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– Si observamos esta imagen tal cual, ¿qué vemos? Una chiquilla, sentada en la hierba, mientras le hace mimos a un gatito. Alrededor están esa niebla y esas largas manchas oscuras de color sólido, a los lados y en el cielo. Si ignoráramos que hay que encontrar alguna cosa, las pasaríamos por alto. Es lo que le sucedió a Claude, que se centró únicamente en las imágenes añadidas, franca y claramente diferenciadas de las del film.

Lucie se aproximó y frunció el ceño.

– Ahora que me fijo, diríase que hay… unos rostros, al fondo de la niebla. Y… y en todas las zonas oscuras alrededor de la imagen.

– Son rostros, sí. Un montón de rostros de niñas…

La escena era extraña, los rostros apenas sugeridos rodeaban a la chiquilla, como súcubos malignos. A medida que el ojo de Lucie se iba acostumbrando, podía ver cada vez más detalles. Unos pies pequeños calzados con zapatillas, unos uniformes, como pijamas de hospital, un suelo liso de linóleo. Un mundo paralelo, sugerido, se dibujaba lentamente. A Lucie le vinieron a la cabeza las ilusiones ópticas. La imagen de un jarrón, por ejemplo, que te piden que mires durante un minuto y al cabo de un rato se distingue en ella a una pareja haciendo el amor.

En el menú, Beckers seleccionó la opción «contraste y luminosidad» y abrió un cuadro de diálogo desde el que podía ajustar los parámetros.

– Supongamos que nos hallamos en 1955, en plena sala de proyección, y que añadimos un filtro sobre el objetivo de la máquina que proyecta el film. Un filtro que mejorará el contraste. Luego aumentamos también la luminosidad. Represento esas manipulaciones aplicando diversos valores que ya he probado. Y ahora, miren…

Aceptó la orden y sobre la imagen ocurrió algo curioso. La imagen que antes era invisible adquiría protagonismo, en detrimento de la escena evidente, mostrada en el film, que se borraba en la blancura de la luz.

– A causa de la luminosidad incrementada, la imagen principal, la chiquilla acariciando al gato, queda sobreexpuesta, se vuelve muy blanquecina. Y por el contrario, la imagen situada en los rincones oscuros, subexpuesta inicialmente, adquiere toda su dimensión.

Las dos imágenes mezcladas producían un efecto extraño, pero entonces podía verse claramente a varias niñas en pie, alrededor de unos conejos apelotonados en un rincón.

Lucie tragó saliva sonoramente. Era eso: los conejos y las niñas. Por teléfono, el canadiense había dicho que todo se inició con eso.

Kashmareck se frotaba la frente.

– Es sorprendente. ¿Cómo pudo el realizador hacer algo semejante?

– Para mí es difícil explicar esa técnica con precisión pero creo que, principalmente, jugó con la sobreimpresión mediante un juego de máscaras adaptables al objetivo de su cámara. Hay un principio fundamental con cualquier película, ya sea fotográfica o cinematográfica: se puede impresionar en ella hasta que se le aplica el fijador en el cuarto oscuro. En resumen, podemos decir que se pueden filmar diversos films en la misma película, basta con rebobinarla sin abrir la cámara oscura. Si se hace sin ton ni son, todo se mezcla de una manera espantosa y no se puede ver nada, pero con habilidad técnica, experiencia y conocimiento de la luz, de los planos y del encuadre se pueden conseguir resultados fantásticos. Claude Poignet admiraba la obra de Méliès. Me explicó que el cineasta había llegado a utilizar hasta nueve sobreimpresiones sucesivas para lograr determinados efectos especiales. Un trabajo de mago y a la vez de orfebre. No cabe duda de que este film es de la misma índole, y que el talento de su realizador es digno de Méliès.

Precavida, Lucie analizaba los rostros que aparecían en la pantalla. Unas niñas de siete u ocho años, de rasgos severos, con la boca cerrada. Ninguna de ellas reía; al contrario, parecían presas de verdadero pánico. ¿Qué temían?

Su corazón dio un vuelco. Acercó el índice a la pantalla.

