– ¿Sabe qué producto le inyectaron?
– Creo que se trataba de LSD. Semanas más tarde, y de manera extraña, esas tres letras cuyo significado desconocía en aquella época me volvían a la cabeza cuando recordaba la escena. Sin duda las pronunció mientras yo estaba colgada.
Las miradas de los policías se encontraron frente a frente. LSD… La droga experimental utilizada en el proyecto Artichoke, tema de uno de los libros robados en casa de Szpilman.
– A Jacques siempre le gustó el realismo, la perfección, y el maquillaje no le bastaba, así que…
Judith se puso en pie y levantó bruscamente la falda de su vestido, mostrando sin complejo alguno su desnudez. Su vientre bronceado estaba cubierto de cicatrices blanquecinas que parecían pequeñas sanguijuelas bajo su piel. Sharko se echó atrás en su silla a la vez que suspiraba, mientras Lucie permanecía inmóvil, con la boca crispada. Ver aquel cuerpo gastado y mortificado por sufrimientos pasados bajo el sol marsellés, tenía algo siniestro.
Judith soltó el bajo de su falda, que le cayó hasta las rodillas.
– Durante las laceraciones no sentí el dolor, ni siquiera entendía lo que estaba sucediendo, tenía como… alucinaciones. Jacques rodó así horas y horas y añadió nuevos cortes. Se trataba de cortes superficiales, no corría sangre, y los amplificaba a base de maquillaje. En sus ojos, mientras me cortaba, había algo escalofriante. Fue entonces cuando entendí…
Los policías se mantuvieron en silencio, incitándola a que prosiguiera.
– Comprendí que a aquella actriz colombiana la había matado de verdad. Había llegado hasta el final, estaba claro.
Sharko y Lucie se miraron brevemente. Judith estaba al borde de las lágrimas.
– Ignoro cómo se las apañó con la justicia francesa, debió de presentar a una mujer muy parecida a aquella pobre desgraciada y logró engañarlos. Pero en lo que a mí respecta, no mintió. Me pagó el dinero prometido.
Lucie apretó con fuerza su lápiz. Jacques Lacombe parecía acomodado, puesto que había pagado generosamente a Judith. Y, sin embargo, si había logrado imponer su cine en Estados Unidos y ganar algo de dinero, ¿qué hacía en un almacén cochambroso en Quebec rodando escenas infernales?
– Había quedado desfigurada de por vida pero, una vez de vuelta en Francia, tenía de qué vivir decentemente y sacar la cabeza del agua. Tuve la suerte de conocer más tarde a un hombre bueno, que había visto mis películas y a pesar de todo me amaba.
Lucie habló con voz dulce. A pesar de su riqueza, aquella mujer le daba pena.
– ¿Nunca informó a la policía? ¿No presentó denuncia?
– ¿Para qué? Mi cuerpo estaba destrozado, y no hubiera cobrado la otra mitad del dinero pendiente. Lo hubiera perdido todo.
El comisario miró a Judith a los ojos.
– ¿Sabe por qué rodaba esas escenas, señora Sagnol?
– No, ya les he dicho que ignoraba el contenido de…
– No me refiero al contenido del film. Me refiero a Jacques Lacombe. A Jacques Lacombe, que volvió a llamarla después de años sin noticias suyas. Jacques Lacombe, que la mutiló. Jacques Lacombe, que la filmó en las posiciones más impúdicas… ¿Por qué realizar un film con esas escenas? ¿Cuál era el objetivo, en su opinión?
Ella pensó. Sus dedos jugueteaban con el zafiro de buen tamaño que lucía en el dedo corazón.
– Para alimentar a almas perversas, comisario…
Se perdió en un largo silencio antes de continuar.
– Ofrecerles el poder, el sexo y la muerte a través del cine. Jacques no pretendía únicamente provocar o impresionar mediante la imagen. Siempre trató de que la imagen influyera sobre el comportamiento humano, ése era el objeto de su obra. Sin duda por esa razón se interesó tanto por la pornografía… Ya que, un hombre que mira una película porno, ¿qué hace?
