– ¿Por qué dos? -le interrumpió Péresse.
– Por el ángulo de entrada de los proyectiles, y la diversidad de los impactos. Delante, detrás… Luego, algo empezó a joderse. A los jóvenes se les cruzan los cables y se vuelven agresivos e incontrolables. Como las niñas con los conejos. Como las jóvenes víctimas egipcias. Son víctimas de una histeria colectiva.
Leclerc respiraba profundamente.
– Una agresividad que les ciega. Lo ven todo rojo, como… un toro bravo.
– Sí, es exactamente eso, un toro bravo. Y, sin embargo, a la vista del film, uno puede creer que a ese toro lo han logrado amansar. A los hombres, sin embargo, no se les puede amansar. Se les ordena que se detengan, pero no hay nada que hacer. Y entonces, como respuesta, se les dispara. Los que vigilaban no han tenido otro remedio. Les matan o les hieren. De una u otra manera, nuestros asesinos -el perfil del cineasta, el perfil del médico- están inmediatamente al corriente de que de nuevo se ha manifestado una histeria, así que se plantan allí y vuelven a empezar. Extirpan ojos y cerebros y luego entierran los cadáveres a dos metros bajo tierra…
– Así que, en tu opinión, ¿los asesinos de las muchachas en Egipto y los de los cinco hombres son los mismos?
– Así lo creo, aunque exista una enorme diferencia respecto al modus operandi utilizado en Egipto: allá, las víctimas aún estaban vivas cuando las sometieron a esos actos bárbaros, hubo torturas y mutilaciones post mórtem. Aquí, la ejecución fue mucho más sumaria.
Kashmareck, de tanto juguetear con su cigarrillo, había acabado por partirlo en dos.
– ¿Qué pretendían realmente los asesinos?
– Aún lo ignoro, pero creo que está relacionado con esos fenómenos de histeria colectiva. En cualquier caso, tengo la impresión de que no estamos ante unos individuos independientes, aislados en un rincón. Hubo quien financió a Atef Abdelaal para que matara a su hermano, y los cadáveres de Gravenchon dan prueba de una gran profesionalidad.
Sharko miró a su jefe.
– De hecho, si pudieras ordenar que investigaran el término «síndrome E»… Fue el médico del Centro Salam quien me lo mencionó, a la par que las histerias colectivas. Simplemente un término que recordaba, sin que supiera su significado.
Leclerc tomó nota rápidamente.
– Perfecto. Bueno, voy a redactar el acta de la reunión. Las prioridades son: recuperar la lista del personal de las organizaciones humanitarias presentes en El Cairo en marzo de 1994. Me ocuparé de ello. En cuanto a usted, comisario Péresse, seguir la pista de la trata de seres humanos, por si acaso.
– De acuerdo.
– En cuanto a usted, comandante Kashmareck…
– Seguiré trabajando con los belgas. Y tengo entre manos un asesinato importante, el de Claude Poignet. Mis equipos están trabajando a tope y las vacaciones no ayudan.
– Muy bien… -Se volvió hacia Sharko-. Y tú…
El comisario miró su reloj y señaló a Lucie con un gesto de cabeza.
– Nos vamos a Marsella. Se ha podido identificar a la actriz de la película. Se llama Judith Sagnol y seguro que tendrá cosas que explicarnos. ¿Henebelle? ¿Nos lo explicas, para cerrar la reunión?
Lucie hojeó su cuaderno de notas.
– En la actualidad tiene setenta y siete años. Vive en París pero en esta época del año se halla de reposo en el hotel Sofitel del Vieux-Port. Es viuda y heredera de un antiguo abogado de empresa con el que contrajo matrimonio en 1956, o sea uno o dos años después del rodaje del film. Actuó en varias películas porno de los años cincuenta y posó para fotógrafos de desnudos y de calendarios y participó en lo que se llamaban home movies, películas amateurs en 8 milímetros. Según el historiador que la ha identificado, esa mujer no era precisamente recatada, y en círculos cerrados hacía algunos números sexuales bastante atrevidos.
– ¿Ese historiador tiene alguna idea acerca de quién podría ser el propietario del film?
