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Su buena conducta y sus claras explicaciones no evitaron que tuviera que pasar la noche en una celda. De nuevo, Lucie no rechistó. Conocía el funcionamiento de una investigación y la complejidad del panorama al que se enfrentaban los gendarmes. Dos cadáveres hallados calcinados en lo más profundo de un bosque, una mujer francesa indocumentada, historias de la CIA y los servicios secretos: no era ninguna tontería. Por fuerza, las verificaciones llevarían algún tiempo.

Lo más importante era que estaba viva.

Sola en la pequeña estancia rectangular, se dejó caer en el banco, con los nervios destrozados. Aquella noche había matado a un hombre, el segundo en su carrera. Arrebatar una vida, sea ésta cual sea, deja siempre un profundo surco negro en el alma. Algo indeleble que le ronda a uno durante mucho tiempo.

Pensó en Rotenberg, que iba a contárselo todo. Como había sucedido con el restaurador de films. Se lo había entregado en bandeja al asesino. Aquel hombre que vivía agazapado en un bosque había pagado los platos rotos de su negligencia.

Aquellos cabrones la habían utilizado de nuevo. Lucie se sentía mal por ello.

El inspector Pierre Monette acudía regularmente a preguntarle cómo estaba, y le llevó agua y café, e incluso la invitó a un cigarrillo que ella rechazó. Avanzada ya la noche, le anunció que todo iba por buen camino y que probablemente por la mañana estaría en la calle.

Las horas que siguieron se hicieron interminables. Sin visitas, sin nadie con quien hablar. Sólo el sol pesado al asalto del cielo boreal, a través de los cristales de Plexiglás de una estancia gris y siniestra. Lucie pensaba en sus hijas en todo momento. Aquella noche había estado a punto de morir. ¿Qué hubiera sido de sus hijas sin ella? Dos huérfanas, sin padre ni madre. Lucie suspiró profundamente. En cuanto aquella historia acabara se iba a dar un tiempo para pensar en serio en su futuro. En el futuro de ellas, de las tres…

A las diez y diez, una sombra se dibujó en el marco de la puerta de la celda.

Lucie hubiera reconocido aquella silueta entre un millón.

Franck Sharko.

Cuando Monette abrió la puerta, Lucie se abalanzó y, sin pensar, se hundió en el hombro del robusto policía. El comisario dudó una fracción de segundo y apoyó sus grandes manos en su espalda.

– Si sigues así, acabarás por provocarme un infarto. ¿Siempre es así contigo?

Los ojos de Lucie se humedecieron. Se apartó, con una sonrisa triste.

– Digamos que en estos momentos es una situación un poco especial. ¿No se ha dado cuenta?

Lucie olvidó durante unos segundos las horas sombrías que acababa de vivir. Aquella presencia fuerte la tranquilizaba enormemente. Sharko señaló la reja con una inclinación de cabeza, con una sonrisa que le sentaba bien.

– Vuelvo enseguida. Hay que resolver el papeleo. ¿Puedes esperar aún un poco?

– Quisiera hacer una llamada antes. Quiero llamar a mis hijas. Quiero escuchar su voz.

– A su debido momento, Henebelle. A su debido momento.

Lucie volvió a sentarse en el banco.

Una vez a solas, exhaló un profundo suspiro y se llevó una mano al pecho.

Allí dentro, el corazón latía con toda su terrible fuerza.

51

Lucie regresó con el móvil de Sharko en la mano. Se instaló a la mesa y le devolvió el teléfono. En su camino entre Trois-Rivières y Montréal se detuvieron en un Kentucky Fried Chicken.

– ¿Cómo están? -preguntó el comisario.

– Están bien. Juliette ya no tiene ningún problema digestivo y se porta de maravilla en casa de la abuela. En cuanto a Clara, sólo he podido hablar con sus monitores de las colonias, ella aún duerme. ¡Había olvidado que en Francia aún son las siete de la mañana!

Durante el trayecto, Lucie tuvo tiempo de explicarle todo lo ocurrido desde su llegada a Canadá. Los huérfanos de Duplessis, los experimentos de Sanders y la implicación de la CIA en los experimentos con seres humanos en las décadas de 1950 y 1960. Sharko digirió y almacenó la información sin decir nada.

