El ruso extendió un papel y Tomás lo leyó de un tirón.
Filipe,
When He broke the seventh seal,
there was silence in heaven.
See you.
Jim
El historiador miró interrogativamente al policía.
– ¿Qué diablos quiere decir esto?
Orlov se rio.
– ¡Justamente acabo de contratarlo para responder a esa pregunta!
Tomás releyó el mensaje.
– Bien… Nadie podría decir que esto no requiere un profesional.
El ruso cogió la fotocopia.
– Fíjese: aquí hay una parte que para nosotros resulta clara. -Señaló la tercera línea-. Esta despedida, see you, sugiere que James Cummings y Filipe Madureira planean encontrarse en breve. -Golpeó con el dedo sobre la segunda línea-. Pero lo esencial del mensaje, y ése es nuestro gran problema, está en la frase principal.
Tomás cogió la fotocopia y observó la segunda línea.
– Esta, ¿no?
– Sí. Ahora léala.
El historiador afinó la voz y, en un susurro bajo y con palabras pausadas, enunció entonces el enigma que encerraban esas líneas.
– «Cuando Él rompió el séptimo sello, se hizo silencio en el Cielo.»
Capítulo 5
Una tranquilidad inquietante parecía dominar el ambiente. Era algo irreal, incluso perturbador, como si un espectro invisible se cerniese en el aire, flotando fantasmagóricamente sobre las conversaciones susurradas. No fue hasta el mediodía, deambulando por la tercera residencia que visitaba esa mañana, cuando Tomás se dio cuenta de qué lo desorientaba.
El mutismo.
Figuras encorvadas y arrugadas, frágiles, las cabezas calvas o cubiertas por copos blancos de pelo, rodeaban la gran mesa, como resignadas al inexorable expirar del tiempo; la hoguera que años antes las había animado de vida se encontraba ahora casi extinta, mera leña de la que ya no salía llama ardiente, sólo un vago hilo de humo; su vida se había convertido en el calor tenue de la chimenea que se apagaba, pronta a ser vencida por el gran frío que se acercaba, cruel y eterno.
Algunos viejos sumergían despacio las cucharas en la sopa; otros, con babero, tenían mujeres con bata que les llevaban la comida a la boca, como si fuesen bebés; y dos parecían zozobrar de sueño sobre la mesa, con la cabeza pendiendo entre espasmos hacia delante, los ojos húmedos casi derrotados por la modorra, las bocas desdentadas soltando saliva. Pero lo que todos tenían en común, además del aspecto desgastado y de la llama que se les apagaba en el pecho, era comer en silencio. Los murmullos irrumpían intermitentes, marcados por el tintineo de los cubiertos en la loza blanca y por el schlurp mojado de las bocas desdentadas sorbiendo la sopa. Los sonidos del almuerzo.
Tomás se quedó largo rato contemplando la escena, casi sorprendido porque hubiese quien almorzase así. Desde la infancia se había habituado a la idea de que las comidas en grupo eran acontecimientos sociales, el momento en que la familia o los amigos se reúnen alrededor de una mesa para afirmar su sentido de grupo, intercambiar impresiones, compartir sentimientos, esgrimir argumentos. Era el momento de la palabra, de las historias, de las carcajadas, de la discusión, hasta de la disputa, el instante en que la comida a veces se veía relegada a segundo plano, como si no pasase de un mero pretexto para la animada reunión diaria.
Allí, sin embargo, todo era diferente. La comida parecía haber perdido su sentido social, se había reducido al instante en que aquellas figuras carcomidas por los años convergían en la misma sala para chupar ruidosamente sus cucharas de sopa. Era un momento de soledad. Tomás ya había oído decir que, con la edad, las personas tienden a regresar a la infancia; no a la infancia del niño inquieto que todo lo pone patas arriba, sino a la infancia más tierna, más primitiva, más inerte, a la infancia del bebé que ronronea y duerme y come y defeca y ronronea y duerme y come y defeca. Una cosa, no obstante, es oír en abstracto esa descripción de lo que es el envejecimiento; otra, mucho más brutal, es tenerlo enfrente, verlo ante tus ojos, sentirlo palpable, constatarlo real, saberlo tan crudamente verdadero.
