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El teléfono de la sala sonó veinticinco minutos después, mientras ordenaba los últimos expedientes. Era Kashmareck… Lucie descolgó y no le dejó ni hablar:

– ¡Dígame que ha averiguado alguna cosa!

Por la manera en que se aclaró la voz, Lucie comprendió que aquello conduciría de nuevo a un fracaso.

– Sí, algo hemos averiguado, pero no es gran cosa. En primer lugar, no hay rastro de esa tal Alice Tonquin, ni en Canadá ni en Francia. Los policías de la Sûreté disponen de su certificado de nacimiento, establecido en un hospital de Trois-Rivières, pero no hay mucho más. Me han dicho que la pérdida de identidad era frecuente en aquella época. Debido a los diferentes traslados entre instituciones, era difícil seguir su rastro y los documentos desaparecían con facilidad. Después de 1955, probablemente fue adoptada por una familia bajo otro nombre, como la mayoría de niños de la época. Si hoy en día sigue viva, será bajo otra identidad.

– ¡Dios mío, todo el mundo parece estar al corriente de esas desapariciones en masa excepto nosotros! ¿Y Lydia Hocquart, su amiga?

– Falleció en 1985 en un hospital psiquiátrico tras un paro cardíaco. Sufría trastornos graves de conducta, y su corazón no resistió la medicación que tomaba desde hacía años.

– Pida que le envíen toda la información y rebótemela por correo electrónico. ¿Cómo se llama el hospital donde estuvo Lydia?

– Espera… Aquí está, Saint-Julien en Saint-Ferdinand d'Halifax.

– ¿Y cuánto tiempo estuvo en ese hospital?

– No lo sé. Todo eso son informaciones médicas confidenciales. ¿Sabes que habitualmente soy yo quien hace las preguntas?

Detrás de Lucie se abrió la puerta. Patricia Richaud inspeccionó en silencio el lugar, para asegurarse de que todo estaba ordenado.

– Sí, lo recuerdo -dijo Lucie.

Colgó, con las mandíbulas apretadas. Trastornos graves de conducta… hospital psiquiátrico…

La voz áspera de la documentalista interrumpió sus cavilaciones.

– ¿Ha encontrado lo que buscaba?

Lucie se sobresaltó.

– ¿Eh? Sí, sí… Tengo el nombre que buscaba, así como el de la última institución conocida donde estuvo, el Hospital de la Caridad de Montréal.

– La congregación de las monjas grises…

– ¿Cómo ha dicho?

– Digo simplemente que esa institución alberga a una congregación religiosa católica romana, a la que aún hoy se conoce como las monjas grises. Su hospital ha sido adquirido por la Universidad de Montréal, la prensa ha hablado mucho de ello estas últimas semanas. En los próximos años, las monjas se trasladarán a la isla de Saint-Bernard pero, de momento, la mayoría de ellas aún residen en el ala B del hospital, y se niegan a abandonar el lugar. Por lo que respecta a sus archivos, ya han sido trasladados aquí y son los que le han permitido dar con lo que buscaba…

Las monjas grises… Sólo el nombre le hacía que se le pusiera la piel de gallina. Imaginaba unos rostros pétreos, unos ojos de mercurio apagado.

– ¿Podría conseguirme la lista de las monjas que aún se encuentran allí?

Lucie pensaba en sor María del Calvario. Richaud frunció el ceño.

– Debería ser factible, sí.

– ¿Y podría explicarme también qué es esa época negra de su país? Quisiera saber de qué se trata, con todo detalle.

La empleada se quedó inmóvil durante unos segundos. Depositó un pesado manojo de llaves sobre la mesa y barrió con la mirada las torres de papeles.

– Todo gira en torno a esos miles de niños, señorita. Una generación entera de chavales sacrificados, torturados, cuyo único rastro que aún existe es lo que queda aquí, en esta sala. Les llamaron los huérfanos de Duplessis.

Se dirigió a la puerta.

– Ahora vuelvo con su lista.

