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– Pero eso no es todo. Szpilman también pasaba buena parte de su tiempo en la biblioteca de Lieja. Un día olvidó un documento en el escáner y la bibliotecaria no se lo devolvió. Según ella, Szpilman estaba siempre en la sección «Historia del siglo XX».

Sacó una hoja de su cartera de cuero y la hizo circular. Lucie la cogió la primera. Se trataba de una foto en blanco y negro que, efectivamente, parecía escaneada de un libro. En medio de un campo, había unos soldados alemanes apuntando con sus fusiles a unas mujeres y unos niños que tenían abrazados contra ellas. El pie de foto indicaba: «Soldados alemanes encañonando a madres judías y a sus hijos frente al fotógrafo, durante los fusilamientos masivos de judíos en Ivangorod, Ucrania, 1942». Lucie observaba la mirada del soldado en primer plano, con su fusil en ristre. La mirada helada de sus ojos y la mueca maligna de sus labios eran puramente abominables: ¿cómo se puede asesinar frente a un fotógrafo? ¿Cómo se puede hacer abstracción de una presencia que inmortaliza en una película un rostro ante la muerte?

Lucie le tendió la foto a Péresse. Kashmareck puso un libro sobre la mesa.

– Éste es el libro del que procede la fotografía. Trata de los fusilamientos masivos en la Shoah. He encontrado esta imagen en la página 47. En la página siguiente, todos los cuerpos de las mujeres y de sus hijos están en el suelo, muertos de un disparo en la cabeza.

Sharko hojeó el libro y observó atentamente las ilustraciones.

– El genocidio de los judíos, sí -dijo él.

Pensó en el libro que había leído en el avión. Una «histeria colectiva criminal». No podía tratarse de una simple coincidencia. Szpilman andaba tras algo relacionado con las muchachas asesinadas en Egipto.

Kashmareck jugueteaba nerviosamente con un cigarrillo. Se lo hubiera fumado allí mismo, en aquel preciso instante. Retomó la palabra:

– Hay que admitir que Wlad Szpilman multiplicó extrañamente sus idas y venidas a la biblioteca, y eso también en los dos últimos años. Curiosamente, nunca se llevaba los libros en préstamo y, por lo tanto, no dejaba rastro alguno en los ficheros. Lo mismo con su conexión a Internet. Un verdadero fantasma.

Lucie intervino:

– Vi algunos de los libros de su biblioteca personal, libros que los asesinos robaron. Versaban sobre los grandes conflictos de la historia. Las guerras, los genocidios… Y también había sobre espionaje… Yo…

Lucie trató de recordar. No había focalizado precisamente su atención en aquellas estanterías repletas.

– … Recuerdo nombres como… no sé, se parecía a «artichaut». [6] -Artichoke -corrigió Leclerc-. Un proyecto de investigación de la CIA sobre técnicas de interrogatorio. En los años cincuenta hubo numerosos experimentos no siempre brillantes, como la hipnosis o el uso de diversas drogas, entre ellas el LSD, para inducir amnesia u otros estados.

– En los años cincuenta… -repitió Lucie-. Y el film es de 1955. ¿Se trata de una coincidencia? Hay imágenes del film que se me han quedado en la cabeza, en particular la de las pupilas dilatadas de la niña, como si le hubieran inyectado alguna droga. Y también la del toro que se detiene en seco frente a ella… Ha mencionado usted la hipnosis y el LSD, ¿acaso podría tratarse de eso? Y además…

Rebuscó en su carpeta de gomas y extrajo una foto, que tendió a Leclerc.

– Ésta es la foto de la chiquilla, extraída del film, antes del ataque a los conejos. Compárela con la del soldado alemán. Mire la expresión de sus rostros, justo antes de que maten.

Leclerc encaró ambas fotos.

– La misma expresión fría.

– La misma mirada, el mismo odio, las mismas ansias por matar… Uno tiene unos treinta años y la otra apenas siete u ocho años. ¿Cómo puede tener esa expresión esa niña a su edad?

Silencio. El jefe de la OCRVP hizo circular la foto, adusto. Aprovechó para alzarse a llenar un vaso de agua del depósito que se hallaba al fondo de la sala y consultar su móvil. Regresó tratando de simular aplomo, pero Sharko comprendió que no estaba en forma. Algo sucedía con Kathia.

