– El picaporte de mi puerta de entrada rozaba, hace unos días. Seguro que también han estado en mi apartamento.
Lucie acusó el golpe. Sentía que la habían violado. Habían entrado en su casa, en su nido. Tal vez habían estado en su habitación y en la de las niñas.
– ¿Quién ha sido?
– No lo sé. Lo único seguro es que el coronel de la Legión Extranjera está implicado en ello.
– ¿Cómo lo sabe?
– Lo sé. No digas nada a nadie acerca de los micros, ¿de acuerdo? Ya nos ocuparemos de ello cuando regreses a casa.
– ¿Por qué?
– Basta de preguntas. Mantenme informado. Hasta luego.
– ¡Comisario, espere!
El aire acondicionado ronroneaba, hipnotizador. Y la voz de Sharko la reconfortaba tanto…
– Dime, Henebelle…
– Me gustaría hacerle una pregunta.
– ¿Cuál?
– A lo largo de su carrera ¿ha salvado muchas vidas?
– Algunas sí, pero desgraciadamente no siempre las que hubiera deseado salvar.
– En nuestro oficio, consolamos a las familias cuando damos con los asesinos de sus allegados. Es posible que demos de nuevo una razón para vivir a un puñado de personas porque les ofrecemos una respuesta. Pero, comisario, ¿alguna vez le ha pasado por la cabeza abandonarlo todo? ¿No se ha dicho que el mundo no sería ni mejor ni peor sin usted?
Sharko hacía girar su arma sobre la mesa, dando golpecitos a la culata. Pensaba en Atef Abdelaal… En los ocho palitos en el tronco del árbol. En todos aquellos de los que se había podido ocupar, con la certidumbre de que ya nunca volverían a las andadas.
– He tenido ganas de abandonar cada vez que he visto una sonrisa en los rostros de los cabrones a los que he metido en el talego. Porque con esa sonrisa no pueden ni las rejas ni las cárceles. Esa sonrisa te la encuentras luego en los supermercados, en los parques infantiles, en las escuelas y allá donde vayas. Esa sonrisa me hace vomitar.
Abatió violentamente la palma de la mano sobre el arma y detuvo el movimiento de ésta en seco. Sus dedos asieron el cañón.
– Sólo te deseo una cosa, Henebelle, y es que nunca te cruces con esa maldita sonrisa, porque si se te mete dentro ya no saldrá nunca de ti.
Lucie apretó los dientes. Miró al techo y suspiró. Las tinieblas avanzaban de nuevo al galope.
– Gracias, comisario. Le tendré informado. Buenas noches.
– Buenas noches, Henebelle. Cuídate.
Lucie colgó con tristeza.
Comprendió entonces que la vuelta atrás, a una vida de esposa y madre, sería difícil, porque esa sonrisa de la que le había hablado Sharko se cruzó demasiado pronto en su joven carrera.
Y le roía las entrañas desde hacía mucho tiempo…
44
Lucie pasó una noche agitada, con pesadillas. Algunas imágenes habían aprovechado aquellas horas de calma para acosarla: la chiquilla del columpio, el toro, los conejos, Judith Sagnol en el film con el ojo cortado y el vientre mutilado en forma de gran ojo negro.
Mientras daba vueltas y más vueltas en la cama y veía en el reloj digital del televisor cómo se diluía cada minuto, Lucie sólo tenía una urgencia: que por fin amaneciera.
Y amaneció. A las nueve en punto de la mañana, Lucie caminaba por las calles de la ciudad quebequesa y aprovechaba el fresco de la mañana para combatir la pesadez acumulada en sus músculos.
El centro de los archivos de Montréal se hallaba a un centenar de metros del Vieux-Port, en el corazón de una zona muy arbolada. Era un edificio gubernamental de estilo Beaux-Arts, de grandes piedras blancas y columnatas macizas que, en el pasado, albergó la Escuela de Estudios Superiores Comerciales.
