Sharko se puso en pie y, con el estómago revuelto, agitó su lista de los participantes en el SIGN.
– Manœuvre y Chastel no eran más que comparsas. Tenemos que dar con el verdadero asesino. El que mutiló a las egipcias. El que, desde hace años, se desplaza de país en país para abrir cráneos. El gran manitú. Está aquí, delante de nuestras narices, en esta lista de nombres. Birmania nos obliga a remontarnos veinte años atrás. Si realmente fue allí después de la masacre, nuestro asesino debe de tener actualmente por lo menos cuarenta y cinco años.
Sharko se cerró como una ostra, se sumergió en su lista y empezó a tachar nombres. Aún aturdida, Lude aprovechó para conectarse a la wi-fi del hotel. En Google introdujo el nombre «Peter Jameson», y no le ofreció ningún resultado concluyente. Probó a continuación «James Peterson». Y aparecieron resultados.
– ¿Franck? Deberías ver esto… Hay un James Peterson que corresponde a nuestros criterios.
Sharko no la oyó, y ella tuvo que repetir sus palabras. Alzó la vista y señaló el listado.
– Creo que lograré eliminar el cincuenta por ciento.
Se aproximó. Lucie señaló la pantalla. Había accedido a un artículo de Wikipedia relativo al individuo. La foto presentaba a un hombre delgaducho, de rasgos angulosos y mirada intransigente.
Ambos policías leyeron en silencio. James Peterson… Padres que emigraron de Nueva York a Francia. Nacido en París en 1923. Un superdotado que accedió a la Universidad a los quince años. Profesor asociado de fisiología, antes de dedicarse al estudio del sistema nervioso cuando ni siquiera tenía veinte años. Emigró a Estados Unidos, a la Universidad de Yale, donde se especializó en la investigación de la estimulación directa del cerebro mediante técnicas eléctricas y químicas… Ése fue el tema de su principal y única obra, publicada en 1952 y titulada El condicionamiento del cerebro y la libertad mental. En 1953, extrañamente, Peterson abandonó la escena científica y nunca más se oyó hablar de él.
Lucie emprendió nuevas búsquedas que no les aportaron más información acerca del personaje. Peterson se había desvanecido. Los policías, sin embargo, conocían su destino después de 1953: el Mont-Providence, bajo la híbrida identidad de Peter Jameson. Fue reclutado por la CIA, como los otros, para llevar a cabo experimentos con niños. Hasta aquel momento, la pista acababa allí. Los policías esperaban la llamada del gendarme Pierre Monette para obtener informaciones más detalladas.
Lucie clicó sobre el enlace al libro escrito en aquellos años por James Peterson. Apareció entonces la imagen de sobrecubierta, y ambos policías se quedaron de piedra.
En la sobrecubierta podía verse un toro de talla descomunal frente a frente con un hombrecillo de bigotito rubio, con las manos a la espalda y sonriente. El mismísimo James Peterson.
– El toro frente al hombre, como en el film de Lacombe -dijo Sharko-. ¿De qué habla ese libro, exactamente?
Con unos cuantos movimientos de ratón, Lucie obtuvo una breve sinopsis de la obra. Leyó en voz alta:
– «Los progresos de la fisiología son de tal magnitud que hoy en día es posible explorar el cerebro, inhibir o excitar la agresividad, o modificar los comportamientos maternales o sexuales. El tiránico cabecilla de una panda de simios cede el paso a sus subordinados si se consigue estimular una zona en particular de su encéfalo. Ese acceso directo al cerebro, gracias al milagro de sorprendentes técnicas físicas, constituye tal vez un paso más decisivo en la historia de la humanidad que la conquista del átomo.» Sharko se puso en pie. Percibía que en las páginas de aquella obra se ocultaba la evidencia de la solución que andaban buscando. Se puso la americana que había dejado a los pies de la cama, cogió su lista y se dirigió hacia la puerta.
– Sígueme. Mientras esperamos la llamada del gendarme, vamos a ver qué horrores encierra ese libro.
