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– Al menos, ya sé a quién he salido…

Lucie logró arrancarle un atisbo de sonrisa a su madre, que le acarició la barbilla.

– ¡Vamos, vete! Voy a casa y vuelvo. ¿A qué hora tienes que salir de aquí?

– A las cinco, como muy tarde. El tiempo de llegar al aeropuerto, y el embarque.

– Eso te deja tres horas para estar con tu hija. Dios mío, ni que estuviéramos en el locutorio de una cárcel…

41

Tras acompañar a Lucie a la estación, Sharko se dirigió a Nanterre. La joven investigadora había dejado en su ánimo un rastro ardiente, una presencia indeleble de la que no conseguía deshacerse. Aún podía verla, envuelta en la toalla, cubierta de espuma, en «su» cuarto de baño. ¿Quién hubiera podido imaginar que un día una mujer iba a ducharse allí donde se había duchado Suzanne? ¿Quién hubiera podido decir que a la vista de un cuerpo semidesnudo su corazón iba a latir de nuevo acelerado en su pecho?

Por el momento, iba de un lado a otro en el despacho de su jefe. Lucie estaba lejos, tenía otras preocupaciones. Despotricaba ante Leclerc, que estaba sentado frente a su mesa.

– No podemos plantarnos así. Otros se han enfrentado a la Legión antes que nosotros.

– Y todos se partieron los morros en el intento… Péresse y el boss son de mi opinión. Hay que prescindir de tu atajo y obtener algo concreto. Josselin está dispuesto a que dos investigadores de la criminal traten de reconstruir los pasos de Mohamed Abane desde que se marchó de casa de su hermano. Es el único medio legal del que disponemos.

– Eso se alargará mucho y no conducirá a nada, ya lo sabes.

Leclerc señaló con una inclinación de cabeza un sobre encima de su mesa.

– Como te he dicho por teléfono, antes de que me tocaras los cojones al adelantarte a Péresse, he obtenido la lista de las organizaciones humanitarias presentes en Egipto, en los alrededores de El Cairo, en la época del asesinato de las muchachas. Disponemos de algunos nombres, sobre todo de los de los responsables de misión. Y hay algo muy interesante, se trata de ese congreso, el SIGN. Echa un vistazo…

Martin Leclerc tenía un aspecto serio y enjuto. Apilaba los papeles con gesto inútil y rehuía la mirada de Sharko. El comisario cogió el informe y comenzó a leer:

– Sonrisas para los huérfanos del mundo, unas treinta personas. Planeta urgencia, más de cuarenta. SOS África, sesenta… Me salto algunas buenas… -Entrecerró los ojos-. Marzo de 1994, reunión anual de la red mundial para la seguridad de las inyecciones, SIGN… Más de… ¡Más de tres mil personas venidas del mundo entero! OMS, UNICEF, ONUSIDA, organizaciones no gubernamentales, médicos, investigadores, representantes del mundo de la sanidad y de la industria… Más de quince países. Pero… ¿Qué coño quieres que haga con esto?

– Marzo de 1994… Es el mes y el año de los asesinatos, ¿no es cierto?

Un silencio. Sharko consideró los papeles con más atención.

– Mierda, tienes razón.

– Claro que tengo razón. Estamos recuperando la lista detallada de los participantes en el SIGN, deberíamos recibirla hoy mismo. A ojo de buen cubero, hubo entre ciento cincuenta y doscientos franceses.

– Doscientos…

– En resumidas cuentas, como puedes constatar, estamos lejos de las botas militares y los trajes de faena. Así que por el momento dejemos de lado a la Legión, bastante trabajo tenemos con Canadá, estas listas y la investigación sobre Abane.

Sharko se apoyó en la mesa.

– ¿Qué pasa, Martin? Teníamos la costumbre de roer los huesos juntos y hoy tratas de no echar leña al fuego con… unas listas. Antes, te hubieras lanzado.

– Antes…

Martin Leclerc suspiró. Sus dedos agarraron una hoja, que arrugó y lanzó a la papelera.

– Es Kathia, Shark. La estoy perdiendo.

Sharko sintió el impacto de la noticia, pero en el fondo hacía días que lo presentía. Kathia y Martin Leclerc siempre habían sido la viva estampa de la pareja inquebrantable, que había salvado tantas tempestades que ya nada podía hacerla naufragar.