En aquel momento, el comisario mordía con apetito unos muslos de pollo frito mientras Lucie daba cuenta de una ensalada de col blanca y aspiraba con fruición su Pepsi, cosa que le sentó requetebién a su estómago.

– Ese francotirador, en el chalet, no quería matarme, estoy convencida. Quería hacerme salir como a un conejo de su madriguera para cogerme viva. Tenía otras intenciones.

Sharko dejó de comer. Dejó el pollo en el plato, se frotó las manos y miró a Lucie a la vez que suspiraba.

– Todo esto es culpa mía.

Y él le explicó a su vez: su incursión en el cuartel de la Legión, el coronel Chastel, el farol que se había marcado, la foto de Lucie con el rostro rodeado con un rotulador rojo. Ella aspiró su pajita ruidosamente y encajó la noticia.

– Por eso me envió aquí, y cuatro días para más inri. Quería actuar solo.

– Sólo quería evitar que hicieras una tontería.

– No debería haberlo hecho. Esos militares podrían haberle matado. Podría haberle…

– Olvídalo. A lo hecho, pecho.

Lucie asintió con resignación.

– ¿Y ahora qué? Por lo que a mí respecta, aquí en Canadá, quiero decir…

– La Gendarmería Real de Canadá se ocupará de los trámites para facilitar tu regreso a casa. Para los gendarmes, la investigación se ceñirá exclusivamente a lo sucedido en el chalet. Nuestros servicios y los de la Sûreté de Montréal se encargarán de lo demás. Es decir, de toda la mierda en la que estamos metidos hasta el cuello. También se ocupan de identificar a tu vecino del avión, conocido como «el asesino de Rotenberg».

– Rubio, cabello cortado a cepillo, corpulento, botas militares. Menos de treinta años. Es uno de los tipos a los que buscamos desde el principio.

– Sí, es probable.

– Seguro. ¿Y hay alguna novedad con respecto a la llave que me dio el abogado antes de morir?

– Están buscando qué puede abrir. Está numerada, y creen que puede tratarse de la llave de una consigna. Tal vez de un apartado de correos o de una consigna de estación. En cualquier caso, nos tendrán al corriente. Y… buena intuición, Henebelle, con lo de los archivos.

– En el fondo, usted no confiaba en ello, ¿o me equivoco?

– En la pista, no mucho. Pero en ti, sí. Creí en ti desde que te vi bajar del TGV, la primera vez, en la estación del Norte.

Lucie apreció el cumplido, sonrió y no pudo reprimir un bostezo.

– ¡Oh, perdón!

– Vámonos al hotel. ¿Desde cuándo no has dormido?

– Hace mucho… Pero tenemos que intentar ver a la hermana María del Calvario, tenemos…

– Mañana. No tengo ganas de llevarte de vuelta hecha puré.

Por una vez, Lucie abdicó sin ofrecer resistencia. De hecho, no podía más.

– Voy al servicio y nos ponemos de nuevo en camino.

Sharko miró cómo se alejaba y suspiró. Hubiera deseado abrazarla, tranquilizarla, decirle que todo se arreglaría. Pero sus mandíbulas seguían paralizadas para pronunciar palabras tiernas. Apuró su cerveza, pagó en efectivo el importe exacto y salió a esperarla afuera. Hizo una rápida llamada a Leclerc para informarle de que todo estaba de nuevo en orden. Por su lado, el jefe de la OCRVP le anunció que durante el día vería a jueces y altos funcionarios del ministerio de Defensa para poner en marcha el procedimiento judicial que permitiría investigar a la Legión Extranjera y responder a la pregunta: ¿Mohamed Abane se alistó en la Legión?

Cuando colgó, el comisario tuvo por fin la sensación de que las cosas avanzaban a pasos de gigante.

Ya era hora.

52

– Sabía que le encontraría aquí…

Sharko se dejó cautivar por la voz femenina que cantaba detrás de él. Instalado en un sillón del bar del hotel, saboreaba tranquilamente un whisky en la penumbra, mientras repasaba el listado de participantes en el SIGN. El local era elegante, pero sin excesos. Moqueta clara, grandes cojines sobre los sofás rojos, paredes tapizadas de terciopelo negro. Al llegar, Lude vio sobre la mesa un vaso de Diabolo de menta.