– ¿Y dónde queda?
– En un extremo de la isla de Ross, unida a la Antártida por la gigantesca plataforma de hielo de Ross, en la parte del continente que baña el océano Pacífico. -El ruso hizo un gesto en dirección al rostro sonriente en la fotografía-. El profesor Dawson era el director del Crary Science and Engineering Center, el principal edificio de investigación de McMurdo. Se dedicaba a un proyecto de análisis climático cuando murió.
– ¿Dice que lo asesinaron?
– Una mañana de febrero de 2002 lo encontraron tumbado en la cocina del centro donde trabajaba, con dos tiros en el cuerpo y uno en la frente. -Contuvo un eructo-. No parece muerte natural, ¿no?
– ¿Quién lo mató?
Orlov sonrió.
– Si lo supiese, no estaría hablando aquí con usted.
Esta vez fue Tomás quien se rio.
– ¿Ha venido a hablar conmigo para esclarecer un crimen cometido en la Antártida? Debe de estar de broma…
Más bocados.
– Nunca bromeo cuando estoy trabajando. La verdad es que estoy convencido de que usted podrá ayudarme a desvelar el misterio.
– ¿Cómo?
– Tenga calma -contestó el ruso, que atacó los últimos trozos del segundo centollo-. Déjeme que primero le cuente toda la historia. -Tenía restos de comida en las comisuras de los labios y a Tomás le daban náuseas; por más que evitase mirar, su atención parecía caer irresistiblemente en aquellos bocados grasientos que casi se escurrían por los labios lustrosos del ruso-. Cuando la Interpol recibió la solicitud del FBI y analizó las características del homicidio, decidió remitirme el caso a mí. En cuanto me enteré de los detalles, me di cuenta de que este asesinato presentaba extrañas semejanzas con un homicidio cometido en España y que yo había analizado días antes. Fui a revisar el dosier del homicidio de España y descubrí que sólo unas horas separaban los dos acontecimientos. El profesor Howard Dawson fue asesinado en la Antártida; el profesor Blanco Roca apareció muerto poco después en su despacho, en la Universidad de Barcelona, donde daba clases de Física. También de un tiro, esta vez uno solo, en la nuca, mientras trabajaba con el ordenador.
– ¿Qué tenían los dos casos de semejante?
– En ambos casos se trataba de científicos muertos a tiros en sus lugares de trabajo en un lapso de sólo unas horas.
Tomás miró al ruso sin comprender.
– ¿Y? Uno fue asesinado en la Antártida; el otro, en España. Uno era estadounidense; el otro, español. Uno era climatólogo; el otro, físico. En mi opinión, son demasiadas las diferencias.
Orlov esbozó una sonrisa maliciosa.
– No diría lo mismo si viese las fotografías de los lugares del crimen.
– ¿Qué tienen de especial esas fotografías?
El ruso se limpió las manos con la servilleta y metió sus gruesos dedos en el sobre, de donde sacó más fotografías. Pero, en vez de mostrarlas, las mantuvo frente a sí mismo, como si estuviese jugando al póquer y quisiese ocultar el juego.
– Déjeme decirle ante todo que, en ambos casos, las consultas a las respectivas agendas han permitido concluir que las dos víctimas se conocían.
– ¿Ah, sí?
– Por los nombres que encontramos en las agendas, concluimos también que compartían dos amigos, igualmente científicos. -Inclinó la cabeza-. Aún más curioso: los nombres de cada uno de los tres amigos encontrados en la agenda estaban marcados con la misma señal.
– Hmm -murmuró Tomás, lleno de curiosidad por ver las fotografías-. ¿Qué señal es ésa?
– La misma señal que se encontró en un papel junto a los cuerpos de las dos víctimas. -Orlov mostró por fin las fotografías-. Esto.
Las imágenes mostraban los cuerpos tumbados en el suelo y un folio al lado de las manos inertes con tres dígitos garrapateados con una caligrafía gruesa:
– ¿«6-6-6»?
– Sí. ¿Sabe lo que es esto?
Tomás no lograba apartar los ojos de las fotografías. Miraba los tres guarismos dibujados en los papeles al lado de las víctimas con una fascinación incrédula, no quería ver pero no podía dejar de ver, era como si estuviese hipnotizado, subyugado por la tremenda fuerza simbólica de aquella tremenda señal.
– El número de la Bestia.
Capítulo 4
El sonido de las olas y el olor del mar eran más vivos fuera del restaurante. El perfume de la sal, suave y picante, llenaba la terraza adonde fueron a tomar el postre; la noche estaba agradable y los dos hombres se sentaron en una mesita a media luz, saboreando la placentera brisa marina que soplaba desde la oscuridad.
El camarero se acercó y dispuso sobre la mesa los postres que le habían pedido. Tomás había elegido unamousse de mango, pero no podía dejar de sentirse impresionado con la hilera de platitos colocados frente a su interlocutor, como si cada postre aguardase su turno con los nervios de un condenado que espera su hora ante el pelotón. En primer lugar había una copa con cinco bolas de helado regados con chocolate caliente, seguido de una tarta de galletas, un pastel de nata y unas crepes Suzette, y lo más extraordinario es que Orlov atacó enseguida el helado con una ansiedad voraz.
– ¿Usted no tiene problemas con el colesterol? -se atrevió a preguntarle Tomás.
– Bah -gruñó Orlov, con la boca llena de helado. Tragó deprisa para poder responder-. Reconozco que soy un tragaldabas, pero es más fuerte que yo, ¿qué quiere?
– Por mí, haga lo que le plazca.
El ruso hizo un gesto con los ojos hacia las fotografías de los muertos, colocadas entre las crepes y la tarta de galletas.
– ¿Qué me dice de esto? ¿Eh?
Tomás volvió a mirar la señal que habían dejado los asesinos junto a sus víctimas.
– Me resulta perturbador -observó-. Sin duda el triple seis remite estos crímenes al trabajo de una secta.
– Fue lo que pensamos nosotros -coincidió Orlov, que lamió ruidosamente los restos de los postres que le habían caído en los dedos-. Debo decir, no obstante, que no entiendo las sutilezas bíblicas en torno al «6-6-6». Me parece todo muy confuso.
– ¿Qué sabe sobre eso? -preguntó Tomás.
– Todo lo que sé es que ése es el número de la Bestia -dijo Orlov, y sus ojos se desorbitaron, en una expresión exageradamente dramática-. Una señal del Diablo. -Se lanzó sobre el pastel de nata-. Ya he hablado con varios curas y teólogos sobre ello y me mostraron la parte del Apocalipsis donde se menciona el triple seis. -Emitió un gemido de satisfacción por el sabor del pastel que estaba devorando, con la cobertura crujiente que reverberaba entre sus dientes-. Todo muy terrible, claro está, pero me temo que no ha servido de nada. Lo único que entendemos es que estamos frente a una secta de culto satánico.
– ¿Ellos no hicieron la lectura de ese número?
Orlov dejó por un momento de manducar.
– ¿La lectura del número de la Bestia? -Volvió a masticar-. No, no. Lo que me dijeron es que es la señal del Diablo, el número del Anticristo que viene para desatar el apocalipsis.
– Pero ¿no le dieron la clave para descifrar ese mensaje?
– ¿Cree que este número esconde un mensaje?
– Claro que sí. A primera vista, me parece claro que estamos ante un mensaje oculto inserto en la Biblia. Sólo lo pueden descifrar los iniciados.
Orlov balanceó el dedo índice y sonrió con malicia.
– Usted es un iniciado.
– ¿Por qué lo dice?
– Porque usted es un experto en lenguas antiguas. De los mejores del mundo.