– Empezó con el caso Huriez, ¿verdad? ¿Por qué no me dijiste nada?

– Porque no…

Sharko recordaba hasta el menor detalle. Un año antes. Un caso de tráfico de cocaína en los alrededores de Fontainebleau. Uno de los pequeños camellos cayó: Olivier Hussard, veinte años. El ahijado de Kathia. Ésta le pidió a su marido que interviniera, que utilizara sus influencias para conseguir una rebaja de la pena. Pero Martin Leclerc se mostró de mármol, fiel a la honradez de su chapa.

Sharko se maldecía a sí mismo. Llevado por sus propios demonios, no había observado nada en su jefe. Él, un analista supuestamente experto en analizar los comportamientos.

– Tenía derecho a saberlo, Martin.

– ¿Tenías derecho a saberlo? ¿En nombre de qué cojones de regla tenías derecho a saberlo?

– En nombre de nuestra amistad, simplemente.

Un silencio grave se instaló en la sala. A lo lejos se oyó el rugido del motor de una moto.

– Ya he hablado con el boss, Shark. Anteayer.

– ¿Qué? No irás a decirme que…

– Sí… Después de este caso, dimitiré. No podría aguantar ocho años más, esperar a la jubilación cagado de miedo. No sin ella. Ya hace varios días que duerme en casa de su hermana, y eso me vuelve loco. Y además, ¿me ves envejeciendo solo, como…?

Detuvo la frase en seco. Sharko le miraba fijamente.

– ¿Como yo, ibas a decir?

Leclerc se refugió en las hojas, los papeles que apilaba, desordenaba y volvía a apilar.

– ¡Vete a la mierda, Shark! ¡Lárgate!

El comisario se alejó de la mesa de su jefe, noqueado. Los ojos se le nublaron ligeramente. Leclerc no podía imaginar la violencia del golpe que acababa de propinar. Sharko apretó los puños:

– ¿Sabes qué significa para mí que te marches? ¿Para los años que aún tengo que currar?

Leclerc dio un puñetazo sobre la mesa.

– ¡Sí! ¡Claro que lo sé! ¿Qué te crees?

Esta vez, Leclerc miró fijamente a su subordinado, al fondo de sus ojos.

– Escúchame, haré todo lo posible para que…

– No harás nada. Tú te largas y yo a la calle, y lo sabes perfectamente. Nadie querrá a un policía viejo y enfermo. Ni siquiera en un armario. Es así de sencillo.

Leclerc miró a su amigo y sacudió la cabeza.

– No me pongas entre la espada y la pared, por favor. Ya es bastante duro así.

Abatido, Sharko se dirigió hacia la puerta. Se volvió, con una mano ya en el picaporte.

– Cuando perdí a mi mujer y a mi hija, tú y Kathia estuvisteis a mi lado. Me pase lo que me pase a mí y sean cuales sean tus decisiones, las aceptaré. Y ahora, ve a decirle a Josselin que me tomo un día de descanso, porque oigo voces por todos lados.

42

La autopista desfilaba. Larga, monótona, infinita. Sharko acababa de dejar atrás Lyon, y circulaba hacia el sur en dirección a Marsella, con la ventana abierta y la radio a todo volumen. El móvil reposaba frente a él, a la altura del volante.

– Lo peor es que no sé cómo ayudarle. ¿Ir a ver a Kathia? No es una solución. Tengo la impresión de dar palos de ciego.

– ¿Qué significa dar palos de ciego?

Sharko miró al asiento del pasajero.

– Quiere decir darle vueltas a algo sin llegar a ninguna parte, exactamente lo que estoy haciendo ahora.

Eugénie se entretenía con una mecha de cabellos que ensortijaba en sus dedos. Adoptó sus aires de arpía.

– Por cierto, ¿has visto cuánto se parece Lucie a Suzanne?

El comisario se atragantó. Aquella chiquilla, definitivamente, tenía unas reacciones imprevisibles. Se encogió de hombros.

– Se parece tanto a Suzanne como tu bote de salsa a una locomotora.

– A tus ojos, me refiero. Se parece a Suzanne a tus ojos… Y también en tu corazón de piedra. Lo sé. Ahí dentro está que arde.