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– Ya nunca más fue la misma, y el nacimiento de nuestra hija no cambió las cosas. Su mirada estaba en blanco la mayor parte del tiempo, a pesar de que, a veces, entre una y otra toma de la medicación, la chispa reaparecía.

Silencio de plomo. Lucie ya no alcanzaba a imaginar el dolor interior de aquel hombre. La soledad, la herida abierta de su alma, el desgarro de un drama que sangraba constantemente. Lucie se dijo que, tal vez por primera vez después de aquellos años, ya no tenía ganas de estar solo, aunque sólo fuera por una noche. Y a pesar de la negrura del mundo que le rodeaba, estaba contenta de poder compartir aquel momento con él.

Sharko se bebió el alcohol de un trago y se puso en pie.

– Soy la caricatura ambulante de lo peor que puede sufrir un policía, voy atiborrado de pastillas y de tormentos, he matado y me han hecho tanto daño como a uno le puedan hacer, pero aún me tengo en pie. Aquí, sobre mis dos piernas, frente a ti.

– Yo… Yo no sé qué decir. Lo siento.

– No lo sientas, ya basta de gente que lo siente.

Lucie le sonrió tímidamente.

– Intentaré no olvidar la lección.

– Bueno, creo que es hora de acostarse. Mañana nos espera un día duro.

– Ya es hora, sí…

Sharko hizo un amago de marcharse, y regresó junto a su colega.

– Tengo que pedirte un favor, Henebelle. Un favor que sólo le podría pedir a una mujer.

– Y luego tendré una última pregunta… Dígame.

– Mañana a las siete en punto, ¿podrás hacer que se oiga el ruido de la ducha en el baño? No estás obligada a ducharte. Por supuesto, si quieres puedes ducharte, pero quiero decir que basta con que oiga el ruido de la ducha.

Lucie dudó un instante antes de comprender. Su mirada se dirigió a una foto de Suzanne y asintió.

– Lo haré.

Sharko esbozó una fina sonrisa.

– Tu turno. Haz tu pregunta, ahora.

– ¿A quién ha llamado antes desde la estación? ¿Con quién ha «negociado» para que yo pudiera dormir en su apartamento?

Sharko tardó unos segundos en responder.

– Aquel ordenador, allí… Utilízalo para tus búsquedas. Sólo tienes que darle al botón. No hay contraseña. ¿Por qué debería tener una?

37

Las películas de un loco…

Lucie había pasado parte de la noche buscando en Internet y aquélla era la única impresión que le quedaba de la obra de Jacques Lacombe, un hombre de mirada de acero, de boca delgada y recta, como una cuchilla. La foto digitalizada, mostrada en el blog de un entusiasta, era de 1950. Fue tomada durante la velada en la que el realizador fue visto en público por última vez. Envarado en un esmoquin rutilante, con una copa balón en la mano y el cabello peinado hacia atrás, Lacombe miraba al objetivo con tal intensidad que Lucie sintió un escalofrío. En sus ojos había algo maléfico.

Algunos aficionados habían tratado de escribir una biografía del cineasta, pero la conclusión siempre era la misma: a partir del año 1951, tras el tormentoso rodaje en Colombia y sus problemas con la justicia, Lacombe había desaparecido por completo. Sólo una parte de su obra -se estimaba que al menos el cincuenta por ciento de sus films habían desaparecido- seguía viéndose dentro de un círculo de fans. De ese turbio individuo sólo quedaba un puñado de cortometrajes, la mayoría de los cuales duraba menos de diez minutos y a los que los entendidos en cine llamaban crash films.

