Lucie trataba de aferrarse a sus recientes descubrimientos.
– ¿El término «síndrome E» le dice algo?
– En absoluto.
– ¿Y el de «contaminación mental»?
– ¿A qué se refiere?
– ¿La propagación de la violencia y de la agresividad a través de los sentidos? ¿Imágenes y sonidos tan violentos que pueden modificar la estructura cerebral de un individuo en particular, que actúa y provoca la modificación en cadena del comportamiento de una serie de individuos que le rodean?
A la propia Lucie la sorprendió la frase que acababa de pronunciar pero, de hecho, ¿no era ése el balance final de su investigación?
El profesor se frotó el mentón.
– ¿Como si se tratara de un fenómeno viral? ¿Con un paciente cero y una propagación de la enfermedad por intermediación de los vecinos? Su teoría es interesante, pero…
El profesor se tomó un tiempo antes de proseguir. Parecía desconcertado.
– Debo confesar que jamás había oído nada semejante. Tendría que pensar en ello, reflexionar. Tal vez Peterson tuviera, en el fondo, un objetivo oculto, sobre todo teniendo en cuenta que se interesó efectivamente en las zonas cerebrales asociadas a la violencia. En particular con las colonias de monos.
Sharko y Lucie intercambiaron una mirada.
– ¿Cómo?
– Demostró que los monos que sufren heridas en el área de Broca y en la amígdala cerebral desarrollan comportamientos sociales anormales, que conducen a la incapacidad de controlar sus frustraciones y su ira. Peterson incluso logró que atacaran a tigres. Igualmente, observó una región amigdalina anormalmente reducida en los animales que se volvían agresivos naturalmente. Como si esa parte del cerebro se hubiera atrofiado. Nunca pudo explicar la razón de esa atrofia.
Progresivamente, los policías comprendían el razonamiento de Peterson y la importancia de sus descubrimientos. A cada segundo que pasaba captaban mejor la esencia misma del síndrome E. Lucie hojeaba lentamente la obra. Unas viejas fotos en blanco y negro le saltaron a la vista. Unos gatos con los cráneos conectados a decenas de electrodos. Unos monos con unos grandes cascos eléctricos sobre sus cabezas. Luego el propio Peterson frente al toro: la misma fotografía utilizada en la sobrecubierta.
Lucie mostró el libro al profesor.
– ¿Qué significa esta imagen?
– Es impresionante, ¿verdad? Peterson también fue uno de los precursores de la estimulación cerebral profunda. O cómo actuar sobre los comportamientos individuales mediante impulsos eléctricos.
Sharko sintió de repente una llamarada en su estómago. La estimulación cerebral profunda… Aquel término lo había leído en el informe del forense relativo al macabro hallazgo de Gravenchon. Mohamed Abane tenía un fragmento de cánula bajo la piel, a la altura de la clavícula, y el forense había sugerido la hipótesis de la estimulación cerebral profunda como una de las posibles explicaciones para la existencia de aquella cánula.
– Explíquenoslo -dijo con voz apagada.
– Galvani, 1791: el músculo de la rana se contrae con una estimulación eléctrica. Experimento que retomarán Volta en 1800 y luego Dubois y Reymond en 1848. Avanzamos veinte años: en 1870, Fritsch y Hitzig observan que la estimulación eléctrica del cerebro en un perro anestesiado provoca movimientos localizados del cuerpo y de los miembros. Saltamos luego a 1932, a un experimento que influyó notablemente a Peterson: la estimulación del cerebro en un gato sin anestesiar provoca actos motrices organizados y reacciones emocionales: maullidos, ronroneos, estallidos de cólera…
Era espantoso. Lucie podía imaginar a Peterson, en su laboratorio, abriendo cráneos para acceder al cerebro de animales vivos y despiertos.
