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Las pupilas de Coline desprendían ahora una forma de locura que Lucie no conseguía definir. Una locura nacida del encarnizamiento de seres humanos dispuestos a cualquier cosa para llevar hasta el final sus convicciones. Lucie se volvió hacia Sharko, oculto en la sombra, al fondo, y luego asió a Coline Quinat del codo y la dirigió hacia los hombres que esperaban en la planta baja. Antes de entregarla a las fuerzas del orden, le preguntó:

– Pasará el resto de su vida en la cárcel. ¿Todo esto merecía la pena?

– ¡Por supuesto, claro que merecía la pena!

Y le sonrió. Lucie comprendió, en aquel momento, que ninguna reja podría encarcelar aquella sonrisa.

– Las imágenes, jovencita… Hay imágenes cada vez más violentas por todas partes. Piense en sus propios hijos, embrutecidos frente a sus ordenadores y a sus videojuegos. Piense en esos cerebros maleables, que el reinado de la imagen altera desde su más tierna infancia. Eso, hace veinte años, no existía. Si tiene oportunidad, consulte los resultados de las autopsias de los cadáveres de Éric Harris, Dylan Klebold o Joseph Whitman, esos adolescentes que entran en un instituto con un fusil y disparan a tontas y a locas. Mire sus amígdalas cerebrales y verá cómo están atrofiadas. Entenderá así que es el planeta entero el que corre hacia su propio genocidio.

Cerró los labios y los abrió de nuevo.

– A cualquiera. El síndrome E puede afectar a cualquiera, en cualquier hogar. Mañana puede ser usted o sus hijos, quién sabe.

No dijo nada más. Los policías se la llevaron.

Helada, Lucie volvió a descender sola, sin hacer ruido, como privada de sus fuerzas, agotada, con un solo deseo: volver a su casa, acurrucarse entre los brazos de sus hijas y acostarse. Sharko estaba sentado frente a las decenas de ojos que le observaban y gritaban aún sus últimos sufrimientos.

– ¿Subes? -le dijo a la oreja-. Larguémonos de aquí. No puedo más.

Ella miró un buen rato sin responder, y se puso en pie a la vez que exhalaba un profundo suspiro.

Habían ido hasta el final. Al fondo del horror, en un viaje sin retorno que había desvelado todas las locuras imaginables. Las de los hombres, los países y el mundo. Un mundo que vivía en el caos, sometido al imperio de la imagen violenta.

Sharko apagó el interruptor, en lo alto de la escalera. Los iris de Mohamed Abane brillaron una fracción de segundo, antes de apagarse para siempre en la oscuridad del sótano.

Se había acabado…

Epílogo

Un mes más tarde

Las playas de Sables-d'Olonne se extendían bajo el sol de agosto como un cuarto creciente dorado. Con los ojos ocultos tras unas gafas de sol, Lucie observaba a sus hijas, Clara y Juliette, que llenaban sus cubos con arena mojada y jugaban con sus palas. Unas cuantas gaviotas revoloteaban y del océano llegaba un rumor tibio y tranquilizador. Por todas partes a su alrededor, la gente era feliz y compartía el menor metro cuadrado de playa. El lugar estaba lleno hasta la bandera.

Por segunda vez en menos de una hora, Lucie se volvió hacia el dique. Iba a llegar, de un momento a otro. Él, Franck Sharko, el hombre que ocupaba sus pensamientos desde hacía más de un mes. Aquel cuyo rostro permanecía en lo más hondo de ella misma, como una lucecilla que no se apagara nunca. Tras la detención de Coline Quinat, sólo se habían vuelto a ver tres veces, combinando idas y vueltas relámpago en TGV que daban lugar a abrazos furtivos. En cambio, habían hablado por teléfono casi cada noche. A veces tenían pocas cosas que decirse y otras veces conversaban durante horas. Su relación se iba edificando, con tanteos y torpezas.

