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Siguiente secuencia. Algo había cambiado en la expresión de la chiquilla. Una forma de tristeza permanente. La imagen era muy sombría y la niebla bailaba a su alrededor, chorreaba. La cámara avanzaba y retrocedía para mofarse de ella, y la pequeña la rechazaba con ambas manos hacia delante, como si espantara a un insecto. Lucie se sentía fuera de lugar al ver aquella película, que estaba de más, un voyeur que observa en secreto una escena que podría tener lugar entre un padre y su hija.

Y súbitamente el film saltó a una nueva secuencia. A Lucie se le pusieron los ojos en blanco y se impregnó del decorado: una extensión de hierba vallada, un cielo negro, brumoso, caótico y apenas natural. ¿Se trataba de efectos especiales? En el extremo del prado, la chiquilla aguardaba con los brazos estirados a lo largo del cuerpo. En la mano derecha sostenía un cuchillo de carnicero, inmenso entre sus deditos inocentes.

Zoom sobre sus ojos. Miraban a la nada, las pupilas parecían dilatadas. Alguna cosa había trastocado a aquella chiquilla, Lucie lo sentía. La cámara, situada tras las vallas, se dirigió rápidamente hacia la derecha para enfocar a un toro bravo. El animal, de una fuerza monstruosa, espumeaba, escarbaba con la pezuña o embestía el cercado. Sus cuernos apuntaban hacia delante como sables.

Lucie se llevó la mano a la boca. No se atreverían a…

Se apoyó en el respaldo de un sillón, con la cabeza inclinada hacia la pantalla. Sus uñas se clavaron en el escay.

De golpe, un brazo desconocido entró en el campo y abrió un cerrojo. El autor del gesto había tomado la precaución de permanecer fuera de campo. Se abrió la portezuela y el animal, excitado, se lanzó hacia delante con todas sus fuerzas. Su cuerpo hacía gala del poderío más puro, más violento. ¿Cuánto pesaba aquella bestia? ¿Tal vez una tonelada? Se detuvo en el centro, se dio la vuelta finalmente y pareció concentrarse en la niña, que permanecía inmóvil.

A Henebelle le pasó por la cabeza subir a la cabina de proyección y detener la película. Aquello ya no era un juego, ya no era cuestión de columpios, sonrisas y complicidad. Se estaba adentrando en lo inconcebible. Lucie, con un dedo sobre sus labios, ya no podía apartar la mirada de aquella maldita pantalla. El film la engullía. En el cielo, los nubarrones negros se hinchaban, todo se oscurecía, como para preparar un final trágico. Lucie tuvo en ese momento la sensación de estar asistiendo a una puesta en escena: la del Bien contra el Mal. Con un Mal desmesurado, de una fuerza extrema, inatacable. David contra Goliat.

Y el toro embistió.

El hecho de que la película fuera muda y careciera de música añadía una sensación de asfixia. Se adivinaba, sin oírlo, el ruido de cada pisada del animal, el resoplido de sus ollares aceitosos. Ahora la cámara tenía a los dos personajes en el cuadro: el toro a la izquierda y la chiquilla a la derecha. La distancia entre el monstruo y la niña inmóvil se reducía. Treinta metros, veinte… ¿Cómo era posible que la niña estuviera inmóvil? ¿Por qué no huía corriendo? Lucie pensó brevemente en las pupilas dilatadas de la chiquilla. ¿Estaba drogada o hipnotizada?

El toro se disponía a cornearla.

Diez metros. Nueve, ocho…

Cinco metros.

Bruscamente, el toro ralentizó su carrera, sus músculos se retorcieron y del suelo salieron despedidos terrones de tierra. Se detuvo completamente apenas a un metro de su víctima. Lucie creyó que la imagen se había detenido, no podía respirar. Continuaría, seguro, y el drama ocurriría. Pero todo permanecía inmóvil. Y, sin embargo, el monstruo seguía resoplando, espumeando. En sus ojos encolerizados podía leerse su determinación de seguir, de matar, pero su carcasa se negaba a obedecer.

Paralizado era la palabra más apropiada.

