y desapareció en una calle.
El francés trató de abrirse paso en su dirección, pero la riada humana le hizo tambalearse. Apartó la masa de gente a la fuerza y se puso a correr tras atravesar la marea de brazos. Cuando logró llegar, el inspector principal había desaparecido. Siguió avanzando por callejuelas desiertas, giró a un lado y a otro, hasta detenerse por fin, solo entre viviendas silenciosas.
Le seguían. Incluso allí. ¿Qué significaba aquello?
¿Y si sólo lo había soñado? ¿Y si aquella silueta no había sido más que una visión, como Eugénie?
Sharko dio media vuelta. Allí, el aire parecía helado. Aquel silencio, aquella oscuridad, la negrura de las fachadas. Aceleró y por fin llegó a la agitada calle mayor. Más allá, los murmullos se intensificaban, los inimitables cantos de las mujeres surcaban el aire, al ritmo de las castañuelas que repiqueteaban y de los tambores tabla. Sharko se hallaba en Egipto, y descubría a unas gentes tan sencillas que en la mesa bebían de un solo vaso, que vivían en la calle y cocinaban el pan sobre la acera.
Pero, en medio de aquella algarabía, un monstruo había atacado.
Un Gul sanguinario, que había ido de barrio en barrio para extender las tinieblas.
Fue más de quince años antes.
Solo en la habitación 16, que daba a la calle Mohamed Farid, envuelto a la egipcia en sus sábanas a causa de los mosquitos, Sharko aplastó sus orejas con las manos. Eugénie lanzaba salsa de cóctel contra las paredes mientras discutía con él. No quería más cadáveres, ni horrores, lloraba y se tiraba de los cabellos con gritos estridentes. Y en cuanto Sharko se hundía, muerto de cansancio, ella daba palmadas, y él volvía a sobresaltarse de nuevo.
– Todos esos te vigilan. Nos espían, querido Franck, por la ventana y por la cerradura. Nos siguen, husmean nuestro olor. Tenemos que regresar a casa antes de que nos hagan daño. ¿Quieres que me torturen como a Éloïse y a Suzanne? Acuérdate de Suzanne, desnuda, el vientre muy redondo, atada sobre una mesa de madera. Sus gritos, te suplicaba, Franck… ¿Por qué no estuviste allí para salvarla? ¿Por qué, querido Franck?
El área de Wernicke del cerebro de Sharko palpitaba. Se puso en pie y echó un vistazo a la calle. Vio las coronillas de las cabezas, los vestidos blancos que oscilaban en el aire espeso. No había ni rastro del poli con estrellas. Acto seguido, comprobó que la puerta y las persianas estuvieran bien cerradas. La paranoia seguía allí, se incrustaba en su carne, y Eugénie todavía se negaba a marcharse. Extenuado, el policía esquizofrénico se precipitó hacia el pequeño frigorífico, cogió todos los cubitos de hielo y los arrojó a la bañera. Encerrado en el cuarto de baño, dejó correr el agua fría y se sumergió, conteniendo la respiración, con el cuerpo helado. Los altos bordes de esmalte dibujaron unas murallas familiares que le tranquilizaron. Pareció que el mundo se concentraba sobre su cuerpo y que, a su alrededor, todo quedaba reducido a nada.
Acabó por dormirse en la bañera vacía, acurrucado y tembloroso como un perro viejo, solo, muy lejos de su hogar, con sus fantasmas interiores. Sostenía contra el torso la locomotora Ova Hornby a escala 0, con su vagoneta negra para el carbón y la leña.
Una lágrima le corrió por la mejilla.
23
El Ring de Bruselas, su vía de circunvalación, permanentemente embotellado, se aligeraba de los últimos trabajadores en la periferia de la ciudad. Debido al fuerte calor de aquellos días, y a pesar de las numerosas medidas contra la contaminación, el cielo estaba empañado por un velo amarillento. Provistos de sus GPS, Lucie y su comandante llegaron sin problema a la clínica universitaria Saint-Luc, situada en las afueras de la capital belga, en una zona boscosa y con unos edificios de arquitectura lineal y cuidada que causaban una impresión de paz y a la par de fuerza. Por lo que Kashmareck había comprendido, la clínica, además de su función de hospital, asumía misiones altamente especializadas, apoyada por una infraestructura tecnológica puntera. Entre otros proyectos, se ocupaba de actividades de neuromarketing. A grandes rasgos, se trataba de comprender mejor los comportamientos de los consumidores gracias a la identificación de los mecanismos cerebrales que intervienen en el momento de efectuar una compra.
Georges Beckers esperaba a los policías en el departamento de imagen médica, en el sótano del hospital universitario. El hombre, bajito y abotagado, tenía un rostro jovial, con un collar de barba rubia y unas mejillas rollizas. Nada dejaba adivinar que era una eminencia en el terreno de la neuroimagen cerebral, si es que puede decirse que exista un arquetipo de algo así. Les explicó brevemente que, una vez finalizadas las consultas médicas, en el departamento se permitía que los escáneres fueran utilizados con fines comerciales a cambio de una contraprestación económica. Ésa era una actividad prohibida en territorio francés.
Mientras recorrían los pasillos, el comandante de policía preguntó acerca del caso:
– ¿Cuándo conoció a Claude Poignet?
Beckers respondió con un marcado acento belga:
– Hará unos diez años, en un coloquio en Bruselas acerca de la evolución de la imagen desde el siglo de las luces. A Claude le interesaba mucho la manera en que la imagen se transmite a través de las generaciones, a través del libro ilustrado, el cine, la fotografía o la memoria colectiva. Yo asistía por la ciencia y él por el cine. Enseguida simpatizamos. Es horrible lo que le han hecho…
Los dos policías asintieron.
– ¿Se veían a menudo?
– Diría que dos o tres veces al año. Pero nos comunicábamos a menudo a través del correo electrónico o por teléfono. Seguía con gran interés mis trabajos sobre el cerebro y me enseñó muchas cosas sobre cine.
Al final del pasillo se detuvieron junto a unos grandes cristales. Al otro lado reposaba un cilindro, situado en el centro de una sala blanca. Frente al escáner había una especie de mesa sobre raíles con un aro para sostener la cabeza.
– Este escáner es una de las máquinas más avanzadas que existen. Tres teslas de campo magnético, obtención de una imagen del cerebro cada medio segundo, un sistema de análisis estadístico muy potente… ¿Tiene usted claustrofobia, comandante?