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Sharko hervía en su interior. Lo que le estaban explicando superaba la capacidad de entendimiento. Una histeria colectiva… Mostró las fotos de las otras dos víctimas.

– ¿Y a ellas, las conoce? ¿Mahmud Abdelaal le habló de ellas?

– No. No me diga que…

– También fueron asesinadas, en la misma época. ¿No lo sabía?

– No…

Sharko volvió a guardar las fotos en el bolsillo. Era probable que la policía hubiera hecho todo lo posible para evitar que el caso llegara a oídos de la prensa y las masas se indignaran. Por su lado, el inspector Abdelaal fue muy profesional y prudente al proteger su información y evitar las filtraciones. Taha Abu Zeid apartó su mirada de un punto fijo y sacudió la cabeza.

– Ese episodio de locura fue muy breve, pero a Busaína le quedaron secuelas. Hubo una… una especie de ruptura de su comportamiento. Sufría episodios de agresividad regulares. Sus padres la llevaban a menudo a la consulta, porque con frecuencia se alejaba de sus compañeras, se volvía solitaria y se sentía mal. Decían que eso era propio de la adolescencia, o culpa de su entorno precario. Pero… era otra cosa.

– ¿Qué?

– Algo psicológico, que le llegó a lo más hondo de sí misma. Por desgracia, fue asesinada antes de que yo pudiera llegar a comprenderlo, y no soy psiquiatra.

– ¿Y sus camaradas?

– El episodio agresivo fue reabsorbido. Y posteriormente las otras no tuvieron problemas particulares.

Sharko suspiró largamente. Cuanto más avanzaba, más se estrellaba contra los muros. ¿Era posible que el asesino hubiera atacado a muchachas afectadas por aquella histeria colectiva? ¿Había ido a por los individuos más agresivos y en los que se habían conservado los síntomas? ¿Por qué motivo?

– ¿Ese fenómeno se dio a conocer al mundo?

– Evidentemente. Los hechos llegaron a todas las comunidades científicas que se interesan en fenómenos de sociedad y psiquiatría. Al gobierno egipcio le sería difícil ocultar un hecho de esas dimensiones. Aparecieron artículos incluso en el Washington Post o el New York Times. Puede consultar cualquier hemeroteca y lo encontrará.

Así, el asesino podría haber tenido noticia del fenómeno en cualquier lugar del mundo. Escarbando un poco, abordando a las personas adecuadas, por teléfono o de otra manera, sin duda logró llegar a disponer de la lista de las escuelas infectadas. Allí, en Ezbet El Nagl, luego en el barrio de Chubra y en el de Tora.

Poco a poco, el puzzle se iba completando. El asesino había actuado en barrios suficientemente alejados unos de los otros para que no pudiera establecerse ninguna relación entre las muchachas. ¿Por qué un año más tarde? Para distanciarse de la actualidad de la histeria, para evitar así, también, que la policía o alguna otra persona descubriera los vínculos entre las muchachas. Había procurado alejar sus crímenes de la ola de locura, y cuando Mahmud halló por fin el vínculo, le hicieron desaparecer.

Aquel caso desafiaba toda lógica. Sharko pensó en el film hallado por Henebelle en Bélgica, y también en el misterioso contacto canadiense. Las ramificaciones se extendían por el mundo como los tentáculos de un pulpo. ¿Unos extranjeros habían ido hasta allí para informarse acerca del fenómeno y buscar a las muchachas afectadas por la ola? El comisario probó suerte.

– Supongo que Abdelaal ya le hizo la pregunta, pero… ¿Recuerda que una o varias personas le interrogasen acerca del fenómeno de histeria o acerca de Busaína antes de que fuera asesinada?

– Todo es tan lejano…

– Al entrar he visto cajas de medicamentos, sacos con el símbolo de la Cruz Roja francesa. ¿Trabajan con ellos? ¿Se ve a menudo con extranjeros? ¿Vinieron por aquí franceses?

– Es curioso… Ahora recuerdo claramente al policía egipcio. Creo que se parecía a usted. Las mismas preguntas, el mismo empecinamiento.

– Sólo era alguien que quería hacer bien su trabajo.

El doctor mostró una sonrisa triste. No debía de sonreír mucho, allí.

– Esos medicamentos llegan de todas partes y no sólo de la Cruz Roja francesa. Somos una organización humanitaria egipcia dedicada al desarrollo de comunidades, al bienestar individual, a la justicia social y a la salud. Las ONG internacionales, la Media Luna Roja y, en efecto, la Cruz Roja y otras muchas organizaciones humanitarias nos proporcionan ayuda. Miles y miles de personas han pasado por aquí, venidas de todas partes. Voluntarios, visitantes, políticos o curiosos. Y creo recordar también que 1994 fue el año de la gran reunión de la red mundial para la seguridad de las inyecciones, el SIGN. Miles de investigadores y de científicos por las calles de El Cairo.

Sharko anotó la información. Quizá podía tratarse de una pista. Era fácil imaginar a un voluntario o a un trabajador de una organización humanitaria en misión en El Cairo en el momento de los asesinatos. Para esa persona hubiera podido ser fácil acceder a los hospitales y a las direcciones. Eso podía funcionar, pero remontarse quince años atrás a través de los meandros de la administración no sería precisamente un juego de niños.

Por fin todo cobraba forma. En el momento de los hechos, el policía egipcio había intuido la posibilidad de un asesino extranjero, llegado a Egipto a través de una asociación o con motivo de un congreso. Aquello explicaba el telegrama a la Interpol. Abdelaal quería asegurarse de que el asesino no hubiera actuado anteriormente en algún otro lugar del mundo. Aquel telegrama debió de disparar todas las alarmas y desencadenar su ejecución. Y aquello llevaba a pensar que alguien de la administración -policía, militar o alto funcionario-, con acceso a los datos, estaba implicado.

– Una última pregunta, doctor. Tengo los nombres de las otras dos muchachas. Sería el hombre más feliz del mundo si pudiera encontrarme los hospitales de sus barrios, llamarles y confirmarme que ellas también sufrieron la histeria.

– Eso me llevará toda la tarde y estoy muy ocupado…

– ¿No le gustaría, un día, poder darles una respuesta a las madres de esas muchachas?

Tras un silencio, el médico asintió, con los labios apretados. Sharko le dejó el número de su móvil.

– Dígame, ¿me prestaría su libro sobre la histeria colectiva? Se lo devolveré desde Francia rápidamente.

El nubio asintió con un gesto de cabeza. Sharko le dio las gracias calurosamente.

Y luego le dejó abandonado allí, en medio de aquella miseria ante la que el mundo entero hacía oídos sordos.

29

El collège de policía de Lieja -la autoridad administrativa de la policía local- había designado a un cerrajero, un suboficial y dos aspirantes a inspector para acompañar a Lucie al domicilio de Szpilman. En teoría, la francesa no tenía derecho a tocar nada. Se hallaba allí únicamente para orientar a los policías en su registro y, dado el caso, constatar los hallazgos.

Lucie no se sentía cómoda frente a la puerta cerrada de la vivienda de Lieja. Desde el día anterior, Luc Szpilman no había respondido a las llamadas que debían informarle de que se haría un registro, ni a las citaciones para establecer un retrato robot del individuo de botas militares. Los timbrazos impacientes de los policías no alteraron el curso de las cosas. Mientras el cerrajero avanzaba ya con su material para forzar la cerradura, Lucie se interpuso en su camino, con los brazos abiertos.