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– Ruanda… -murmuró con voz queda el comisario-. 1994. El genocidio.

Una foto particularmente desgarradora mostraba a unos hutus en plena acción, armados con sus machetes. El odio desfiguraba los rostros de los agresores, las bocas espumeaban saliva, los nervios del cuello y de las extremidades se dibujaban en relieve sobre la piel.

Una vez más, las miradas de los asesinos estaban rodeadas con un círculo. Lucie se aproximó cuanto pudo a la pantalla.

– Siempre la misma mirada, siempre… El alemán, el hutu, la niña con los conejos. Es un… rasgo común de la locura, que concierne a todos los pueblos y a todas las épocas.

– Diferentes formas de histeria colectiva. Estamos en el meollo de la cuestión.

El fotógrafo de guerra se había aventurado luego entre los cuerpos, capturando detalles de los cadáveres, sin ahorrarse los primeros planos macabros.

La fotografía siguiente dejó estupefactos a Lucie y Sharko.

Era un tutsi enucleado, con el cráneo cortado en dos.

La foto tenía una leyenda: «Más que una masacre… La prueba de la locura de los hutus».

Lucie se hundió en su silla y se llevó una mano a la frente. El fotógrafo de guerra había creído que se trataba de una barbaridad perpetrada por los propios hutus, pero la verdad era muy diferente.

– No lo puedo creer…

Sharko se tiró de las mejillas, como si quisiera evitar que sus ojos se le salieran de las órbitas.

– También estuvo allí. El tarado que roba cerebros. Egipto, Ruanda, Gravenchon… ¿Y en cuántos otros lugares habrá estado?

Se sucedieron nuevos documentos: fotos de archivos, artículos o páginas de libros de historia escaneados.

Siempre se trataba de genocidios o de matanzas. Birmania, 1988. Sudán, 1989. Bosnia-Herzegovina, 1992. Fotografías inmundas, tomadas en un momento de rabia. Allí estaba, frente a ellos, lo más nauseabundo de la historia. Y las miradas rodeadas con un círculo. Sharko rebuscaba los cráneos cortados entre las montañas de cadáveres, sin hallarlos. Pero seguro que estaban allí, entre los muertos. Simplemente no los habían fotografiado.

– ¡Basta! -exclamó el policía.

Se puso en pie, se llevó las manos a la cabeza y anduvo de un lado a otro de la habitación. Lucie estaba estupefacta.

– La contaminación mental… -repitió ella maquinalmente.

Hizo desfilar las últimas imágenes y la presentación se terminó.

Calma en la habitación. Un discreto ronroneo del aire acondicionado. Lucie se fue hasta la ventana para abrirla.

Aire, necesitaba aire.

57

Sharko apretaba su cabeza entre sus manos.

– Seguro que el asesino estaba allí… Presente tras cada matanza para robar los cerebros.

Pálida, Lucie había vuelto a sentarse sobre la cama. Miraba a la pantalla, con la mirada perdida.

– A Szpilman le importaban una mierda las razones políticas, étnicas o existenciales de los genocidios. Iba tras alguna cosa en esas matanzas en las que padres o hijos perfectamente normales se ponen a matar de repente. Poco antes de morir, Philip Rotenberg me habló de las investigaciones en curso del belga sobre esa contaminación mental. Me dijo que tal vez existía un fenómeno que, por su violencia, modificaba la estructura cerebral.

– ¿Un virus?

– Sí, salvo que no habría nada físico ni orgánico. Sólo… algo que a través del ojo podría modificar el comportamiento humano y liberar la violencia.

– Una forma de histeria colectiva criminal.

– Algo así. Desde que vi el film con las niñas en la sala blanca, sólo tengo una imagen en la cabeza: la de una escuadrilla de aviones de guerra. El primer avión, el elemento desencadenante, comienza a virar hacia el suelo y los otros hacen exactamente lo mismo, uno tras otro, como si los uniera un hilo invisible. ¿Y si el síndrome E fuera eso? ¿Un individuo desencadenante, ultraviolento, que actúa y hace que, casi instantáneamente y gracias a la contaminación mental, esa violencia se propague de individuo en individuo? ¿Y si fuera ése el objetivo de los experimentos ocultos en el film de Lacombe? ¿Tratar, a cualquier precio, de crear ese fenómeno frente a una cámara? ¿Demostrar su existencia con una prueba concreta?

