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Lucie escuchaba atentamente. Como por azar, llegaba de nuevo al período exacto que le interesaba, a principios de la década de 1950. A pesar de que tenía la piel húmeda, no pudo reprimir un escalofrío. Patricia Richaud hablaba con una voz fría, casi didáctica.

– Maurice Duplessis autorizó una argucia que permitía transformar aquel hospital que acogía a deficientes mentales leves en un auténtico manicomio. ¿Por qué? Porque en un manicomio, el estipendio diario del Estado federal pasa de cero a dos dólares y veinticinco centavos por cabeza. Porque en un manicomio ya no es necesario dar clases y por tanto gastar dinero en educación. Porque el estatuto de hospital psiquiátrico autoriza a utilizar a esos niños como mano de obra gratuita, sin respetar los derechos humanos. Niños sanos que se ocupan de niños enfermos, limpian, cocinan, ayudan a las monjas, a las enfermeras, a los médicos. Así, de un día para otro, los pensionistas de la escuela especializada del Mont-Providence se despertaron en un manicomio…

Manicomio… Loco… La locura… La horda de niños que se lanza a masacrar animales, con los ojos inyectados de un odio incomprensible. Lucie sintió cómo sus músculos se tensaban.

– Así fue como se creó un sistema monstruoso. A partir de aquel momento, el gobierno impulsó la construcción de hospitales psiquiátricos o la transformación de antiguas instituciones en manicomios. Saint-Charles en Joliette, Saint-Jean-de-Dieu en Montréal, Saint-Michel-Archange en Quebec, Sainte-Anne en Baie-Saint-Paul, Saint-Julien en Saint-Ferdinand d'Halifax… Y no los cito todos. Esos pobres huérfanos, con quienes no se sabía qué hacer, se convirtieron en desgraciadas víctimas del gobierno Duplessis. Las religiosas que trabajaban al pie del cañón, impotentes, no tuvieron otra opción que acatar las reglas dictadas por las madres superioras.

Suspiró de nuevo. Sus palabras pesaban cada vez más. Lucie anotó y rodeó «Saint-Julien en Saint-Ferdinand d'Halifax», allí donde falleció Lydia. ¿Era posible que, desde su infancia, aquella mujer jamás hubiera abandonado la institución? ¿La matanza de conejos ocurrió allí años antes?

– De los años cuarenta a los sesenta, bajo el impulso del gobierno, médicos de Quebec empleados por las comunidades religiosas falsificaron los expedientes médicos de los huérfanos. Los declararon «débiles mentales» y «retrasados mentales». De manera instantánea, miles de niños perfectamente sanos se encontraron internados en manicomios, mezclados con verdaderos locos, y eso durante años. Simplemente porque habían tenido la desgracia de nacer ilegítimos. Y a esos niños, convertidos en adultos, aún se les llama los huérfanos de Duplessis.

Lo que Lucie estaba descubriendo sobrepasaba la capacidad de entendimiento. Una locura en masa, apoyada por informes médicos falsos y financiación oculta.

– ¿Quiere decir que esos huérfanos de Duplessis están identificados? ¿Que están… vivos?

– Algunos aún sí, evidentemente, a pesar de que muchos de ellos fallecieron o se convirtieron en auténticos enfermos mentales debido a los tratamientos, los castigos o los golpes sufridos durante todos esos años. Un centenar de ellos formaron una asociación. Hace años que exigen una reparación al Estado y a la Iglesia, pero es un combate muy largo.

Lucie sentía náuseas. Recordó imágenes del film, las palabras de la actriz, Judith Sagnol, la sala blanca y aséptica donde tuvo lugar la matanza, el misterioso médico siempre presente junto al realizador… No cabía duda de que Alice Tonquin y Lydia Hocquart fueron huérfanas de Duplessis. Unas chiquillas sanas declaradas locas por el sistema.

Lucie miró a la documentalista a los ojos.