– Es una escena extraña, ¿no le parece?
Tomás volvió la cabeza hacia atrás y posó los ojos verdes en los castaños achocolatados de la mujer que había hablado. Tenía una mirada dulce y un rostro bonito, el cabello oscuro ondulado con mechones claros.
– Sí -asintió él-. Nunca imaginé que el ambiente de una residencia tuviese este aire tan…, tan de nido.
La mujer extendió la mano.
– Maria Flor -se presentó-. Soy la directora de la residencia. -Se saludaron-. ¿Ha venido a visitar a algún familiar?
– No. Estoy buscando un lugar para mi madre.
Maria le pidió datos sobre el estado de salud de la madre y, después de escucharlo, adoptó la expresión de persona experta.
– No es fácil, ¿no?
– No, no lo es.
La directora recorrió con la mirada el comedor, donde los viejos comían la sopa en silencio.
– A veces, cuando estoy aquí viendo a mis huéspedes a la hora de las comidas, me descubro pensando en los triunfos de la medicina. Se anuncian curas para el cáncer, soluciones para las enfermedades cardiacas, vacunas nuevas, antibióticos más eficientes, descubrimientos increíbles que nos permiten prolongar la vida. -Sonrió sin humor-. Dicho así, es muy bonito, ¿no? Prolongar la vida, triunfar sobre las enfermedades, vivir hasta los cien años.¡Qué cosa magnífica! -Observó a Tomás-. Cada vez se muere más tarde, ¿se ha dado cuenta?
– Sí, es extraordinario.
– ¿Verdad que sí? -Volvió a contemplar el almuerzo-. Pero ¿para qué? -Frunció los labios-. Cuando se dice que vivimos mucho más tiempo, hasta da la impresión de que es como una fiesta que se prolonga hasta la madrugada. Me hace recordar a cuando yo era pequeña y mis padres me mandaban a la cama después de ver Bonanza en la televisión. Me encantaba Bonanza y detestaba que el programa se acabase, porque era señal de que tenía que irme a acostar. Aquí ocurre lo mismo. Los avances de la medicina dan la impresión de que ha llegado un Bonanza que dura horas y más horas. En vez de ir a la cama a las diez de la noche, me dicen que me puedo acostar a las cinco de la mañana. -Con los ojos desorbitados, imitó una voz juvenil-:¡Vaya chollo!
– Es un poco eso, sí -coincidió Tomás-. La medicina nos permite irnos a la cama mucho más tarde.
Maria alzó el dedo.
– Es un hecho que morimos mucho más tarde, sí. Pero eso tiene un precio, ¿sabe?
– ¿Cuál?
La directora hizo un gesto amplio que abarcó todo el comedor.
– Este. Prolongamos la vida y, a partir de cierto límite, empezamos a vegetar. -Se volvió hacia Tomás-. Imagínese a sí mismo con la edad de esta gente. No puede andar, confunde las cosas, no puede cuidar de sí mismo ni para las cosas más elementales. Le ponen pañales, le limpian el culo, le dan la sopa en la boca, se pasa el tiempo sentado o acostado viendo pasar el día. ¿Qué sentido tiene decir que ha aumentado su esperanza de vida? ¿De qué vida estamos hablando exactamente? ¿De la vida de los pañales, del babero, del culo que nos limpian?
– Bien, ésa es una manera un poco cruda de ver las cosas…
– ¿Le parece? Mire, hay personas que dicen: «¿Va a la residencia?¡Qué horror!». Pero no entienden que el horror no es la residencia. La residencia es la solución que encontramos para enfrentar el verdadero horror, el problema del envejecimiento hasta el límite. Postergamos el horror de la muerte para conocer el horror de la vejez extrema. Es el horror de la degradación, del deterioro indigno, de la sumisión a la humillación.