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Sharko pasó bajo las cintas que delimitaban el terreno y se asomó al borde de la profunda zanja. Volvió la cabeza, arrugando la nariz. Poirier le acompañó y escondió la nariz bajo la camiseta.

– Aún huele que apesta. Todo estaba impregnado de esa peste y la temperatura no ayudaba. Los de la científica y el forense se lo están pasando de miedo, se lo aseguro.

El comisario tomó aire y observó el fondo.

– ¿Qué eran? ¿Hombres, mujeres, niños? ¿Tienen alguna idea acerca de la edad?

– Hombres, ya se lo explicará el antropólogo. Cuatro de ellos, a trozos. La humedad de la tierra y la cercanía del Sena han debido de acelerar el proceso de putrefacción. Casi se habían convertido en esqueletos. He dicho casi porque aún había carne podrida y flujos, usted ya…

– ¿Y el quinto?

Poirier aferraba con fuerza su botellín de agua. Bajo su camiseta estaba completamente cubierto de sudor. Las frentes goteaban, las pieles expulsaban centilitros de agua y sal.

– Era un hombre, relativamente bien conservado. Es una manera de hablar… Los otros cuerpos, unos debajo y otros encima, debieron de crear una especie de capa aislante.

– ¿I labia alguna lona o algún material de embalaje junto a los cadáveres?

– No, y tampoco ropa. Estaban completamente desnudos. Por lo que respecta al tipo mejor conservado, le… le habían desollado una parte del cuerpo. Los brazos y el torso. Lo vi con mis propios ojos… joder… Parecía una naranja pelada. Ni se lo puede imaginar.

Sí, podía imaginarlo. Suspiró. El caso se presentaba complicado, un expediente que podría apilarse con los otros, en Nanterre, y que los ordenadores procesarían de vez en cuando. Tendió la mano al teniente.

– Ayúdeme a bajar.

El policía le agarró de la mano. Sharko tuvo la sensación de que aquel joven ya había visto demasiadas cosas en su incipiente carrera. Se había metido en un barrizal del que, al cabo de unos años, no saldría indemne. Todos los polis siguen el mismo camino, el que conduce al abismo e impide ascender de nuevo. Esa mierda de oficio le devora a uno, se lo traga, hasta las tripas.

El comisario soltó la mano y se halló en el fondo. Se sacudió la tierra de la camisa con la mano. El aire apestaba a cajón de morgue, el sol había desaparecido y reinaba un tufo malsano. El policía se agachó y desgranó la tierra entre sus dedos. La habían tamizado para rastrear hasta el menor indicio: huesecillos, cartílagos o pupas de insectos. La científica había hecho un buen trabajo. Sharko se puso en pie y alzó la vista hacia los muros oscuros. Dos metros de profundidad representaban un montón de tierra que remover para enterrar a unos fiambres. Un meticuloso…

– Mi jefe me ha hablado de unos cráneos partidos en dos.

Poirier se asomó al hoyo. Una gota de sudor surcó su frente y cayó en la zanja.

– Así es, y la prensa se ha regodeado con el tema, eso siempre causa sensación en los periódicos. Hasta hablan de un asesino en serie, un delirio. No se encontró ninguna de las partes superiores de sus cráneos. Volatilizadas.

– ¿Y los cerebros?

– No había nada en el interior de los cráneos. Bueno, sí, tierra. El forense aún trabaja en ello. Parece que el cerebro y los ojos son lo primero que se destruye y desaparece completamente tras la muerte. Así que, de momento, no se sabe nada.

Sacó la lengua y depositó en ella la última gota de agua de su botella.

– ¡Joder, vaya bochorno!

El joven aplastó el recipiente con la palma de la mano, presa de los nervios.

– Oiga, comisario, ¿y si nos largamos? Llevo horas aquí de plantón y necesito un poco de aire fresco. De todas formas tengo que ir con usted y podemos hablar por el camino.

Sharko examinó una vez más el lugar. De momento no había nada más que ver ni que descubrir. Sin duda, las fotos del escenario del crimen, los detalles o las vistas aéreas de los alrededores le aportarían más información.

