Выбрать главу

Volverse por fin como los demás. Bueno, casi.

Se encontraron con los colegas de Grenoble hacia las cuatro de la madrugada. Las presentaciones formales, los cafés y las explicaciones se sucedieron.

A las cinco y media, una decena de hombres se puso en camino hacia el domicilio de Coline Quinat. Un sol rojo como la sangre luchaba por desprenderse del horizonte. El Isère se cubría lentamente de reflejos plateados. Lucie comenzaba a olerse que la persecución llegaba a su fin. El mejor momento para un policía, la última recompensa. Por fin acabaría todo.

Llegaron a su destino. La fachada de la vivienda era inmensa e imponente. A los policías les sorprendió descubrir que, entre los huecos de las persianas del piso, podía verse luz: Quinat no dormía. Con prudencia, los equipos ocuparon sus posiciones. Músculos tensos, miradas sagaces, picores en el pecho. A las seis en punto, cinco mazazos de la policía nacional hicieron saltar la cerradura de la pesada puerta cochera.

En un instante, los hombres se diseminaron por el interior, como abejorros. Rápidamente, Lucie y Sharko siguieron los pasos de los que ascendían hacia la primera planta. Los haces de las linternas bailoteaban en los peldaños, percutían unos contra otros, y las pesadas botas zapateaban marcando el ritmo.

No hubo lucha, ni explosiones, ni disparos. Nada a la altura del increíble estallido de horrores y de violencia de los últimos días. Simplemente la impresión de indecencia al violar la intimidad de una mujer sola.

Coline Quinat acababa de ponerse en pie frente a su mesa de despacho, con el rostro sereno, ni siquiera sorprendida. Depositó lentamente su estilográfica frente a ella y miró a Lucie mientras los agentes la esposaban. Durante la lectura de sus derechos, no protestó ni se resistió, como si todo fuera consecuencia de una lógica implacable.

Lucie se acercó a ella, casi hipnotizada, extasiada al ver finalmente la materialización de un personaje en blanco y negro perdido en un film de cincuenta años atrás. Quinat le sacaba una cabeza. Vestía una bata de seda azul. Sus cabellos cortos, rubios y grises, enmarcaban un rostro duro, perfectamente conservado, de mandíbulas prominentes. La mirada… Lucie se perdió en aquella mirada negra, que había atravesado los años sin perder su severidad, con su terrible vacío. Aquella mirada de niña enferma que tanto la había conmocionado. Los labios de la sexagenaria se abrieron y de su boca salieron unas palabras:

– Sabía que vendrían, tarde o temprano. Tras la muerte de Manœuvre y el suicidio de Chastel, las fichas de dominó empezaron a caer, una tras otra.

Inclinó la cabeza, como si tratara de adentrarse en el pensamiento de Lucie.

– No me juzgue con tanta severidad, jovencita, como si fuera una criminal horrible. Sólo espero que haya comprendido qué tratábamos de conseguir mi padre y yo.

A sus espaldas, Sharko le habló a la oreja al comandante de la operación. En los segundos siguientes, él y sus hombres abandonaron la habitación y le dejaron solo con Quinat y Lucie. Cerró la puerta y se aproximó. Lucie no logró contener su rabia.

– ¿Conseguir? ¡Ha matado vilmente a un viejo indefenso, le colgó… y lo destripó! ¡Acuchilló sin piedad y con ensañamiento a una chica y a su novio que no tenían ni siquiera treinta años! ¡Es usted la más horrible de las criminales!

Coline Quinat se sentó sobre la cama, resignada.

– ¿Y qué esperaba? Soy una paciente cero, y lo seré durante mi vida entera. El síndrome E surgió de mi cráneo, un día del verano de 1954, y modificó de manera irreversible la estructura de una ínfima parte de mi cerebro. La violencia habita en mí, y sus modos de expresión no son siempre los más… racionales. Créanme, si hubiera podido disecar mi propio cerebro, lo hubiera hecho. Les juro que lo hubiera hecho.

– Está usted… loca.

Quinat sacudió la cabeza, mordiéndose los labios.

