El picaporte giró, muy lentamente, antes de volver a su posición inicial. Sharko esperaba que en los segundos siguientes la emprendieran con la cerradura e irrumpieran finalmente en su domicilio, armados de cuchillos o de armas con silenciadores.
El tiempo fue pasando, interminable.
De repente, pudo oír un frotamiento bajo la puerta.
Los rechinamientos volvieron a oírse y se alejaron a un ritmo regular.
Sharko se lanzó entonces hacia el cerrojo y lo abrió con gesto preciso. Un segundo más tarde se hallaba en el descansillo, con el cañón en guardia. Con el puño, dio al interruptor y se lanzó corriendo por las escaleras. Abajo se oyó como se cerraba la puerta de entrada. Sharko bajó los peldaños de dos en dos, casi sin respirar. Llegó al vestíbulo y salió a la calle.
Una larga línea de farolas de luz pálida le recibió a lo largo del asfalto. Ni una rata a izquierda ni a derecha. Sólo el murmullo de una leve brisa, y la lenta respiración de la noche.
A su espalda, la puerta del edificio se entornó pero no se cerró completamente. Sharko descubrió que había un pequeño cartón sujetado con cinta adhesiva en la ranura que impedía que el pestillo se cerrara. Aquellos individuos probablemente instalaron aquel sistema por la tarde, tras la entrada de alguno de los vecinos del edificio, para así poder entrar en cualquier momento sin necesidad de utilizar el interfono. Primario, pero astuto.
El policía subió corriendo a su apartamento. Encendió la luz, cerró con llave y, con el pie, empujó hacia el salón el sobre blanco deslizado bajo su puerta. No lo recogió hasta que se hubo puesto un par de guantes de látex, de los que tenía centenares bajo el fregadero. Era mejor ser prudente.
El sobre era fino, ligero, parecido a los utilizados para la correspondencia. Sharko lo examinó por todos los lados y lo abrió con ayuda de un cuchillo, con un nudo en la garganta.
Tenía una intuición muy, muy lúgubre.
En el interior sólo había una fotografía.
En ella podía verse a Lucie Henebelle y a él, al salir de su apartamento, al día siguiente de la noche pasada allí.
La cabeza de Lucie estaba rodeada con un círculo dibujado con rotulador rojo.
Sharko se abalanzó sobre su móvil y marcó a toda prisa el número de la joven. No daba señal alguna, como si el número no existiera.
Habían sido ellos, Sharko estaba seguro. Por un medio o por otro habían neutralizado la tarjeta SIM del móvil de Lucie.
Al minuto siguiente, con los dedos temblorosos, marcaba el número del hotel Delta Montréal. Le informaron de que no había nadie en la habitación de la señora Henebelle, puesto que la llave se hallaba en el casillero de la recepción. Sharko le dijo a la recepcionista que tenía que hacerle llegar urgentemente un mensaje a Lucie Henebelle y que ésta le llamara sin falta en cuanto llegara.
Colgó, y con ambas manos se cubrió la cabeza.
Creía que había puesto a salvo a Henebelle al otro lado del océano.
Y, por el contrario, la había aislado completamente.
La había metido en la boca del lobo.
Media hora más tarde, incapaz de decidir qué hacer, llamó a la puerta de su jefe, Martin Leclerc, que vivía cerca de la Bastilla, en el distrito XII. Aún no eran las dos de la madrugada.
46
Eran más de las seis de la tarde. Lucie se había sentado frente a la documentalista, en aquella sala que olía a papeles viejos e historias lejanas. Patricia Richaud manoseaba nerviosamente su medalla, una imagen de la Virgen María, mientras Lucie repasaba la lista de las religiosas presentes en el Hospital de la Caridad de Montréal. En aquel antro olvidado reinaba una atmósfera particular, a la vez pesada y tensa.
Lucie plantó su dedo índice sobre la lista.
– Aún está allí. Sor María del Calvario… Ochenta y cinco años. Viva.
Se sentó cómodamente en la silla, con un suspiro de alivio. Aquella anciana a las órdenes de Dios había conocido a Alice Tonquin. Sabía sin duda una parte de la verdad.