– ¿Los cuerpos presentaban alguna otra particularidad? ¿Les habían arrancado los dientes?

Silencio. El joven asintió con la cabeza, estupefacto.

– Lleva razón. No había dientes. Y también les habían cortado las manos. ¿Cómo puede…?

– ¿A los cinco?

– Sí, creo que sí. Yo… Discúlpeme…

Desapareció del campo de visión de Sharko. A buen seguro era un día duro para el chico. El comisario recorrió lentamente el contorno de la zanja. A lo lejos podía ver a los dos reporteros de la televisión que aparentemente dirigían su zoom hacia él. Desaparecieron discretamente, hacia su coche de alquiler. El policía se quedó allí solo y miró fijamente el hoyo vacío. Imaginó a los cinco allí, apilados… Uno de ellos había sido parcialmente desollado, ¿por qué? ¿Había merecido un trato de favor? ¿Antes o después de su muerte? Tenía en la punta de la lengua todas las preguntas relativas a la escena del crimen. ¿Se conocían entre ellos, las víctimas? ¿Frecuentaban a su asesino? ¿Murieron al mismo tiempo? ¿En qué circunstancias?

Sharko sintió el primer escalofrío de la investigación, el más excitante. Allí olía a muerte, a la gasolina de los bulldozers, a humedad, pero se sorprendió al constatar que aún le gustaban aquellos olores nauseabundos. Hubo un tiempo en que se chutaba con adrenalina y tinieblas, en el que era incapaz de contar sus regresos a medianoche, mientras Suzanne dormía sola en el sofá, hecha un ovillo y cubierta de lágrimas.

Odiaba esa época ya pasada tanto como la añoraba.

Encontró una escalera, apoyada en la pared, y pudo subir con facilidad. Una carretera asfaltada pasaba a unos treinta metros de la zanja. A buen seguro la que habían tomado el asesino o los asesinos para depositar los cuerpos. La PJ de Rouen debía de haber lanzado la investigación de proximidad, haber comenzado a interrogar a los trabajadores de la fábrica, por si acaso. Pero visto el lugar, cabía esperar que esa investigación no diera fruto alguno.

Más allá aún, Lucas Poirier estaba sentado junto al Sena, con el móvil pegado a la oreja. Probablemente llamaba a su esposa para decirle que regresaría tarde a casa. Pronto ya ni siquiera la llamaría y sus ausencias demasiado largas serían gajes del oficio. Y años más tarde se daría cuenta de que, en definitiva, ese curro consiste en aprender a vivir solo con los propios demonios, a beber copas en barras cochambrosas y a vomitar el propio rencor cuando uno ya no puede más. Con un suspiro, Sharko le dio a entender que se marchaba. El de Rouen colgó y corrió para alcanzarle.

– Dígame, ¿cómo ha sabido lo de los dientes?

– Una visión. Soy profiler, no lo olvide.

– Me está tomando el pelo, comisario…

Sharko le recompensó con una sonrisa sincera. Le gustaba la inocencia de esos chavales, demostraba que en ellos aún había algo de pureza, un destello que ya era imposible hallar en los veteranos curtidos, aquellos que ya estaban de vuelta de todo.

– El autor del crimen desnudó a sus víctimas y eligió un suelo blando y húmedo, cerca del agua, para que la descomposición fuera rápida. A pesar del aislamiento de esta zona, y de que seguramente no es edificable, tuvo miedo de que los descubrieran y por eso cavó una zanja tan profunda. Con tantas precauciones, seguro que no iba a dejar unos cadáveres identificables. Hoy en día, los especialistas hasta pueden tomar las huellas digitales a un cuerpo apergaminado. El asesino tal vez lo sabía y por eso puso remedio a lo bruto. Sin dientes y sin manos, esos cadáveres seguirán siendo anónimos.

– Anónimos, no. Van a descubrir el ADN.

– El ADN, sí… Siempre cabe confiar en eso.

Subieron al coche, Sharko dio al contacto y se pusieron en marcha.

– ¿A quién tengo que llamar para lo de mi habitación de hotel? Sé que me repito, pero quisiera una habitación grande y con bañera.