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– No se lo repetiré.

Acento americano. De hombros anchos, unos cincuenta años. Llevaba una gorra negra con la inscripción «Nashville Predators» y unas gafas de sol sin marca. Sus labios eran finos, cortantes como una hoja de palmera.

Lucie se puso en pie y el hombre se situó detrás de ella. La policía buscó con la mirada a paseantes, testigos, pero no merecía la pena. Sin arma y sola, era impotente. Anduvieron unos cien metros sin cruzarse con ningún alma viviente. Un Jeep Datsun 240Z esperaba bajo los arces.

– Conduzca usted.

La empujó secamente al interior. Lucie tenía un nudo en la garganta y perdía su sangre fría. Los rostros de sus gemelas daban vueltas ante sus ojos.

«Así no -no dejaba de pensar-. Así no…»

El hombre se instaló a su lado. Le palpó los bolsillos, los muslos y los costados con gestos de profesional. Le quitó la cartera, extrajo la identificación de policía, que observó atentamente, y apagó el móvil. Lucie habló con voz insegura.

– No sirve de nada, no funciona.

– Arranque.

– ¿Qué quiere usted? Yo…

– Arranque, le he dicho.

Obedeció. Salieron de Montréal por el norte, cruzando el puente Charles-de-Gaulle.

Y las luces de la ciudad se alejaron definitivamente.

48

Con el rostro descompuesto, Martin Leclerc iba y venía nervioso de un lado a otro de su salón. Entre sus dedos sostenía la foto de Lucie.

– ¡Mierda, Shark! ¿Cómo se te ocurre ir a hacer el gallito ante la Legión?

Sharko estaba sentado en el sofá y se sostenía la cabeza con las manos. El mundo se hundía y le aplastaba el pecho. Sufría por la pequeña y valiente mujer a la que había metido en la boca del lobo.

– No lo sé. Quería… obligarles a salir de la madriguera, dar una patada en el hormiguero…

– Pues lo has conseguido.

Leclerc también se llevaba las manos a la cabeza, miraba al techo y suspiraba profundamente.

– Ya sabes que con certidumbres no se consigue nada, ¡sobre todo contra tipos así! ¡Pruebas! ¡Necesitábamos pruebas!

– ¿Qué pruebas? ¡Dime!

Desesperado, colérico, Sharko se puso en pie y se encaró a su jefe.

– Tú y yo sabemos que el coronel Chastel está metido en esta historia. Inicia un procedimiento judicial contra él. Mohamed Abane quería alistarse en la Legión y ha sido hallado enterrado junto con otros cuatro cuerpos sin identificar. Puede sostenerse ante un juez si pones de tu parte. La vida de un policía está en juego.

– ¿Por qué Henebelle? ¿Qué tienen contra ella?

Sharko apretó las mandíbulas. En cada segundo de cada minuto no había dejado de pensar en la rubita. Quizá por su culpa iba a sufrir el calvario que él mismo soportó en el desierto de Egipto. La tortura…

– Querrán utilizarla como moneda de cambio. Ella a cambio de información sobre el síndrome E que ni siquiera tengo. Me he marcado un farol.

Leclerc sacudía la cabeza, con las mandíbulas apretadas.

– ¿Y ese Chastel es lo bastante estúpido como para atacarte acto seguido y descubrirse tan fácilmente? ¿No ha tenido miedo de que nuestros equipos aguardaran a los hombres que ha enviado a tu casa?

Sharko miró a su jefe y amigo a los ojos.

– Maté a un hombre en Egipto, Martin. En legítima defensa, pero no podía hablar de ello. Ya me tenían en el punto de mira y ese Nuredín no hubiera fallado el tiro. Le di a Chastel las coordenadas del lugar donde se halla el cadáver. Me tiene agarrado como yo a él. Es nuestro pacto de confianza.

Martin Leclerc se quedó boquiabierto. Se dirigió a su bar, se sirvió una copa de whisky y se bebió la mitad de un trago.

– ¡Me cago en la puta!

Un largo silencio.

– ¿A quién? ¿A quién has matado?

Los ojos de Sharko se nublaban. En casi treinta años, Leclerc le había visto pocas veces en aquel estado. Un tipo acorralado, exprimido.

