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Tenía suerte. En Francia, difícilmente hubiera podido escapar de un crimen semejante, con los medios técnicos y el empecinamiento de las unidades de la policía por descubrir la verdad. Pero allí… El calor, el desierto, los carroñeros y, sobre todo, unos policías incompetentes…

A pie, Sharko llegó hasta unas calles más anchas, al otro lado de la ciudadela. Por una vez, el zumbido de la circulación producía un efecto tranquilizador. Un taxi hizo sonar el claxon y Sharko levantó la mano. El taxista le miró extrañado cuando tomó asiento detrás.

– That's OK?

– That's OK…

Sharko indicó el Centro Salam, en el barrio de Ezbet El Nagl.

– Are you sure?

– Yes.

Se enjugó el rostro con un pañuelo y lo retiró cubierto de sangre y arena. A cada gesto rechinaba por todas partes, hasta los zapatos.

En un primer momento pensó en contárselo todo a Lebrun, pero luego cambió de opinión. No se imaginaba anunciando a la embajada de Francia que había matado a un hombre en legítima defensa en territorio egipcio. Nadie creería su historia, y Nuredín le tenía entre ceja y ceja. No se andarían con chiquitas y se arriesgaba a provocar un incidente diplomático o acabar en prisión. El talego egipcio no, gracias, ya había recibido una ración de torturas. Así que no tenía elección, tenía que mantener el secreto y actuar por su cuenta. Y, consecuentemente, dejar de lado la oportunidad de obtener información investigando el pasado de Atef Abdelaal.

De camino, trató de poner orden a aquella historia disparatada.

Quince años antes, un asesino con conocimientos de medicina había eliminado violentamente a tres muchachas, sin dejar rastro alguno aparente. El caso llega a un punto muerto, pero un policía egipcio puntilloso se empecina, sigue una pista y envía un telegrama a la Interpol. El asesino, o alguien en contacto con el asesino, está al corriente de ello. ¿Son policías? ¿Políticos? ¿Altos funcionarios con acceso a ese tipo de información? En resumen, esas personas deciden hacer desaparecer a Mahmud y buena parte del dossier del caso. Para actuar, utilizan al hermano del policía, que se convierte, en cierto modo, en su centinela en territorio egipcio. Aquí todo se compra con dinero. El odio que separa a los hermanos es conocido por los que mueven los hilos… Pasa el tiempo. El descubrimiento de Gravenchon alborota el gallinero y se establece, aunque tenue, la relación con Egipto. Sharko desembarca en Egipto, el árabe alerta a sus contactos, probablemente tras el encuentro en el terrado del edificio. «Alguien» le pide que indague, que trate de averiguar cuáles son los planes del policía francés. Y probablemente le dan una última orden: eliminar al policía si éste mete las narices en el caso. Para hacer caer a Sharko en la trampa y cazarlo, Abdelaal le habla de su tío, antes de tratar de liquidarlo al día siguiente.

En su interrogatorio, el árabe había mencionado el síndrome E. «¿Qué sabes del síndrome E?», le preguntó. ¿Qué se ocultaba tras aquel término bárbaro? ¿Y qué temían que se descubriera los hombres ocultos tras aquella historia?

Con un suspiro, Sharko se palpó los brazos y las mejillas. Estaba allí, y vivo. Sí, su cerebro patinaba, pero su carcasa aún tenía aceite en el motor. Y, a pesar de los pequeños michelines que se habían acomodado en su cintura y de sus huesos que a menudo se quejaban, estaba orgulloso de aquel cuerpo que nunca le había abandonado.

Hoy, había vuelto a convertirse en policía de calle.

Un fuera de la ley.