Con la mano imitó un gesto sin ambigüedad.
– La imagen actúa directamente sobre sus pulsiones, su libido, penetra en su interior y le obliga a actuar. Eso es, en el fondo, lo que Jacques deseaba. Allí, en Canadá, cuando se refería al poder de la imagen, siempre hablaba de una cosa extraña…
– ¿De qué?
– El síndrome E. Sí, eso era, el síndrome E.
Sharko sintió un peso en el pecho. Era la segunda vez que aparecía el término, y siempre en circunstancias siniestras.
– ¿Qué significa?
– No lo sé. Lo repetía siempre. El síndrome E, el síndrome E… Como si fuera una obsesión. Una conquista inalcanzable.
Lucie anotó la expresión y la rodeó con un círculo, antes de dirigirse a Judith.
– ¿Tuvo la sensación de que Lacombe trabajara con otro colaborador? ¿Un médico o científico?
Ella asintió.
– Vino a verme un hombre, un médico, sí, sin duda. Era quien proporcionaba las jeringuillas de LSD. Ambos se conocían, eran cómplices.
El cineasta, el médico… Correspondía al perfil de los asesinatos de El Cairo, y también al de Claude Poignet. Luc Szpilman había hablado de un hombre de unos treinta años, así que de ninguna manera podría tratarse de Lacombe, quien en la actualidad sería ya anciano. ¿Quién podía ser, entonces? ¿Alguien obsesionado por su obra? ¿Un heredero de su locura?
– … Pero todo queda ya muy lejos, demasiado lejos como para que pueda contarles más cosas. Eso sucedió hace medio siglo, y todo cuanto sucedió allá está fragmentado en mi cabeza. Ahora que sabemos las desgracias causadas por esa mierda del LSD, me digo que tengo suerte de seguir viva.
Sharko vació su copa de champagne y se puso en pie.
– Le agradeceríamos que viera la película íntegramente, por si recordara algún detalle.
Asintió débilmente. Los policías percibían que estaba conmocionada.
– ¿Qué ha hecho Jacques para que, cincuenta años después, se interesen por él?
– Aún no lo sabemos, desgraciadamente, pero estamos investigando esta extraña película.
Una vez visto el film, Judith exhaló un largo suspiro. Encendió un cigarrillo largo con boquilla y expiró una voluta de humo.
– Es su estilo, la manera de filmar, la obsesión por los sentidos, el juego de máscaras, la luz y ese ambiente putrefacto. Traten de ver sus cortometrajes, las crash movies, y lo entenderán.
– Lo haremos. ¿Este film no le sugiere nada más? Los decorados, los rostros de las niñas…
– No, no, lo siento.
Parecía sincera. Sharko extrajo una tarjeta en blanco de su cartera y anotó en ella su nombre y su número de teléfono.
– Por si recuerda algún otro detalle.
Lucie también le entregó su tarjeta.
– No dude en ponerse en contacto con nosotros.
– ¿Jacques está vivo?
Sharko le respondió de inmediato.
– Averiguarlo y dar con él es nuestra prioridad.
35
Al descender del taxi corrieron hacia la estación. El tráfico y el calor seguían siendo infernales. Lucie corría a toda prisa y Sharko la seguía con pasos más pesados pero, con todo, lograba seguirla. No se trataba de detener a un asesino, ni de una persecución o una bomba que hubiera que desactivar, simplemente debían coger el TGV de las 19:32.
Subieron al tren a las 19:31. Diez segundos más tarde, el jefe de andén hacía sonar el silbato. El aire acondicionado inyectado en los vagones permitió que los dos policías recuperaran oxígeno. Jadeantes, se dirigieron de inmediato al vagón bar y pidieron una bebida muy fresca mientras se enjugaban la frente con una servilleta de papel. A Sharko le costaba reponerse.
– Una semana… contigo, Henebelle, y… perderé cinco kilos.
Lucie apuraba su zumo de naranja tragando ruidosamente. Por fin se tomó un respiro y se pasó una mano por la nuca empapada.