Satisfecha, Lucie volvió a concentrarse. Patricia había comenzado a explicar:
– Durante aquellos años que le interesan, a una mujer no se le perdonaba que diera a luz a un hijo fuera del matrimonio. Las madres que transgredían esa norma eran consideradas desde ese momento como marginales o pecadoras a las que sus propios padres repudiaban. Por esa razón, las jóvenes embarazadas trataban de disimular a cualquier precio su falta, abandonando su lugar de residencia durante varios meses, para dar a luz en secreto tras los muros de instituciones religiosas.
Lucie rodeó inconscientemente el nombre «Alice Tonquin», anotado en su cuaderno. El rostro de la chiquilla no la abandonaba, y sabía que aquel viejo film visionado el primer día, en la sala de cine de su ex novio Ludovic, seguiría apareciéndosele durante mucho tiempo.
– Y abandonaban a sus hijos -murmuró.
Richaud asintió.
– Sí, y las religiosas se hacían cargo del bebé. El objetivo era que, más tarde, el huérfano fuera educado en una buena familia, que tuviera oportunidades en la vida. Pero a partir de la crisis de los años treinta, la tasa de adopción descendió considerablemente. La mayoría de esos niños crecieron y se quedaron en las instituciones. Por ello fue necesario multiplicar la construcción de jardines de infancia, conventos, orfelinatos y hospitales. El peso de la Iglesia sobre el gobierno fue cada vez mayor y su poder aumentaba progresivamente en áreas como la sanidad, la educación o la asistencia pública. La Iglesia era omnipresente.
Lucie prácticamente no había visto nada de Montréal, pero recordó los innumerables monumentos religiosos que flanqueaban edificios de IBM o de grandes centros financieros. Una ciudad con una pesada herencia católica que ni la modernidad ni el capitalismo conseguían ocultar.
– … La llegada al poder de Maurice Duplessis, en 1944, marcó el inicio de un período importante de la historia de Quebec, un período que posteriormente se denominaría «la «gran oscuridad». El gobierno Duplessis se caracterizó sobre todo por su lucha anticomunista, el uso de la fuerza contra los sindicatos y por una maquinaria electoral invencible. Su partido disfrutaba a menudo del apoyo activo de la Iglesia católica romana en las campañas electorales, y ya conoce usted el poder de la Iglesia, señorita.
Lucie deslizó la fotografía de Alice hacia la documentalista.
– ¿Y qué papel desempeñan esos huérfanos en todo ello? ¿Cómo se pudo ver afectada esta niña de ocho años?
– A eso voy. Entre 1940 y 1950, los niños internados en orfelinatos procedían en su mayoría de familias divididas incapaces de hacerse cargo de ellos. Las familias pagaban unos importes a los orfelinatos por el cuidado de su progenitura, importes muy superiores a las subvenciones gubernamentales. Hasta ahí, el sistema funcionaba, la Iglesia recibía fondos y podía llevar a cabo sus actividades de beneficencia. Pero la llegada en masa de los huérfanos ilegítimos planteó un problema importante, puesto que, por un lado, saturaban las instituciones y, sobre todo, porque nadie aportaba dinero, salvo el Estado federal con la ridícula suma de setenta centavos por cabeza y día. Como es fácil imaginar, a esos hijos ilegítimos había que alojarlos, alimentarlos y ofrecerles la educación a la que todo ser humano tiene derecho. Con tan escasos recursos financieros, las religiosas trataron, a pesar de todo, de criar y educar a esos huérfanos, en el dolor y la pobreza. Pasara lo que pasase, nadie podrá reprocharles jamás su valentía. Ellas no fueron responsables…
Hizo una pausa, con la mirada perdida, antes de proseguir su explicación.
– … Paralelamente a todo ello, la Iglesia creó en 1950 el Hospital de Mont-Providence, una escuela especializada en la educación de huérfanos con ligeras deficiencias intelectuales. El objetivo de esa institución era educar a esos niños y favorecer su integración social. Pero, en 1953, ese hospital y escuela estaba al borde de la quiebra. Las comunidades religiosas tenían una deuda de más de seis millones de dólares con el Estado federal, y éste exigía el reembolso. Las religiosas se hallaron ante un callejón sin salida y se dirigieron al gobierno provincial. Y fue en ese momento cuando todo se tambaleó, cuando empezó el infierno y Quebec conoció el período más sombrío de su historia.