– Trabajar con animales sin anestesiar constituyó un importante paso adelante, puesto que permitió constatar que la electricidad no sólo estaba en la base de los movimientos, sino también en la de las emociones. Fue Peterson quien asistió al nacimiento de la estimulación cerebral profunda, es decir, la implantación en el cerebro de electrodos unidos a un dispositivo que permite enviar impulsos eléctricos. Esas grandes cajas que ve ahí, señorita, sobre los cráneos de los monos, son, ni más ni menos, el equivalente de un cuadro eléctrico. Dándole a uno u otro interruptor se estimulan diversas zonas cerebrales y así se inducen reacciones diferentes. El sistema era muy burdo y aparatoso, claro está, pero funcionaba.
Todo aquello era muy instructivo. Sharko imaginaba una hilera de interruptores que se encendían y se apagaban, y que actuaban sobre el sueño, la ira o la motricidad. ¿Qué sucedía si se encendían varios interruptores a la vez? ¿Qué sentían los gatos que se oían maullar a sí mismos sin quererlo? Los experimentos debían de ser ilimitados tanto en el horror como en la crueldad.
El profesor seguía hablando, para desvelar una verdad atroz y muy real.
– Peterson era muy demostrativo, quería impresionar. Por lo que respecta al toro, simplemente implantó electrodos en las áreas motrices del cerebro del animal. El dispositivo queda oculto a la cámara y Peterson esconde un mando a distancia de radio en la mano. Al apretar un botón, una corriente eléctrica inhibe las áreas motrices e impide que el animal se mueva. Es instantáneo, como si se tomara una foto con una cámara.
Sharko se llevó las manos a la frente. Con su esquizofrenia y sus sesiones en la Salpêtrière, había visto de qué eran capaces los científicos, pero no hasta aquel punto…
Jean Basso percibió su incomodidad y sonrió.
– Parece increíble, ¿verdad? Eso era, sin embargo, hace cincuenta años. Hoy, la estimulación cerebral profunda es una técnica que está bastante de moda y que es relativamente corriente. Todo se ha miniaturizado. Hoy en día, el estimulador se coloca bajo la piel, unido por cables a los electrodos implantados en el cerebro. Los propios pacientes disponen de un mando a distancia que les permite lanzar o no la estimulación. Así se pueden mitigar algunas enfermedades, como el Parkinson, los trastornos obsesivos compulsivos, y pronto las depresiones o el insomnio crónico. Ya se están definiendo los protocolos.
Sharko trataba de desechar la monstruosa idea que, progresivamente, crecía en su cabeza. Aquello estaba fuera del alcance de cualquier entendimiento. Y, sin embargo, se atrevió a plantear la cuestión.
– ¿Cree que podría hacerse lo mismo con la agresividad? ¿Desencadenarla o inhibirla a voluntad con un simple… mando a distancia?
Pensaba evidentemente en el paciente cero, en el elemento desencadenante de la masacre, al cual se podría controlar de manera científica en lugar de confiar en el azar de una interminable espera.
– Todo es posible. Es horrible reconocerlo, pero la electricidad siempre es más fuerte que la voluntad y el pensamiento. Con la estimulación cerebral profunda se puede detener el corazón, suprimir o crear el sueño o los recuerdos. Las posibilidades son infinitas. El único secreto está en dar en la zona pertinente con los electrodos para enviar el estímulo eléctrico exactamente al lugar adecuado. Por un lado, los largos electrodos deben atravesar el cerebro físicamente, y por lo tanto tienen que atravesar las zonas motrices, del lenguaje o de la memoria, cosa que no es sencilla y provoca problemas para los cuales aún no tenemos solución. La gran preocupación, acto seguido, es la zona en sí misma. En el caso de la violencia, la amígdala central es muy pequeña, multifuncional y está en contacto con partes extremadamente sensibles. Un error, siquiera de una fracción de milímetro, y el paciente perdería los recuerdos, comenzaría a delirar o se quedaría paralizado. Ésa es la razón por la cual la definición de los protocolos experimentales para validar la utilización de implantes exige tiempo y dinero. Equivocarse en neurocirugía es una posibilidad que ni siquiera se plantea. Esta técnica prometedora y mágica es, a la vez, el paraíso y el infierno para el cerebro… Y con esto creo que ya les he dicho cuanto podía explicarles acerca del libro.