Los crash films… Rodados entre 1948 y 1950, antes de los hechos de Colombia. Como explicaban los internautas, se trataba de una serie de diecinueve films cuyo único propósito era mostrar lo que hasta entonces no se había hecho en la profesión, una especie de proeza artística cinematográfica. A Lacombe le importaba un comino la utilidad del film, le interesaban sobre todo las reacciones del público: su pasividad ante la imagen, su relación con la acción y la narración, sus tendencias voyeuristas, su fascinación por lo íntimo y, también, su tolerancia ante una forma de cine conceptual. Ponía en jaque todas las costumbres de la mirada y trastocaba los códigos cinematográficos. Siempre aquella necesidad de innovar, de perturbar, de sorprender…

Y además, estaba aquel pequeño círculo blanco, en la parte superior derecha, en todos y cada uno de los diecinueve minifilms. Lucie comprendió que sin duda se trataba de la marca de fábrica de Jacques Lacombe, de su firma. Prosiguiendo su búsqueda en Internet, dio con la descripción de algunas de las técnicas de Lacombe. Los juegos de máscaras y de espejos o las sobreimpresiones. Algunos formulaban una hipótesis respecto a la presencia de ese círculo blanco, en la parte superior de cada film. Lo llamaban el «punto ciego», que corresponde, desde el punto de vista fisiológico, a una pequeña porción de la retina desprovista de fotorreceptores. En esos sitios incluso proponían un ejercicio:

Al cerrar el ojo izquierdo y mirar únicamente el cuadrado a más o menos quince centímetros, el círculo acaba por desaparecer de la vista. Lucie quedó estupefacta ante tamaño defecto de la óptica humana. En definitiva, ¿Jacques Lacombe no hacía evidente, mediante su firma, que el ojo es un instrumento imperfecto al que se puede engañar mediante múltiples procedimientos? ¿Acaso no anunciaba a las claras que haría de los defectos el motor de sus films? En el fondo, esos minifilms disimulaban a buen seguro los primeros balbuceos de un alma perversa y enferma. Una mente obsesionada por el impacto de la imagen en el ser humano. Su veracidad, su fuerza y también su poder destructor. Un visionario adelantado a su tiempo.

Tumbada en el sofá, con los ojos entrecerrados, Lucie comprendía mejor por qué razón Lacombe nunca había triunfado. Esos crash films eran aburridos y estrafalarios a más no poder. ¿Quién podía ir a ver una película de cuatro horas titulada El durmiente en la que simplemente aparecía un hombre durmiendo? ¿O el movimiento de un párpado que se abre y se cierra filmado al ralentí, a mil imágenes por segundo, y luego proyectado durante más de tres minutos? Había también el crash film n.° 12, en el que se contaba y se mostraba en cifras cada segundo de los doce minutos que dura el film, que no consiste más que en esa simple exhibición de cifras… Los films eran tan extraños e incomprensibles como la mente de su creador.

El despertador de su reloj sonó cuando Lucie, con las manos detrás de la cabeza, contemplaba el techo. 6:55. Apenas había dormido una o dos horas. Una noche de policía. Se levantó, entumecida, y a tientas se orientó hacia el baño. Un amplio bostezo silencioso, el día sería duro.

En el baño, todo estaba increíblemente ordenado: un cepillo de dientes nuevo en un vaso, las toallas azules colgadas con los bordes plegados de manera perfectamente simétrica, una cuchilla de afeitar de hoja centelleante y una bañera limpia con la ducha suspendida. También había un armario botiquín. El tipo de mueble que a veces cuenta mejor una vida que una larga explicación. Lucie contempló su reflejo en el espejo de la puerta. Podía abrirla, echar un vistazo a los medicamentos, hurgar aún más en la intimidad de Sharko… ¿Qué podía descubrir detrás de aquella puerta? ¿Antidepresivos? ¿Estimulantes? ¿Ansiolíticos? ¿O simplemente vitaminas y aspirinas?

Aspiró aire y abrió el grifo de la ducha. El agua se estrelló ruidosamente contra el esmalte en un guirigay frío e intenso. Lucie había comprendido la petición de Sharko: quería revivir, en ese momento del despertar en el que la somnolencia envuelve los sentidos, la presencia de su mujer.

Poder creer en ella aún, aunque fuera sólo durante una fracción de segundo.

Lucie regresó silenciosamente al salón y dejó correr el agua. Unos instantes más tarde, oyó cerrarse una puerta… El ruido de agua se detuvo… Los trenes en miniatura se pusieron en marcha, y no se detuvieron en los veinte minutos que siguieron.