45

Una de la madrugada, hora francesa. Aquella misma noche, Sharko recibió en su buzón de correo electrónico el listado de personas presentes en la reunión anual de la red mundial para la seguridad de las inyecciones, SIGN, celebrada en El Cairo en 1994.

El comisario había impreso el documento y regresó a su mesa de cocina, alumbrada por una luz discreta. Desde fuera del edificio tenían que creer que estaba durmiendo.

Según la información proporcionada por el ministerio de Sanidad, el congreso se desarrolló del 7 al 14 de marzo de 1994, en la capital egipcia. Los participantes, elegidos tras una minuciosa selección, llegaron y se marcharon de allí en un avión especialmente fletado por el gobierno egipcio. No se trataba de la vía diplomática, pero poco le faltaba.

Por una preocupante coincidencia, los asesinatos se cometieron entre el 10 y el 12 de marzo, en pleno congreso. Según el perfil establecido desde el inicio de la investigación, uno de los asesinos era una persona con conocimientos de medicina. La ketamina, la sección de los cráneos, la enucleación… El problema de aquella lista era que los doscientos diecisiete franceses presentes en Egipto en aquel momento -omitiendo a los de las organizaciones de ayuda humanitaria, que era otro caso- tenían todos nociones de medicina, y el término de noción no era el más apropiado. Neurocirujanos, psiquiatras, estudiantes de medicina, investigadores y directores del Centro Nacional de Investigaciones Científicas, o biólogos, la mayoría de los cuales habitaban en aquella época en París o sus alrededores. La flor y nata de la investigación francesa. Unos individuos aparentemente irreprochables.

Doscientas diecisiete existencias -ciento dieciséis hombres y ciento una mujeres- que habría que examinar con detalle y a partir de unas suposiciones que se remontaban quince años atrás.

Desde el momento en que tuvo aquellos papeles entre las manos, Sharko se convenció cada vez más de que uno de aquellos individuos, sabedor del fenómeno de histeria colectiva sucedido en Egipto en 1993, fue allí de viaje un año más tarde, con la excusa del congreso, con el único objetivo de asesinar a tres muchachas inocentes para extirparles los cerebros y los ojos.

El nombre del asesino o de los asesinos debía de estar oculto en aquellos papeles.

Las preguntas que le taladraban la cabeza, lo avanzado de la noche, las incursiones de Eugénie y la tensión sensible en el apartamento le impedían concentrarse a fondo en la lista. Su cerebro iba a explotar.

Sharko suspiró. Se terminó su té a la menta, con la mirada perdida. El ejército, la medicina, el cine, aquella historia del síndrome E… El policía sabía que se hallaba frente a un caso que iba mucho más allá de la clásica investigación. Algo monstruoso, que hasta entonces no había vivido.

Y, sin embargo, había tenido que enfrentarse a muchas monstruosidades, más que las que podía contar con los dedos de las manos.

En plena noche, sus sentidos en vela se dirigieron bruscamente hacia la puerta de entrada.

Un ruido ínfimo, metálico, atravesó el silencio del pasillo.

Inmediatamente, Sharko apagó la lámpara y empuñó su Sig.

Allí estaban.

Por debajo de la puerta percibió, muy brevemente, el haz de luz de una linterna, antes de que volviera la oscuridad.

Con los dientes apretados, se levantó de la silla y se dirigió a tientas hacia el salón.

Al otro lado de la puerta, el suelo de linóleo rechinó ligeramente. Sharko tocó el canto de su sofá y se agachó, con la pipa apuntando a ciegas frente a él. Podría haber atacado de frente, por sorpresa, pero ignoraba cuántos eran. Una cosa era segura, rara vez se desplazaban solos.

En el descansillo cesaron los rechinamientos. Las palmas de las manos del policía estaban húmedas contra la culata de su arma. Pensó súbitamente en las fotos del cadáver del restaurador de films: el cuerpo suspendido, vaciado de sus intestinos y relleno de película cinematográfica. Un destino poco envidiable.