27

Los asesinos de Claude Poignet no habían podido escapar al principio de Locard, que dice: «No se puede ir y venir de un lugar, entrar y salir de una habitación sin llevar y depositar algo de uno mismo, sin llevarse o coger algo que antes estuvo en el lugar o la habitación». Nadie es infalible o invisible, ni siquiera el cabrón más redomado. En el cuarto oscuro, los técnicos de la policía científica hallaron un minúsculo pelo de pestaña rubio, así como restos de sudor alrededor del visor de una de las cámaras de dieciséis milímetros, utilizada para filmar el asesinato. Incluso una vez evaporado, el sudor había dejado células de piel descamada, descubiertas con el CrimeScoope, que permitirían llevar a cabo un análisis de ADN. Había pocas posibilidades de que el nombre del asesino se pudiera descubrir en el FNAEG [5] pero, por lo menos, contarían con un perfil genético que permitiría una comparación en caso de una futura detención.

El siguiente paso era detener e interrogar.

SRPJ de Lille. Con los ojos pesados, Lucie bebía su tercer café de la mañana, solo y sin azúcar, sentada a una mesa alrededor de la cual se habían reunido los principales investigadores implicados en el caso sabiamente denominado «Bobina mortal». El film acababa de ser proyectado en sus dos versiones. Primero la versión «oficial» y, a continuación, la versión «Niñas y conejos». Siguió la sesión de clichés de las imágenes subliminales evidentes: la mujer desnuda y luego mutilada, con aquel gran ojo negro en el vientre.

El buen humor que de costumbre imperaba en los equipos, sobre todo en aquellos meses estivales, se desvaneció enseguida. Suspiros, murmullos y rostros adustos. Unos y otros calibraban la complejidad del caso, estimaban la perversidad de los asesinos y hacían públicos sus comentarios. El comandante Kashmareck se puso al frente de sus hombres.

– Disponemos de una copia digitalizada del film, y los asesinos lo ignoran, así que les pido que esa información no se filtre. Esos individuos han matado para hacerse con la película, lo que significa que su contenido oculto debería llevarnos a alguna parte. ¿Alguna idea respecto a lo que acabamos de ver?

Se produjo un guirigay. Entre las frases pronunciadas, desde la muy constructiva «¡Es repugnante!» a «¡Esas niñas están completamente chifladas!», no hubo ninguna digna del desenlace de un episodio de Colombo. Kashmareck puso punto final a la palabrería.

– Dos cosas importantes. En primer lugar, estamos en tratos con un historiador del cine con quien la víctima, Claude Poignet, había contactado. Ese hombre había desatendido la petición del viejo restaurador pero, en cuanto supo de su fallecimiento, se puso de inmediato manos a la obra para tratar de descubrir la identidad de la actriz. Crucemos los dedos. Por nuestra parte, haremos fotocopias de esa mujer o actriz, aún quiero llamarla «actriz», y las enviaremos a todos los archivos cinematográficos, por si acaso. En segundo lugar, dentro de un minuto haré entrar a una antigua experta en psicomorfología, ahora especializada en lenguaje labial. Ella sabe cómo hacer hablar a una película muda y nos transcribirá hasta la última palabra salida de la boca de la niña. Madelin, ¿has investigado con Kodak y el laboratorio canadiense quién fabricó el film?

El pardillo lameculos abrió su cuaderno con un suspiro.

– Ya no existe, en su lugar hay un McDonald's. Pero he podido localizar a los antiguos propietarios. Están muertos.

– Vale. Morel, localiza al hijo de Szpilman y convócale aquí para tratar de hacer un retrato robot del tipo de las botas militares que estuvo en su casa. Tú, Crombez, persigue a los de la científica para que espabilen con el ADN y lo demás. Además… Tenemos la comisión rogatoria del juez internacional, registro a las dos del mediodía en el domicilio de Szpilman con los belgas. Alguien tiene que ir allí. ¿Te ocupas tú, Henebelle?

– Ok, estoy abonada a Bélgica. ¿Se ha preguntado al centro de documentación cinematográfica para saber de qué donación procedía la bobina mortal?

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[5] El Fichier National Automatisé des Empreintes Génétiques (FNAEG), creado en 1998, es una base de datos del Instituto nacional de la policía científica francés que almacena las muestras de ADN localizadas en el curso de investigaciones. (N. del t.)