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Mientras Chastel firmaba documentos, Sharko aprovechó para observar el despacho. Los siete principios del código de honor del legionario destacaban sobre un amplio ventanal que daba al patio de armas. Eran innumerables las placas conmemorativas y las fotos colgadas de las paredes en las que el coronel, a diferentes edades, posaba solo o en el centro de su regimiento. La tierra ocre y el polvo de Afganistán, los edificios en ruinas de Beirut, la exuberancia de la jungla amazónica… Una violencia sorda irradiaba de esos rostros de rasgos marcados, de esos dedos aferrados a sus fusiles de asalto. A fin de cuentas, aquellas fotos no mostraban más que la guerra, los enfrentamientos, la muerte y, en medio, unos hombres que sentían que aquél era su lugar.

El coronel apiló finalmente los documentos y los empujó hasta el extremo de la mesa de despacho impecablemente ordenada. No había ninguna otra silla. Allí se tenía la costumbre de permanecer de pie, en posición de firmes.

– No sabe cómo envidio aquellos tiempos en los que desconocíamos la existencia del papeleo. ¿Puedo ver su identificación?

– Por supuesto.

Sharko le tendió su identificación. El comandante la observó escrupulosamente antes de devolvérsela. Sus dedos eran gruesos, sus uñas estaban muy cuidadas. Como él, ya había dejado de pisar el terreno hacía tiempo.

– Si lo he entendido bien, busca a un asesino en nuestras filas. ¿Y viene usted solo para detenerlo?

Su voz era grave, monolítica, rugosa. Si fingía, lo hacía muy bien.

– De momento sólo tenemos sospechas. Una cámara de vigilancia nos mostró la presencia de su vehículo a unos veinte kilómetros de Aubagne, en el peaje de la A52. Y luego, ni rastro de ese vehículo a la altura de la A50. Así que por fuerza se detuvo entre ambas.

– ¿Han hallado el vehículo?

– Aún no, pero estamos trabajando en ello.

El coronel Chastel agitó el ratón de su ordenador, y a continuación mecanografió probablemente una contraseña en el teclado.

– Supongo que sabe que nuestro cuerpo no recluta a autores de violaciones o de asesinatos.

– Probablemente utilizó otra identidad.

– No es muy probable. Dígame su nombre.

Sharko le miró a los ojos, tan profundamente como le era posible. Era allí, y muy pronto, en un minúsculo espacio de tiempo, donde sería necesario captar el mínimo destello capaz de dar un vuelco a la situación. Tiró de las gomas elásticas de la carpeta, la abrió y de ella sacó una foto en formato A4. La depositó sobre la mesa de despacho, con la cara impresa boca abajo.

– Ahí está todo…

Bertrand Chastel acercó la hoja hacia sí y le dio la vuelta.

La foto mostraba a Mohamed Abane en vida. Un primer plano del rostro.

Bertrand Chastel debería haber tenido que reaccionar. Nada, ni la menor emoción en su rostro cerrado.

Sharko apretó las mandíbulas. Era imposible. El comisario se sintió desestabilizado pero trató de no hacerlo evidente y de aferrarse a su hilo conductor.

– Tal como está escrito debajo de la foto, debió de presentarse aquí bajo la identidad de Akim Abane.

El legionario apartó el papel hacia Sharko.

– Lo siento, no le he visto nunca.

Ni su voz, ni sus labios, ni sus dedos temblaban. Sharko recuperó la foto, frunciendo el ceño.

– Me imagino que no ve usted a todos los nuevos que se incorporan a sus filas. De hecho, esperaba que escribiera usted su nombre en el ordenador, como se disponía a hacer antes de que le enseñara la foto.

Un ligero tiempo muerto. Demasiado largo, estimó Sharko. Y, sin embargo, Chastel no perdió su prestancia ni su aplomo. Menudo coriáceo.

– Aquí no pasa nada sin que yo lo sepa, o sin que yo lo vea. Pero si eso le tranquiliza…

Introdujo los datos en el ordenador y giró la pantalla hacia Sharko.