Cuando Lucie accedió al interior, con su mochila cargada de fruta del hotel, una botella de agua, un bloc de notas y un bolígrafo, tuvo la impresión de ser una ridícula hormiga perdida en un desierto de papel. Al decir de la primera técnica en documentación con la que se encontró, en aquellas paredes, bajo aquellos techos altos esculpidos y unas lámparas magníficas, había más de veinte kilómetros de datos, repartidos entre archivos privados, gubernamentales y civiles. Se podía acceder a la vida de las grandes familias de la historia de Montréal y Quebec como los Papineau, los Lacoste o los Mercier, pero también obtener información acerca de la inmigración, la educación, la energía, el turismo o los casos judiciales, sin olvidar los nueve millones de fotografías o los doscientos mil dibujos, mapas y planos… Una ciudad de papel dentro de la ciudad de acero y hormigón.
Para facilitar la tarea, Lucie había preparado en pocas palabras una síntesis de lo que buscaba. Se presentó como policía francesa en busca de una persona de la que tenía una foto. La mujer que la atendió al llegar la dirigió a una colega que conocía mejor el período de los años cincuenta de la historia de Quebec. La identificación sujeta con un imperdible a su blusa blanca rezaba «Patricia Richaud».
Lucie explicó brevemente el objeto de su visita.
– Busco a una niña que a buen seguro estuvo interna en un convento o en un orfelinato en los años cincuenta. Si hiciera falta una fecha más precisa, diría que en 1954 o 1955. La institución se hallaba probablemente en los alrededores de Montréal. Tengo también el nombre de una monja con la que estuvo en contacto: sor María del Calvario.
La técnica en documentación examinó la foto de la niña en el columpio y la invitó a acompañarla.
– ¿Sabe cuántas hermanas llamadas María del Calvario hubo en esa época? Desgraciadamente, ese dato no le será de gran ayuda.
Richaud tenía unos cincuenta años, cabello claro recogido en una cola y gafitas redondas. Ambas mujeres avanzaron por interminables pasillos que nada tenían que ver con la imagen anticuada que uno podría hacerse de este tipo de instituciones. Líneas claras, limpias y diseño vanguardista. Incluso había visitas guiadas: grupos de gente circulaban por el corazón de la inmensa biblioteca siguiendo a un guía. Lucie tuvo la certeza de que habían caminado por lo menos cinco minutos, subiendo y bajando escaleras, hasta llegar a una minúscula sala circular, sin ventanas, iluminada por fluorescentes. Los expedientes, ordenados en centenares y centenares de ficheros, se elevaban a varios metros de altura y se podía acceder a ellos mediante una escalera con ruedas. La policía pudo leer, entre otras referencias: «Tribunal de menores delincuentes (1912-1958)», «Tribunal de bienestar social (1950-1974)»… La documentalista se detuvo en medio de la sala.
– Aquí es. A mi entender, aquí es donde tiene más posibilidades de obtener lo que busca. La mayoría de los expedientes conservados aquí son de huérfanos de menos de dieciséis años. Los del tribunal de menores delincuentes, por ejemplo, corresponden a niños abandonados, o cuyos padres perdieron la tutela, y se hallaban en circunstancias que podían convertirlos en delincuentes.
Lucie señaló otra parte de la sala, que le interesaba particularmente: «Comunidades religiosas (1925-1961)». Mientras la documentalista tomaba aire, le preguntó:
– ¿Y eso?
Richaud se tocó instintivamente la medalla que lucía al cuello, colgando de una cadena de oro.
– Tiene usted suerte, se trata de unos archivos recuperados hace unas semanas y que hasta ahora no se podían consultar, puesto que se hallaban en instituciones religiosas. Pero la provincia de Quebec se aparta cada vez más de su religión a favor de un mundo asediado por la modernidad, y esas instituciones cierran una detrás de otra por un cruel problema de dinero. Así que nosotros recuperamos sus archivos, pues ya no tienen donde guardarlos.
Suspiró.
– Como puede ver, hay muchos expedientes, ya que aquí se guardan también los de los orfelinatos de las ciudades y regiones vecinas. Esas comunidades religiosas fueron boyantes en su momento y acogían sobre todo a huérfanos ilegítimos.