– Ninguna. Desconoce de dónde procede esa bobina y quién podría ser el realizador. De momento, la bobina sigue siendo un misterio absoluto.
Sharko se puso en pie y recuperó su carpeta de gomas y su cartera.
– En ese caso, esperemos que Sagnol conserve la memoria.
34
Aquella tarde, el mistral soplaba con fuerza, una bofetada caliente que plantificaba salpicaduras del Mediterráneo sobre los rostros bronceados. Sharko y Lude descendieron por la Canebière a pie, él con unas gafas de sol remendadas y una cartera, y ella con una pequeña mochila. A aquella hora y en aquella época del año, los alrededores del Vieux-Port eran inaccesibles en automóvil debido a la marabunta de turistas. Las terrazas desbordaban, las barcas y los yates desfilaban, y se respiraba un ambiente de fiesta.
O casi. Durante el trayecto desde París, los dos policías no habían dejado de hablar del caso ni un segundo. La bobina mortal, el comportamiento paranoico de Szpilman, el misterioso canadiense anónimo… Un embrollo inextricable en el que las pistas y las deducciones parecían inconexas las unas respecto a las otras.
Así que, en aquel momento, cifraban todas sus esperanzas de esclarecer el asunto en Judith Sagnol.
Se alojaba en el Sofitel, un cuatro estrellas que disponía de una espléndida vista sobre la entrada del Vieux-Port y la Bonne-Mère, magnífica basílica menor católica. Frente al establecimiento había palmeras, mozos de equipaje y coches de lujo. En el vestíbulo, la recepcionista anunció a los dos «periodistas» que Judith Sagnol había salido a un recado y que les rogaba que la aguardaran en el bar del lujoso establecimiento. Lucie echó un vistazo a su reloj, inquieta.
– Menos de dos horas antes del regreso… El último París-Lille es a las once de la noche. Si perdemos el TGV de las 18:28 en Saint-Charles, no podré volver al Norte.
Sharko se dirigió al bar.
– A ese tipo de gente le gusta hacerse esperar. Date prisa, por lo menos aprovecharemos la vista.
La recepcionista fue a por ellos a eso de las cinco y media a la terraza de la piscina y les indicó que la señora Sagnol les esperaba en su habitación. Lucie hervía de rabia. Fue a aislarse a un rincón, con el móvil pegado a la oreja. La conversación con su madre fue menos problemática de lo que pensaba: Juliette había comido mucho y su sistema digestivo recuperaba unas funciones más o menos normales. Si todo seguía así, le darían el alta dentro de un par de días. La luz al final del túnel, por fin.
– ¿Puedes apañártelas hasta mañana? -preguntó Marie Henebelle a su hija.
Ése era el estilo de su madre. Lucie miró a Sharko, que aguardaba solo en su mesa.
– Me las apañaré…
– ¿Dónde vas a dormir?
– Ya me arreglaré. ¿Me pasas a Juliette?
Intercambió con su hija algunas palabras familiares y, con una sonrisa en los labios, Lucie regresó junto a Sharko cuando éste sacaba su cartera.
– Deje -dijo ella-. Pago yo.
– Como quieras… Yo tenía el importe casi al céntimo…
Pagó la cerveza y el Diabolo de menta con una mueca: veintiséis euros y cincuenta céntimos, no era moco de pavo… Se dirigieron al ascensor.
– ¿Y la pequeña?
– Saldrá pronto.
El comisario asintió lentamente con la cabeza, casi dibujó una sonrisa.
– Perfecto.
– ¿Tiene usted hijos?
– Está bien este ascensor…
No intercambiaron palabra ni una mirada durante el ascenso. Sharko miraba fijamente los botones que se iluminaban progresivamente, y pareció aliviado cuando por fin se abrió la puerta. Recorrieron un largo pasillo acolchado, en silencio.
Lucie se estremeció cuando Judith les abrió la puerta. A sus casi ochenta años, la pin-up de los años cincuenta conservaba la mirada sombría y penetrante de la que hacía gala en la película. Sus iris eran de un negro profundo, su cabello ondulado color acero caía sobre sus hombros desnudos y bronceados. La cirugía estética había causado estragos, pero no llegaba a ocultar que aquella mujer un día fue bella.