– Nada.

– No era necesario que me mostrara la pantalla, hubiera creído su palabra.

Con gesto firme, Chastel giró de nuevo la pantalla hacia él.

– Tengo mucho trabajo. El subteniente Brachet le acompañará hasta la salida. Buena suerte con su fugitivo.

Sharko dudó. No podía marcharse de aquella manera, con incertidumbres. En el momento en que Chastel hizo gesto de descolgar el teléfono, Sharko se inclinó hacia él y le agarró la mano, obligándole a colgar el aparato. En aquel momento, supo que había cruzado la frontera, y que todo podía tambalearse.

– Ignoro cómo sabía que vendría aquí, pero no me va a dar por culo.

– Quíteme la mano de encima inmediatamente.

Sharko acercó su rostro a diez centímetros del rostro del militar. Fue a por todas, sin zarandajas.

– El síndrome E… Lo sé todo. Pero, Dios mío, ¿por qué coño cree que estoy aquí?

Esta vez, Chastel acusó el golpe y no pudo ocultar su estupefacción: mirada perdida, huesos temporales que se mueven bajo la piel. Una perla de sudor se formó en su frente, a pesar del aire acondicionado. Dejó la palma de la mano sobre el teléfono.

– No comprendo de qué me habla.

– ¡Claro que sí que me comprende! Lo que yo aún no comprendo es cómo ha logrado guardar la calma ante el retrato de Abane. Incluso alguien como usted es incapaz de ese aplomo. ¿Cómo lo podía saber? ¿Cómo…?

Sharko entrecerró los ojos.

– Micrófonos…

Enderezó los hombros y se llevó las manos a la cabeza.

– Dios mío, Dios mío… Se metieron en mi casa y me colocaron micros.

Chastel se puso en pie, con los puños apoyados sobre su mesa como un gorila.

– Le aseguro que se arrepentirá de haberse presentado aquí para amenazarme. Ya puede contar con que su carrera acabará de manera brusca.

Sharko sonrió como un tiburón. Atacó de nuevo.

– Estoy aquí solo, frente a usted, porque nadie sabe de mi presencia en Aubagne, eso ya lo sabe. Y si eso puede tranquilizarle, no habrá procedimiento ni investigación contra la Legión. Todo el mundo está de acuerdo: Mohamed Abane, o mejor Akim Abane, llámele como quiera, nunca vino aquí.

– Está usted completamente loco y lo que dice no tiene ningún sentido.

– Tan loco que voy a pedirle dinero, coronel Chastel. Mucho dinero… Suficiente para dimitir y poder permitirme una jubilación a todo lujo. Bueno, mucho… Una gota de agua, digamos, para los fondos reservados de la DGSE. ¿Cree que aún me gusta andar por ahí revolviendo la mierda?

Sharko no le dio tiempo a replicar, tenía que actuar rápidamente. Sacó un papel de su carpeta y lo plantó frente al legionario.

– La prueba de mi buena fe.

Chastel se dignó a bajar la mirada.

– ¿Unas coordenadas GPS? ¿Qué significa eso?

– Si usted o sus «amigos» se dan una vuelta por Egipto, nunca se sabe, allí hallarán el cuerpo de un tal Atef Abdelaal, un centinela cairota. A menos que ya esté al corriente de ello… Deles ese papel a las autoridades francesas o egipcias y pasaré el resto de mi vida en la cárcel.

El rostro del militar, completamente paralizado, parecía salido de un molde de cemento. Sharko se inclinó, satisfecho.

– También olvidaré la historia de los micros. Ya ve, entre usted y yo es una simple cuestión de confianza.

Retrocedió hasta la puerta.

– No hace falta que me acompañe. Ya conozco la salida. Me pondré en contacto con usted dentro de unos días. Y un aviso, por si me sucediera alguna desgracia… He tomado mis precauciones.

Señaló con un gesto de cabeza el código de honor de la Legión.

– Tal vez debería releerlo.

Finalmente dio media vuelta y salió.