Se produjo un momento de pesado silencio, y ella prosiguió.
– Mi manera de proceder en El Cairo no gustó mucho «a los de arriba», por decirlo amablemente. En cuanto llegó a sus oídos el telegrama enviado por un poli egipcio, no tuvieron otra elección: tenían que cubrirme y cubrirse también ellos. Así que decidieron ordenar que al poli egipcio se lo cargara su propio hermano corrupto. Porque no tenían otra elección. Había que seguir preservando el secreto del síndrome E. El resto no eran más que daños colaterales.
Lucie no daba crédito a lo que oía. Las altas instancias y los servicios secretos habían reclutado a una mujer peligrosa, a una asesina dispuesta a cualquier cosa para lograr un avance de la ciencia.
– Una vez de regreso en Francia, estudié detalladamente aquellos cerebros y constaté que la atrofia de la amígdala estaba presente en las muchachas egipcias. ¿Se dan cuenta? Ahí no era un caso de genocidio. El fenómeno no tenía ningún origen conocido, nació sin explicación plausible y, en algunos casos, era capaz de propagar la violencia, de encasquetarla definitivamente en el cerebro humano. Tenía la prueba concreta, definitiva, de la existencia del síndrome E y de que éste podía afectar a cualquiera. ¡A cualquiera! Ustedes, yo, a cualquier persona. Atravesaba los años, los pueblos y las religiones. Lo verifiqué de nuevo, en julio de aquel año, en Ruanda. Un año fructífero… me atrevería a aventurar. Fui a las fosas comunes, pasé por encima de cadáveres y, de nuevo, abrí cráneos. Pero esta vez los cráneos de los verdugos. Los cráneos de aquellos que habían matado a mujeres y niños con sus machetes. Allí también pude observar la atrofia de la amígdala, casi en todas las ocasiones. Imagínense mi estupefacción. La violencia de uno que se propagaba al cerebro de otro, atrofiándole la amígdala cerebral y volviéndolo violento a su vez. Y así uno tras otro… Un verdadero virus de la violencia. Se trataba de un descubrimiento excepcional, que cuestionaba muchos conceptos fundamentales sobre las causas de las masacres…
– Una comprensión que usted y sus colaboradores se guardaron para ustedes, evidentemente.
– Había tantos intereses geopolíticos, militares y financieros en juego… Secretos que guardar. Desde entonces, mi obsesión ha sido comprender la aparición del síndrome E y dominar cómo desencadenarlo. La última manifestación aleatoria hasta la fecha se produjo en la Legión Extranjera. Durante años investigué en todos los sentidos, pero la «creación» de un paciente cero era casi imposible. La espera era demasiado larga, se requerían muchas observaciones y también se necesitaban conejillos de Indias humanos. Hace años, en 1954, los científicos tenían más libertad, podían aprovechar la deriva de las grandes potencias y de sus servicios secretos. Disponían de «materia prima», como la del hospital del Mont-Providence. Y yo era aquella materia prima.
Era monstruoso. Aquella mujer se había convertido en un pedazo de carne fría, sin sentimientos, sin resentimiento. El modelo más puro y más elaborado del científico empecinado.
Quinat suspiró.
– Hoy, sin embargo, mientras les hablo, existe una solución mucho más rápida que mi padre ya había indicado. Una solución que por fin la técnica y el progreso nos aportan. La estimulación cerebral profunda… es un medio excelente para crear al paciente cero, el que desencadena la contaminación mental. Unos electrodos que se implantan en la región amigdalina y que provocan una agresividad extrema simplemente pulsando un botón de un mando a distancia. Luego el fenómeno se propaga a los vecinos, a los que se ha puesto en una situación de miedo y de estrés, y a los que previamente se ha formateado con obediencia a la autoridad para que el síndrome E penetre en ellos con mayor facilidad.
Proseguía, imperturbable, con una evidente necesidad de justificarse, mientras desgranaba horrores.