La chiquilla lo miraba sin pestañear. Dio un paso adelante, hasta situarse bajo la testuz del animal, cuarenta o cincuenta veces más pesado que ella. Sin dar muestra de emoción alguna, alzó el cuchillo y le rebanó el gaznate con un gesto limpio. Brotó una cascada negra y, como si un torero enloquecido le hubiera vencido, el animal cayó de costado y levantó una nube de polvo.

De repente, una pantalla negra, como al inicio, y lentamente el círculo blanco de la parte superior derecha desapareció.

Y entonces, destellos en la sala, cual aplausos luminosos. La película hacía una reverencia.

Lucie se quedó inmóvil. Sacudida en su interior, tenía mucho frío. Se frotaba nerviosamente la frente.

¿En verdad había visto a un toro encolerizado inmovilizarse completamente frente a una chiquilla y dejarse degollar sin reaccionar, todo ello en un largo plano secuencia sin corte alguno aparente?

Estremecida, fue a la cabina y pulsó el botón con un movimiento seco. Los ronquidos callaron, y el fluorescente chisporroteó de nuevo. Lucie sintió un infinito alivio. ¿Qué mente retorcida podía rodar tales delirios? Veía aún aquella niebla lúgubre desparramarse sobre la pantalla, aquellos primeros planos de los ojos, las escenas de inicio y final, de inusitada violencia. En aquel cortometraje había algo que era ajeno a las películas de terror clásicas: el realismo. La chiquilla, de siete u ocho años, no era en absoluto una actriz. O, por el contrario, era una actriz excepcional.

Lucie se disponía a abandonar el sótano cuando oyó un ruido en la planta baja. El crujido de una suela al pisar un cristal. Contuvo la respiración. ¿Lo habría imaginado, nerviosa a causa de la proyección? Subió, peldaño a peldaño, con prudencia, y por fin llegó al recibidor.

La puerta de entrada estaba entreabierta.

Lucie se lanzó hacia la puerta, segura de haberla cerrado.

Fuera no había nadie.

Desconcertada, Lucie regresó a la casa y observó en su derredor. A priori, ni habían registrado ni habían tocado nada. Recorrió el pasillo e investigó las otras habitaciones: baño, cocina y… despacho.

El despacho… Allí donde Ludovic almacenaba sus kilos de películas.

Aquella puerta también estaba entreabierta. Lude se aventuró entre las pilas de bobinas. Por el suelo había decenas de latas y por todas partes chorreaba celuloide. La policía observó que sólo aquellas que no disponían de etiqueta -ni título, ni director, ni año de producción…- habían sido examinadas.

Alguien se había introducido en la casa para registrarla en busca de algo muy concreto.

Una película anónima.

Ludovic le había explicado que la víspera se había procurado unas bobinas en casa de un coleccionista, incluida la que acababa de ver. Dubitativa, examinó la estancia. Le parecía inútil llamar a un equipo para el atestado. No había violencia, ni roturas, ni siquiera robo… Y, sin embargo, descendió de nuevo al sótano y tomó aquel extraño film para llevárselo al restaurador del que tenía la tarjeta. Nunca había visto un cortometraje que la hubiera afectado tanto psíquicamente; se sentía extenuada, ella, una persona acostumbrada a las autopsias y a las escenas del crimen desde hacía ya bastantes años.

Una vez en la calle, se dijo, finalmente, que aquella luz en el rostro no era mala cosa.

7

– ¿A qué se dedicaba antes de trabajar en la OCRVP, comisario Sharko?

– Para ir al grano, le diré que estuve bastante tiempo en la criminal.

– Está bien…

Georges Péresse, comisario del SRPJ de Rouen encargado del caso, era un hombre de rostro duro. En el coche, Lucas Poirier lo había descrito como un individuo rígido, testarudo y alérgico a cualquier forma de intromisión en sus dominios. Péresse, ataviado con un traje gris, medía a duras penas un metro y sesenta centímetros pero tenía una voz a lo Barry White. Cuando alzaba la voz, uno tenía la impresión de que la atmósfera vibraba.