Sharko caminaba mecánicamente de un lado a otro de la habitación. A su alrededor no existía nada más. El caso le absorbía, y lo que contaba Henebelle le parecía a la vez estrafalario y de una terrible veracidad. Szpilman, gracias a sus investigaciones personales y a su empecinamiento, lo había comprendido. Había pasado años estudiando libros. Se había puesto en contacto con fotógrafos de guerra y había coleccionado fotografías en pos de un descubrimiento horroroso. Al final, el film que sin duda acabó en sus manos gracias a un azar provocado, fue la piedra angular de su investigación, la que necesitaba para comprender la propia esencia de su búsqueda.

– Hay gente, en este mundo, que trata de comprender de manera médica, diría que incluso quirúrgica, cómo funciona ese fenómeno filmado oficialmente por Lacombe hace más de cincuenta años en el marco de experimentos secretos. La contaminación mental de la violencia a partir de un desencadenante. Eso es el síndrome E.

– La contaminación mental de la violencia a partir de un desencadenante -repitió Lucie-. Un fenómeno raro, aleatorio, que se produce en cualquier lugar y en cualquier momento. Es difícil estudiarlo en un laboratorio, así que se experimenta sobre el terreno. En los lugares donde se han producido masacres, en el corazón de los fenómenos de histeria colectiva. Se busca en las cabezas de los muertos una pista, un indicio.

Sharko proseguía su peregrinación, con la mano en el mentón.

– Chastel sabía de la existencia del síndrome E, y eso significa dos cosas. La primera es que ese asunto, que en los años cincuenta estaba en manos de la CIA, pasó a manos de los servicios secretos franceses. Y la segunda es… intrínseca a la propia Legión. Se trata de un lugar donde a los hombres, sobre todo durante la fase de selección, se les lleva al límite físico y psíquico. Donde cualquier detalle puede hacer que todo explote de repente.

– ¿Te refieres a que la Legión sería un territorio propicio para la aparición de la contaminación mental?

– Exactamente. Recuerda la foto de los soldados frente a las madres judías y a sus hijos, o la de los hutus, blandiendo sus hachas… la violencia inherente a esas escenas, su contexto. A buen seguro existen factores previos a la aparición del síndrome, como el estrés, el miedo o el condicionamiento exterior.

– La guerra, el encierro… Todo cuanto tiene que ver con alguna forma de autoridad. La monja ha mencionado el nerviosismo de las niñas, a las que encerraban en salas a gritos.

Sharko asintió con convicción.

– Totalmente de acuerdo. Antes de asumir la comandancia del cuerpo, Chastel dirigía entrenamientos de supervivencia en Guyana, un infierno que podía enloquecer a los legionarios. Tal vez allí se produjo una manifestación del síndrome. Y por ello Chastel despertó el interés de nuestro ladrón de cerebros. Fue destinado a continuación a los servicios secretos, antes de regresar a Aubagne. Creo que obtuvo la comandancia del cuerpo para tratar de desencadenar el síndrome E en el propio seno de sus efectivos y así poder estudiarlo con seres vivos.

– Una especie de incubadora. El equivalente de las experiencias de 1955, pero al aire libre.

– Sí. Y cayó en su propia trampa. Mohamed Abane, un individuo particularmente agresivo, se convirtió en un incontrolado y arrastró a otros cuatro hombres en su locura. Probablemente fueron abatidos antes de que Chastel pudiera intervenir. Por ese motivo, el coronel tomó las riendas del asunto personalmente. Él, su esbirro Manœuvre y nuestro «ladrón de cerebros» se pusieron manos a la obra: obertura de cráneos, enucleación, sepultura de los cadáveres…