– Al hermano del poli que investigaba sobre las muchachas asesinadas. Era uno de sus centinelas. Hizo degollar a su propio hermano, estaba a punto de matarme. Le maté… por accidente.

El rostro de Leclerc oscilaba entre el asco y la rabia.

– ¿Los egipcios pueden relacionarte con él?

– Haría falta que descubrieran el cadáver. E incluso en ese caso, nada me relaciona con Abdelaal.

El jefe de la OCRVP apuró su copa. Hizo una mueca y se secó la boca con el dorso de la mano. Sharko estaba a su espalda, con los hombros caídos bajo su americana arrugada.

– Estoy dispuesto a asumir y pagar por mis gilipolleces, pero antes tienes que ayudarme, Martin. Eres mi amigo. Te lo suplico.

Sharko estaba perdido, noqueado. Leclerc se acercó a una foto enmarcada, depositada sobre un mueble del salón: él y su mujer, apoyados en una barandilla desde donde se dominaba el océano. La alzó y la miró un buen rato.

– La estoy perdiendo porque he querido ser honrado hasta el final. Estaba convencido de que mi profesión era más importante que todo lo demás, y me he equivocado. ¿Qué te ha hecho esa policía para hundirte hasta ese punto?

– ¿Me ayudarás?

Leclerc suspiró y de un cajón sacó un sobre marrón. Se lo tendió a Sharko. En el sobre estaba escrito: «A la atención del Sr. Director de la Policía Judicial».

– Olvida mi dimisión. Ya me la devolverás cuando todo haya acabado. Y llévate tu foto y lo que me has dicho. Nunca has estado aquí esta noche. Nunca me has dicho nada.

Sharko cogió el sobre y estrechó con fuerza la mano de su amigo.

– Gracias, Martin.

Se apoyó en el hombro de su jefe y no pudo retener las lágrimas. Leclerc le palmeó la espalda.

– Espero que ella valga la pena.

– Oh, sí, Martin, vale la pena…

49

Al lado de Lucie, el individuo se quitó por fin las gafas de sol y las guardó en la guantera junto con el revólver.

– No quiero hacerle daño. Disculpe mis maneras algo abruptas, pero necesitaba que me siguiera sin hacer tonterías.

Lucie sintió que su cuerpo se deshacía de la presión. Mientras seguía atenta a la carretera, miró a su interlocutor. Sus iris eran profundamente azules, protegidos por espesas cejas grises.

– ¿Quién es usted?

– Conduzca. Hablaremos más tarde.

Desfilaron nombres de ciudades y pueblos: Terrebonne, Mascouche, Rawdon. Las zonas que atravesaban estaban cada vez más despobladas. Tomaron una carretera de rectas interminables, rodeada de bosques de arces y de resiníferos hasta donde alcanzaba la vista. Sólo se cruzaron con unos pocos coches y camiones. Se hizo de noche. De vez en cuando se avistaban pequeños puntos luminosos, embarcaciones que debían de surcar los ríos o los lagos. Habían recorrido un centenar de kilómetros cuando el individuo le indicó que girara en un camino. Los faros iluminaban los grandes troncos negros, de una altura que daba vértigo. Lucie se sentía al borde del abismo, durante la última media hora no había visto más que dos o tres casas.

Un chalet apareció en la oscuridad. Cuando la policía puso los pies en el suelo, desasosegada, oyó el mugido furioso de un torrente. El soplo fresco del viento le agitó los cabellos. El hombre se entretuvo unos segundos, con la mirada fija en las tinieblas, unas tinieblas más profundas que en cualquier otro lugar. Abrió la puerta del chalet. Lucie entró. El interior de la estancia olía a guiso de caza. Una estufa de leña presidía el fondo de la sala, frente a una amplia cristalera que daba a un gran lago sobre cuya superficie centelleaba la luna. En un rincón, unas cañas de pescar, un arco, sierras de leñador así como unos moldes de madera junto a personajes de azúcar de arce.

Resoplando, el canadiense depositó su arma sobre la mesa y se quitó la gorra, descubriendo un puñado de cabellos canosos. Cuando se quitó la chaqueta, aún pareció más viejo y delgado. Su aspecto era el de un hombre cansado y ajado.

– Sólo aquí podremos hablar tranquilamente y con seguridad.