– Imagínense unos soldados que ya no tuvieran miedo, que mataran sin remordimientos, sin titubeos, como un único brazo vigoroso. Imagínense otra forma de contaminación mental controlada, que incidiera en otras zonas del cerebro, como las zonas motrices o la memoria. Se podría dejar fuera de combate a un ejército entero sin siquiera necesidad de utilizar armas. Evidentemente, hay un montón de parámetros que aún desconocemos, en particular acerca de las condiciones más favorables para la propagación a partir del paciente cero. ¿Hasta qué punto hay que forzar el estrés de los vecinos? ¿Cómo hacerlo? Pero todo ello acabará por ser controlado, dominado y fijado en protocolos. Conmigo o sin mí.
Sharko ya no lo soportaba más, pero no le quitaba ojo a Quinat. Sus puños se cerraban compulsivamente.
– Hallamos una cánula de electrodo en el cuello de Mohamed Abane. ¿Qué le hizo?
– Abane sobrevivió a la «chapuza» de Chastel, y era un paciente cero. Antes de estudiar su cerebro, practiqué en él algunos experimentos de estimulación cerebral profunda. Estimulamos en particular las zonas del dolor, con el objeto de poder dibujar las curvas y rellenar los cuadros estadísticos. En cualquier caso, teníamos que eliminarlo, así que digamos que lo utilizamos hasta el final.
Sharko hizo una mueca de asco. Aquellos experimentos explicaban por qué habían hallado las uñas de las manos de Abane clavadas en su propia carne. Le habían hecho padecer un calvario. Quinat proseguía su sórdida explicación.
– Cuando finalmente murió, Manœuvre se ocupó de hacer de él un cadáver anónimo. Ese legionario no era precisamente fino, lo hizo a lo bruto, con hacha y alicates. Lugo enterró los cadáveres en Gravenchon, en medio de ninguna parte, allí donde nadie iría y donde jamás se podría establecer relación alguna con la Legión.
– Y Chastel, ¿qué pintaba en todo ello?
Ella se encogió de hombros.
– A pesar de las apariencias, no controlaba gran cosa. Además de sus funciones oficiales, sólo debía vigilar eventuales manifestaciones del síndrome E entre sus tropas. Él y yo nunca nos entendimos demasiado bien. Como otros muchos, no apreciaba mis «métodos», sobre todo los de Egipto. En cuanto al legionario Manœuvre, su misión era recuperar el film, estaba a mis órdenes. Cuando logró descubrir la pista de la bobina, con Szpilman y el viejo restaurador, le acompañé. Quería desembarazarme de los «testigos» personalmente.
Lucie presentía que Sharko estaba a punto de estallar.
– ¿Y para qué robar los ojos? -preguntó Lucie con voz dura.
Coline Quinat se puso en pie.
– Acompáñenme…
Presa de los nervios, Sharko se abrió camino entre la masa de policías. Quinat les condujo a un sótano amplio y limpio. Señaló con un gesto de cabeza una vieja alfombra gris. Lucie comprendió. Enrolló la alfombra, descubrió una trampilla y la abrió. Arrugó la nariz: allá abajo era el horror.
En un minúsculo reducto reposaban decenas de botes en los que flotaban pares de globos oculares. Iris azules, negros, verdes, flotando en formol… Con asco, le tendió uno de los recipientes al comisario. Coline Quinat miró el bote con atención. Algo maléfico brillaba también en sus pupilas.
– Los ojos… La luz, luego la imagen, luego el ojo, luego el cerebro, luego el síndrome E… Todo está ligado, ¿me comprende ahora? Uno no puede existir sin el otro. Esos ojos que tiene en las manos son, en su mayoría, aquellos a través de los cuales se propagó el síndrome E. Siempre me han fascinado, como fascinaron a Jacques Lacombe y a mi padre. Son unos órganos tan perfectos y preciosos. Los que sostiene pertenecían a Mohamed Abane, a quien esos estúpidos legionarios confundieron con su hermano Akim Abane. Tiene entre sus manos los ojos de un paciente cero, señorita. Unos ojos que absorbieron ese síndrome de forma espontánea y lo guiaron hasta el cerebro para modificar su estructura de una manera que tal vez jamás consigamos explicar. ¿Acaso esos ojos no se merecían ser conservados preciosamente?