58
El libro de James Peterson se podía encargar, pero no estaba disponible en ninguna de las librerías que Sharko y Lucie visitaron. A la vista del título y de una breve sinopsis de la obra, un librero sensato les aconsejó que se dirigieran a la facultad de medicina de la Universidad de Montréal -la tercera facultad de América del Norte por su magnitud-, y más concretamente al Centro de Investigación de Ciencias Neurológicas. Como prueba de su benevolencia, el librero consiguió ponerse en contacto con un profesor llamado Jean Basso. Le pasó entonces a Sharko, y ambos se dieron cita unas horas más tarde, tiempo suficiente para que Basso se impregnara de nuevo de aquel libro que, efectivamente, a buen seguro poseía y ya había leído. En el taxi, Lucie y Sharko no hablaron demasiado, puesto que ambos se sentían al borde de la náusea. Estaban rasgando las tinieblas que habían cubierto un país entero, la religión, la ciencia, y que se habían insinuado en los dobleces de unas mentes enfermas. Lucie pensó en su familia. Aquellas hijas a las que trataba de educar en la inocencia y en un mundo en el que ella aún quería creer. Los rostros de Clara y Juliette se superpusieron de nuevo a los de Alice y Lydia, aquellas niñas que no habían pedido nada y a las cuales no se ofreció oportunidad alguna. Hoy más que nunca, Lucie se sentía impotente y terriblemente falible.
Llegaron a su destino.
La universidad se alzaba cual monstruo de cemento y cristal, entre la falda oeste del Mont-Royal y las infinitas alineaciones de residencias estudiantiles. Lo más impresionante, sin embargo, era el enorme vacío que reinaba allí en pleno verano. Más de cincuenta mil alumnos ausentes, calles desiertas, cafeterías, polideportivos, librerías y tiendas cerrados. Daba la impresión de un lugar fantasma por donde sólo circulaba una pequeña parte de sus investigadores, así como empleados que se ocupaban de la intendencia y del mantenimiento.
Lucie y Sharko pidieron que les dejaran frente a los edificios de increíble diseño de la Politécnica y preguntaron a las primeras personas con las que se cruzaron. Con esfuerzo, consiguieron obtener el nombre de un pabellón: Paul Desmarais.
La institución se hallaba al otro extremo. Un kilómetro más lejos, tras tomar unos subterráneos que unían los edificios entre sí, les condujeron a un despacho y les presentaron al profesor Jean Basso, director del denominado Grupo de Investigación sobre el Sistema Nervioso Central, el GRSNC. El hombre tenía unos cincuenta años y unos falsos aires de Einstein.
Sharko explicó de nuevo, en dos palabras, el objeto de su visita. Deseaba obtener información acerca del libro de James Peterson titulado El condicionamiento del cerebro y la libertad mental.
– Lo conozco. ¿Quién podría ignorar sus trabajos sobre el cerebro? Un científico notable que interrumpió su investigación demasiado pronto.
– ¿Sabe por qué lo hizo?
– No.
Sharko tuvo ganas de decir: «Nosotros sí lo sabemos… Hacía experimentos no muy lejos de aquí, con niñas a las que trataba como conejillos de Indias en el marco de un proyecto secreto de la CIA, junto con un cineasta loco llamado Jacques Lacombe».
– ¿Y sabe qué fue de él?
– No tengo ni la más remota idea. Sólo me interesaba el aspecto científico de ese hombre. Su vida privada, en absoluto.
Mostró un libro negro y verde de unas cuatrocientas páginas, con la sobrecubierta del hombre frente al toro. El volumen había vivido sus años, y tenía las páginas amarillentas y arqueadas.
– Trataré de ser breve y claro en mi explicación. Hay que saber que, para los científicos de la época, lo que sucedía en nuestra cabeza era, grosso modo, una gigantesca caja negra. Peterson, un tipo con talento, se interesó en una cosa fundamental para la neurociencia: ¿qué sucede entre las entradas sensoriales, el ojo que ve un semáforo rojo, y las salidas del comportamiento, el pie que pisa el freno? ¿Cuáles son los mecanismos que se ponen en funcionamiento en esa caja negra para que, a partir de un sonido o un olor, se produzca un gesto o un comportamiento? El principio fundamental que guió el trabajo de Peterson fue el de la tabula rasa: según ese principio, la mente recién nacida no es más que una tablilla virgen sobre la cual la experiencia inscribirá sus mensajes y así se desarrollarán las diferentes áreas del cerebro, correspondientes a cada uno de los sentidos. A grandes rasgos, el origen de los recuerdos, la reactividad emocional, las aptitudes motrices, las palabras o las ideas que constituyen un individuo se hallan, en el inicio, en el exterior de ese individuo. Peterson llevó a cabo numerosos experimentos ilustrativos con animales para apoyar sus suposiciones. Por ejemplo, con monos, a los que privaba de varios sentidos desde su nacimiento. O con gatos, a los que estimulaba visualmente sin interrupción. En el caso de la privación, el cerebro no se desarrollaba, y en el de la sobreexposición sensorial, el cerebro alcanzaba un peso superior a la media. Ello probaba que la estructura cerebral se conforma a lo experimentado a través de los sentidos. El libro segrega esa fascinación de Peterson por la interacción entre los sentidos y el cerebro.