A pesar de que habían tratado de evitar el tema, su último caso había dejado una huella indeleble en las mentes de ambos. El sufrimiento interior tardaría en cicatrizar. En las horas siguientes a su detención, Coline Quinat lo confesó todo. Nombres de altos mandos militares, de miembros de los servicios secretos, de algunos políticos y de científicos. En los arcanos de los servicios de sanidad de los ejércitos, a diez metros bajo tierra, se había desarrollado un centro no oficial de investigación y de neurocirugía consagrado al síndrome E y a la estimulación cerebral profunda. Allí se estudiaba, se desarrollaban protocolos experimentales y también se llevaban a cabo operaciones quirúrgicas. Lentamente, pero con toda seguridad, las cabezas pensantes caerían una tras otra. El caso aún estaba en proceso de instrucción, evidentemente, y que tratara con información clasificada no facilitaba las cosas, pero los que tenían que pagar acabarían pagando y pronto. Normalmente…

Lucie miró a sus gemelas, sentadas en un charco de agua. Les había ordenado que permanecieran cerca de ella, dado que había mucha gente. Las niñas jugaban y reían a unos metros de distancia. Un cubo y una pala, la felicidad… Se acabaron los videojuegos. Lucie se había deshecho de todas las consolas. Preservar al máximo a sus hijas del mundo de la imagen, de su violencia intrínseca, de su nefasto efecto sobre la mente. Volver a cosas más sencillas, a los viejos juguetes de madera o de plástico, a las manualidades, a recortar y a pegar. Con el avance de la tecnología, todo se perdía muy rápidamente. En parte, Quinat tenía razón: ¿contra qué muro se estrellaría el mundo?

En una semana, las vacaciones se terminarían. Tendría que regresar a Lille, encerrarse en su apartamento y pensar. Pensar en el futuro, en un mañana que había que mejorar, en una vida donde todo iba demasiado deprisa. Lucie dejó escapar arena entre sus dedos, repitiéndose, de nuevo, que no podría existir ni crecer sin ser policía. Su trabajo era un gen, pegado a lo más profundo de sus células. Su oficio hacía que fuera Lucie Henebelle, le daba su identidad profunda. Sin embargo, sabía que podía mejorar, ser mejor madre y también mejor hija. Tenía la íntima convicción de que lo conseguiría. Era cuestión de voluntad.

En el rostro de Lucie se dibujó una inmensa sonrisa cuando oyó aquel crujir tan particular de la arena justo detrás de ella. Se volvió. Ahí estaba Sharko, con un insólito pantalón de tela, camisa blanca y los ojos ocultos tras su famoso par de gafas remendadas. Lucie se puso en pie y le abrazó. Se besaron. Lucie le acarició la mejilla.

– Te he echado tanto de menos…

Sharko se quitó las gafas, le dirigió una sonrisa, depositó su mochila sobre la arena y señaló con una inclinación de cabeza a las gemelas. Llevaba un paquetito en la mano.

– Son tan guapas… ¿Se lo has explicado?

– ¿Por qué no lo haces tú mismo? ¿No me dirás que eres tímido?

– Son vuestras vacaciones, de las tres. No quisiera ser yo quien os estropeara vuestras partidas nocturnas del juego de la oca.

– Claro que sí, claro que se lo he explicado. Están dispuestas a acogerte en nuestro pequeño apartamento alquilado con una condición.

– ¿Cuál?

Lucie señaló el paquete que el comisario sostenía.

– Que dejes de traerles castañas confitadas cada vez que las ves. ¡Las detestan!

Sharko alzó el paquetito, como si quisiera examinar las golosinas.

– Tienen razón. Son asquerosas.

Se acercó a una papelera, miró una vez más la caja de castañas confitadas y lo arrojó al fondo de la bolsa de plástico. Bajó la tapa. Se acabaron las castañas… Se acabó la salsa de cóctel…

Las chiquillas le vieron y fueron a abrazarle afectuosamente. Las besó en las mejillas y les acarició el cabello con ternura. Le pidieron que jugara con ellas a pelota y él les prometió que regresaría al cabo de unos minutos y les aconsejó que se entrenaran mientras le esperaban. Luego se sentó junto a Lucie, arremangándose los bajos del pantalón.