– Nada de todo esto hubiera tenido que suceder. Sólo queríamos recuperar las copias de los films que Jacques Lacombe había diseminado. Y lo habíamos conseguido, con la mayoría… Hasta fuimos a Estados Unidos. Pero… apareció esa maldita bobina, que viajó de Canadá hasta Bélgica. Ese Szpilman… tuvo que meter las narices en nuestros asuntos. Hay gente como él, paranoicos de la teoría de la conspiración y de los servicios secretos, y son los que más miedo nos dan, porque reaccionan de inmediato ante cualquier disfunción, tienen un sexto sentido. Probablemente había visto los films de la CIA, que se hicieron públicos tras los artículos del New York Times. Cuando compró, vayan a saber por qué casualidad, la bobina y la visionó, por fuerza se fijó en el círculo blanco en la parte superior derecha. La firma de Lacombe… Supo entonces que el film que tenía en sus manos era tal vez uno de los films de la CIA que no habían llegado a la comisión de investigación, y así fue como comenzó a seguir la pista… A analizar los fotogramas. Hasta descubrir… mi rostro de niña.

Sharko estaba junto a Lucie.

– Ha hablado en plural. Ha dicho «lo habíamos conseguido», «queríamos recuperar las copias»… ¿Quiénes son esos «nosotros»? ¿Los servicios secretos franceses? ¿El ejército?

Ella dudó y acabó por asentir.

– Gente. Un montón de personas que trabajan a diario para proteger nuestro país. No nos confundan con la chusma que puebla las calles. Somos científicos, pensadores, gentes con capacidad de decidir, personas que hacemos que el mundo avance. Y todo avance exige sacrificios de todo tipo. Siempre ha sido así, ¿por qué debería cambiar?

Lucie no podía soportarlo más. Aquel discurso sereno, demasiado tranquilo, salido de la boca de una loca, le hacía hervir la sangre.

– ¿Sacrificios como los de las pobres muchachas egipcias? ¡Si no eran más que unas niñas! ¿Por qué?

Coline Quinat apretó las mandíbulas, no quería hablar pero la necesidad de justificarse fue más fuerte.

– Mi padre murió dos años antes del genocidio de Birmania. Pasó su vida entera en busca de manifestaciones del síndrome E, de la prueba de su existencia. Nunca se aventuró sobre el terreno, porque sabía a ciencia cierta que podía crearse y estudiarse en un laboratorio. Me utilizó y luego me arrastró tras de sí, me formó y casi me condicionó para que prosiguiera su labor. Estudios científicos, facultad de medicina, especialización en neurobiología… No podía decir ni media palabra, me había… embarcado. Crecí junto a militares, hombres de rostros oscuros en edificios sin ventanas. Y yo también me puse a buscar ese famoso síndrome, pero sobre el terreno.

– ¿La enviaban allí? ¿A los lugares donde se producían genocidios?

– Sí, con legionarios, ayuda humanitaria o médicos de la Cruz Roja. Recogíamos los cadáveres, los apilábamos a decenas antes de que comenzaran a pudrirse. Y yo, provista de las debidas acreditaciones oficiales, aprovechaba para estudiar los cerebros.

– Y en Egipto, ¿también tenía credenciales oficiales?

– Los fenómenos histéricos de masas con manifestaciones violentas son tan raros y aleatorios que casi es imposible hacer estudios serios. Así, cuando supe que en Egipto se había producido una ola de histeria y que había chicas que habían conservado comportamientos violentos, no lo dudé. Fui a El Cairo, durante el congreso SIGN. Y di con esas muchachas.

– Y las mató, las mutiló. Esa vez actuó sola, sin órdenes de fuera. Y sin credenciales.

Replicó con frialdad, sin compasión.

– Sólo había una manera de confirmar que se trataba del síndrome E, y era abrir los cráneos, rebuscar en el fondo del cerebro en la región de la amígdala para constatar su atrofia. En aquella época no había escáneres que ofrecieran los resultados que ofrecen los de hoy. Traje las partes de cerebro que me interesaban en la maleta, en pequeños botes con un poco de formol, y no me registraron. Y aunque me hubieran registrado era una científica, participaba en un congreso, formaba parte de una delegación… Y en cuanto a las mutilaciones… -apretó los dientes-, así fue. Pueden llamarlo pulsiones o sadismo, y tendrán razón. Nuestra mente aún está muy lejos de revelar todos sus misterios. Su anciano historiador pagó los platos rotos. Quería hacerles ver que no se las veían… con esos criminales de poca monta que son su pan de cada día. El caso iba más allá, y me parece que el truco causó su efecto.