– Y… ¿ha oído hablar de experimentos en esos manicomios? ¿El término síndrome E le dice alguna cosa?

Patricia apretó los labios. Discretamente había deslizado su medalla y su cadena bajo la blusa.

– Nunca he oído hablar de ese síndrome E. Pero hay otras dos cosas que debe saber. Ya que nos hemos adentrado en las tinieblas, mejor ir hasta el final. A principios de los años cuarenta, y hasta los años sesenta, una ley aprobada por la Asamblea legislativa de Quebec permitía a la Iglesia católica romana vender los restos mortales de los huérfanos fallecidos dentro de sus muros a las facultades de medicina.

– Es horrible.

– El dinero conduce a las peores monstruosidades. Pero eso no es todo. Me ha hablado usted de experimentos, y yo le hablaré de conejillos de Indias, señorita. Pacientes adultos, vivos, sacrificados con fines experimentales en lo más recóndito de esos manicomios. Le estoy hablando de la implicación estadounidense en la época negra de Quebec.

A Lucie le costó tragar saliva, con la mirada fija en la foto de Alice. Pensaba en Clara y Tuliette… Sentía un deseo intenso y brutal de oír sus voces, de tocarlas, de abrazarlas contra su pecho. Manipuló nerviosamente su móvil averiado.

– ¿Qué tipo de experimentos? ¿Experimentos médicos como los que… hacían los nazis con los deportados?

Un timbre breve resonó en la sala. Lucie se sobresaltó. Eran las siete de la tarde, y los archivos iban a cerrar sus puertas.

Patricia Richaud se puso en pie, cogió su manojo de llaves y miró a Lucie a los ojos.

– La CIA, señorita. Estamos hablando de la CIA.

47

Bajo los efectos demoledores de aquellas revelaciones, Lucie se sentó en un banco, en el parque de la arboleda frente al centro de los archivos. A aquella hora de la tarde el lugar estaba desierto y reinaba una tranquilidad paradisíaca para una ciudad tan grande. Depositó la mochila sobre sus piernas y se frotó el rostro.

La agencia central de información americana implicada en aquel caso. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué tenía que ver el gobierno de Estados Unidos con pacientes internados en hospitales canadienses?

Gracias a sus libros, documentales e investigaciones, Wlad Szpilman había descubierto alguna cosa, Lucie estaba totalmente convencida de ello.

Intentó atar los cabos de su investigación, añadir nuevas piezas al rompecabezas. Naturalmente pensó en el realizador del film, Jacques Lacombe, que se marchó a Washington en 1951 en extrañas circunstancias. La starlette Judith Sagnol habló de un contacto al otro lado del Atlántico, de una persona que deseaba trabajar con Lacombe. ¿Quién era esa persona?

Luego, Jacques Lacombe llegó a Montréal en 1954. Un «americano» que de repente desembarca en territorio canadiense, igual que la CIA.

¿Y si Lacombe tenía algo que ver con la CIA? ¿Y si su modesta actividad de proyeccionista no era más que una tapadera?

Tantas preguntas que volvían una y otra vez, una y otra vez…

Lucie miró su reloj, impaciente. Las siete y diez. Patricia Richaud tenía que reunirse con ella dentro de veinte minutos, el tiempo necesario para terminar su tarea y cerrar. Iba a darle explicaciones acerca de los rumores de la implicación del espionaje americano en experimentos con seres humanos.

Demasiado absorta en sus pensamientos, Lucie no oyó llegar a un individuo por la espalda. El hombre se instaló rápidamente a su lado y sacó un revólver de su chaqueta.

– Levántese y sígame sin hacer tonterías.

Lucie palideció. Pareció que la sangre desaparecía de su cuerpo.

– ¿Quién es usted? Qué…

Apoyó el cañón con más fuerza en su costado. Su frente se cubría de gotas de sudor. Un gesto y dispararía. Lucie no tenía ninguna duda.