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Lucie apretó los puños.

– La foto de las niñas y los conejos, ¿verdad? ¿«El origen de todo», como me dijo misteriosamente por teléfono?

– Exactamente. Aún puedo ver esa sala manchada de sangre, esas niñas en pijama de hospital, como pasmarotes, en medio de la carnicería. Una foto estremecedora. Así que le llamé, movido por la curiosidad. No quería enviarme la bobina, y me pidió que fuera a su casa, para ver allí el film. Sabía que me las veía con un hombre absolutamente desconfiado, paranoico e increíblemente inteligente. Dos días más tarde estaba en su casa, en Lieja. Me condujo a su sala de proyección privada y allí fue donde vi el film. El original, y el oculto en su interior, que el viejo pudo reconstruir gracias a un contacto en una unidad de neuromarketing…

Lucie le escuchaba con atención. Aquel contacto debía de ser el director de Georges Beckers, aquel pequeño belga mofletudo que convenció a Kashmareck para que viera el film dentro de un escáner.

– … Desde la primera imagen supe que todo era verdad, y para mí se trataba de una evidencia.

– ¿Por qué una evidencia?

Señaló la pantalla del ordenador con un gesto de cabeza.

– Está todo ahí, delante de usted. La relación entre el film de Szpilman y lo que sucedía en las habitaciones del hospital Barley. El vínculo innegable, la conexión entre los huérfanos de Duplessis y la CIA.

Cerró el Powerpoint y dirigió el cursor al archivo AVI.

– En unos segundos le mostraré el tipo de vídeo fabricado por la CIA que Sanders mostraba en bucle a sus pacientes para lavarles el cerebro. Pero antes debo acabar de explicarle lo sucedido en casa de Szpilman, en Bélgica. Tras aquella escalofriante proyección, comenzó a hablarme de fenómenos de histeria colectiva…

Lucie sentía una opresión en el pecho. Absorbía las palabras del veterano abogado.

– … Aquel tipo era una auténtica enciclopedia viviente. Creía haber hallado una relación entre… diversos grandes acontecimientos sanguinarios que marcaron el siglo pasado. Según él, el médico creador del experimento de los conejos no era Sanders, y el proyecto no era el Mkultra, sino un proyecto paralelo, más discreto, aún más secreto, y cuyo objetivo no tenía nada que ver con el lavado de cerebro.

– ¿De qué trataba ese proyecto?

– Espere, aún no le he contado lo mejor. Wlad corrió a su biblioteca y empezó a mostrarme fotos originales del genocidio de Ruanda. Las había conseguido directamente de un fotógrafo de guerra, con quien había logrado ponerse en contacto. Y fue entonces cuando me habló de una cosa completamente alucinante. La contaminación mental.

– ¿La contaminación mental?

– Sí, eso es. Algo que penetra a través del ojo y que, por su violencia, modifica la estructura cerebral.

Lucie reaccionó de inmediato.

– Un amigo, Ludovic Sénéchal, perdió completamente la vista tras ver el film. Se llama ceguera histérica. Las imágenes trastocaron su cerebro. ¿Está hablando de ese tipo de cosas?

– Mucho peor, puesto que la ceguera histérica es un fenómeno puramente psíquico. En el caso de la contaminación mental, no sólo se ve modificada la estructura del cerebro, físicamente me refiero, sino que se propaga una reacción en cadena de individuo en individuo, como un virus. Ahora lo entenderá. Dos segundos.

Se interrumpió repentinamente y miró hacia el ventanal.

– ¿Ha oído eso?

– ¿Qué?

Se precipitó hacia la mesa y empuñó su arma.

– Un crujido.

Lucie permaneció serena. Los tragos de cerveza la habían calmado.

– Será el fuego…

– No, no. Eso venía del exterior…

Apagó la luz y se acercó al ventanal. La estufa le iluminó el rostro con reflejos rojos. Lucie se aproximó. Tendió la mano en dirección a ella.

– ¡Apártese de la ventana!

Lucie se quedó inmóvil. En el exterior, todo estaba quieto. Los troncos negros se alzaban como tótems malignos.

– ¿A quién le tiene tanto miedo? -preguntó Lucie-. Ya ve que no hay nada. Y nadie nos ha seguido. Nunca había visto carreteras tan rectas y tan largas en mi vida. Y tan desiertas.

– Hace unos meses vivía en el centro de Montréal e intentaron matarme.

Se apartó y se arremangó el bajo de la camisa. Lucie pudo ver unas grandes cicatrices.

– Cuchilladas. Cinco milímetros más, y no lo cuento.

– ¿La CIA?

Se mordió el labio mientras sacudía la cabeza.

– No son sus métodos. El reciente descubrimiento de esos cuerpos en su país, en Normandía, hace que piense que quizá me las tuve con un francés.

– ¿Los servicios secretos?

– Tal vez.

– ¿Y si le dijera que podría tratarse de la Legión?

– No lo sé. Recuerdo vagamente al tipo… Rostro cuadrado, robusto, con pinta de militar.

«El tipo de las botas militares», pensó Lucie.

– Lo que es seguro es que ese atentado contra mi persona estaba evidentemente relacionado con el film de Szpilman y nuestros descubrimientos. Y, sin embargo, tanto él como yo trabajábamos de incógnito, tratábamos de seguir una pista, de reunir pruebas, como también hace usted ahora. Él fue mucho más prudente que yo. Aún no sé cómo esos hombres que me perseguían podían estar al corriente. El chivatazo pudo llegarles de muchas partes ya que a lo largo de mi investigación hice muchas, muchísimas llamadas y me vi con mucha gente. En las instituciones psiquiátricas y religiosas o en archivos. Esos… asesinos… deben de tener contactos, algo así como centinelas. Desde entonces vivo escondido aquí, protegido por personas de confianza, en medio de ninguna parte.

En cuclillas, empuñando el arma, se atrevió a echar otro vistazo a través del ventanal. Suspiró largamente y, tras más de treinta segundos, se puso en pie.

– Tal vez fuera un animal. Por aquí rondan alces y castores.

Se calmó. Aquel tipo que, en su juventud, debía de haberse enfrentado a un montón de tipos peligrosos e influyentes, que se las había visto con las tinieblas y había sabido mantenerse a flote, acababa su vida en plena psicosis.

– Supongo que en los archivos no habrá hallado nada. Yo también los consulté, hará cosa de un año. Es evidente que las identidades correspondientes a esos rostros de niñas de los que disponemos, usted y yo, se hallan entre los expedientes de las comunidades religiosas. Pero, como habrá podido comprobar, esos archivos lamentablemente no son accesibles. Es lo único que me falta. Nombres… Necesito los nombres de esas pequeñas pacientes para llegar hasta el hospital psiquiátrico de la niñas y los conejos, a esas chiquillas, y así obtener testimonios, pruebas vivientes que…

– Tengo esos nombres.

– ¿Cómo es posible?

– Cada vez son más las comunidades religiosas que están cerrando, por falta de dinero. Sus archivos se trasladan sistemáticamente al Centro de Montréal. ¿No lo sabía?

Negó con un gesto de cabeza.

– Desde que me escondí, me es más difícil estar al corriente.

– La chiquilla del columpio se llama Alice Tonquin.

– Alice… -suspiró Rotenberg, como si hubiera tenido ese nombre en la punta de la lengua durante años.