– ¿Algo más, comandante Kashmareck?

El de Lille negó con un gesto de cabeza.

– La lista de las llamadas de Szpilman de los últimos meses no nos ha dado nada. Parece probable que utilizara a menudo Internet para comunicarse con el canadiense. De momento, sin embargo, nuestros equipos no han podido avanzar. El belga utilizaba un sinnúmero de sistemas que hacían que sus comunicaciones fueran completamente anónimas. Y en sus correos electrónicos no parece que haya nada relacionado con nuestro caso.

Leclerc hizo un gesto con la cabeza para agradecer su intervención y se dirigió a su comisario.

– Tu turno. Así que en Egipto…

Sharko se aclaró la voz y comenzó a explicar su aventura egipcia. Por descontado, evitó hablar de Atef Abdelaal y del episodio en el desierto, y afirmó haber seguido la pista de los hospitales tras el interrogatorio de uno de los familiares de las víctimas. Se dio cuenta de que aún conservaba su talento para contar mentiras.

Durante su monólogo, Lucie le observó con atención. Un tipo como hay pocos, con un cuerpo de los que ya no se fabrican, con las manos cubiertas de cicatrices, cortes antiguos a navaja en las mejillas y el mentón, unas sienes robustas y una nariz que le habían roto en diversas ocasiones. Si no hubiera sido policía, hubiera podido ser boxeador, de la categoría de los pesos medios. No era un tipo cañón, pero Lucie le veía el encanto y una fuerza interior que irradiaba de su cuerpo vigoroso.

– Aquellas muchachas fueron víctimas de una histeria colectiva -concluyó el policía-. Y si miran bien la película, eso es precisamente lo que les ocurre a las chiquillas con los conejos.

– Exacto -admitió Leclerc-. ¿Y cuál es tu opinión?

Todas las miradas se dirigieron a Sharko.

– En resumen… Año 1954 o 1955, cerca de Montréal, sin duda: una sala que recuerda a una habitación de hospital. Unas chiquillas a un lado y unos conejos al otro. Una cámara para filmar el fenómeno… Y el fenómeno se produce. Las chiquillas empiezan a masacrar a los animales en un arranque de locura. 1993, El Cairo. Una ola de histeria inexplicable arrasa todo Egipto, de norte a sur del país. La información circula entre las comunidades científicas del mundo entero. Un año más tarde, un asesino ataca a las muchachas a las que aquella ola provocó la variante más agresiva. Tres asesinatos, tres cerebros extraídos.

– Sin olvidar los ojos -añadió Lucie.

– Sin olvidar los ojos… En resumen, en 2009, dieciséis años más tarde. Desenterramos cinco cadáveres cuya muerte se remonta a seis meses o un año atrás. Todos muertos o heridos de bala. Proyectiles en el torso o el cráneo, un tiro por delante o por detrás. ¿Qué sugiere esa última escena?

Lucie tomó la palabra:

– ¿Gente que huye en todos los sentidos? ¿También esas personas fueron víctimas de la locura?

– O gente que intenta atacar, al igual que las chiquillas. Un ataque breve, instantáneo, sin signo precursor. No hay más opción que acabar con ellos y ocultar sus cuerpos.

Se puso en pie y se apoyó sobre la mesa, con las manos muy planas.

– Imaginen un grupo de cinco hombres. De unos veinte años, robustos, en buena forma física. En su mayoría, ex drogadictos que han dejado de consumir, obligados por las circunstancias: cárcel, internamiento, encierro disciplinario… Esos individuos no proceden de un entorno fácil, presentan numerosas fracturas antiguas, de las que uno se hace en una pelea. Sin olvidar los tatuajes, que señalan la necesidad de crearse una identidad, de mostrarse fuerte o de pertenecer a un clan. La presencia de un asiático subraya la diversidad de ese grupo y puede hacer suponer que no se conocían de partida. Esos hombres están juntos, en algún lugar. Les vigilan por lo menos otros dos hombres, armados con pistolas o fusiles.

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[6] En francés, «alcachofa», cuya pronunciación es similar a la misma palabra inglesa, «artichoke». (N. del t.)