– Ésa, ligeramente al frente, parece la chiquilla del columpio.

– Es ella.

La habitación en la que se hallaban las criaturas parecía muy pequeña, sin ventanas. Beckers se frotó sus labios carnosos con un suspiro.

– Nuestro cineasta no sólo quería ocultar imágenes extrañas en su film… quería disimular en él otro film, diferente, totalmente disparatado. Una monstruosidad.

– ¿Un film dentro de un film que ningún ojo podría descubrir?

– Sí. Un flujo directo inyectado en el cerebro, sin la menor censura consciente. Sin posibilidad de apartar la vista. Observen atentamente.

Hizo desfilar lentamente las cincuenta imágenes sucesivas que, en realidad, constituían un segundo del film.

– Las imágenes sobreimpresas sólo aparecen cada diez imágenes, lo que da cinco imágenes sobreimpresionadas, espaciadas por dos décimas de segundo, por cada segundo de proyección. Frente al total de imágenes son muy pocas para que el ojo perciba alguna cosa, pero casi suficientes para crear sensación de movimiento. Un movimiento que se imprime en el cerebro… Es el cerebro el que ve la película, y no los ojos.

Lucie trataba de comprender: sin duda eso era lo que justificaba que fueran cincuenta imágenes por segundo. El realizador pretendía insertar un máximo de imágenes ocultas sin que el ojo lo percibiera.

– Ahora, supongamos otra cosa -prosiguió Beckers-. Tenemos frente a nosotros un proyector de cine, con su filtro y su fuerte luminosidad para poder distinguir las imágenes invisibles.

Con un clic, abrió un nuevo cuadro para ajustar los parámetros de visualización de la película.

– Imaginen que ajustamos el obturador del proyector a una velocidad de cinco imágenes por segundo, como permiten la mayoría de las viejas máquinas, mientras la bobina desfila a la velocidad de cincuenta imágenes por segundo. Eso significa que las únicas imágenes proyectadas sobre la pantalla, ante nuestros ojos, son las que nos interesan, mientras las otras quedan obstruidas por el obturador rotativo.

Beckers se puso en pie y apagó las luces. Sólo palpitaban las diferentes pantallas en las que bailaban cortes del cerebro.

– La película que veremos estará entrecortada, ya que lo proyectamos a cinco imágenes por segundo mientras que la impresión de movimiento no se crea netamente más que a unas diez o doce imágenes por segundo. Sin embargo, es suficiente para… -su voz se debilitó- para comprender. Creo que el realizador comprendió algunas cosas sobre el cerebro mucho antes que cualquier otra persona…

Descansó la palma de la mano sobre el ratón y miró a sus interlocutores a los ojos. Su aspecto era grave.

– Les pido por favor que si algún día llegan a comprender el sentido de todo esto no se olviden de informarme. No quiero que esas imágenes se queden sin respuesta en mi mente hasta el fin de mis días.

El film comenzó.

Motor. Acción.

24

Sharko trataba de emerger de la bañera con dificultad cuando uno de los tres mil muecines de El Cairo llamó a los fieles a la oración del alba. La voz, potente y misteriosa, parecía descender del cielo como un oráculo. El policía recordó los altavoces, omnipresentes en las calles. Cuando el sol aún no había salido, ya la ciudad entera vibraba con las enseñanzas del Corán.

El comisario se inclinó hacia atrás, la espalda le tironeaba. Probable compresión de las vértebras L1 y L2, le había dicho un día el médico. Envejecía, válgame Dios, y dormir unas horas en una bañera, plegado en dos, ya no era aconsejable a su edad. En cuanto a las picaduras de mosquitos… Se extendían por su piel hasta el punto de que deseaba pelarla con un cuchillo. Se untó todo el cuerpo con una generosa capa de Parfenac y soltó un suspiro de alivio.

Se tragó su comprimido de Zyprexa, poco eficaz en una ciudad tan calurosa y estresante, e hizo sus maletas. El vuelo a París estaba previsto a las cinco de la tarde. Casi ni había llegado y ya tenía que marcharse. Y esperaba ansiosamente volver al «fresco» parisino, con sus 28 o 29 °C.