– ¿Las personas se sienten humilladas en su residencia?
– No, no es mi residencia lo que humilla a las personas. Por el contrario, intentamos dar lo mejor para que se sientan bien. Lo verdaderamente humillante es aquello a lo que tienen que someterse las personas para poder vivir más años. Son sus limitaciones y su degradación. Es su vejez.
– ¿La vejez es humillante?
– No la vejez en sí, sino el hecho de que perdamos facultades y quedemos enteramente a merced de los otros, ¿entiende? -Hizo un gesto con la cabeza en dirección a los viejos sentados en silencio a la mesa-. ¿Qué cree usted que es la vejez extrema? Imagínese a sí mismo, un hombre seguro, bien parecido, independiente, que siempre supo ocuparse de sus cosas. Imagine que de repente ya no consigue andar y que por ello no puede ir cada media hora al cuarto de baño. ¿Qué le ocurre?
– Alguien me lleva al cuarto de baño, supongo.
– Oiga, un enfermero es capaz de hacer eso con usted una, dos, tres veces, no digo que no. Pero, si le pide al enfermero que lo haga veinte veces al día, todos los días, semana tras semana, mes tras mes, y hay diez viejos más que piden lo mismo y el enfermero está cargado de tareas que debe realizar en poco tiempo, ¿sabe lo que ocurre? ¿Lo sabe? -Dejó sentir el peso de la pregunta-. Le ponen un pañal. Y allí está usted, que durante toda la vida ha sido dueño de sí mismo, sentado en el sofá orinándose en los pañales. Y eso para el resto de su vida, sin perspectiva de recuperar la autonomía anterior. ¿Cómo se sentirá cuando eso ocurra?
– Pues…, no lo sé…
– Humillado. Se sentirá humillado. Y cuando tenga que defecar, ¿qué va a hacer? Se defecará en los pañales. Después vendrá el enfermero a quitarle las faldas y a limpiarle el culo. ¿Cómo se sentirá usted? Humillado. ¿Y cuando ya no pueda sujetar bien la cuchara porque le tiembla la mano y usted, por más que lo intente, no logre controlarla? Le pondrán un babero en el pecho y le darán la sopa en la boca. Y usted, que durante toda la vida ha sido dueño de sí mismo, un hombre independiente, un ser humano autónomo, orgulloso, ¿cómo se sentirá?
– Humillado -asintió él, bajando la cabeza.
Maria Flor miró la mesa donde transcurría el almuerzo silencioso.
– Es así como se sienten ellos.
Tomás volvió a casa algo deprimido. Fue a la habitación y se encontró con su madre durmiendo en la cama, la luz amarillenta de la lámpara encendida en la cabecera, un libro caído entre las manos con las páginas abiertas. Puso el libro en la mesilla, apagó la lámpara con un clic suave, estiró la manta para abrigar más a su madre, la sintió respirar de forma tranquila y cadenciosa y la besó suavemente en la frente.
Entornó la puerta de la habitación y fue al antiguo despacho de su padre. Había tenido una idea y quería ponerla en práctica. Encendió el ordenador y buscó el sitio en el que pensaba. La página se abrió en la pantalla y Tomás contempló con una sonrisa nostálgica los rostros familiares que lo miraban como si los hubiesen transportado en una máquina del tiempo. Era el sitio de la gente de su generación en el instituto de Castelo Branco. Se veían fotos de la época e imágenes actuales; algunos rostros seguían siendo casi los mismos, pero otros se habían transformado, habían perdido el pelo o engordado un montón. Contempló escenas en la puerta del instituto, equipos de fútbol, fiestas, excursiones, sonrisas, payasadas, amoríos, motos; desfilaba allí un compendio de recuerdos. Clicó en el chat y entró en la página en la que los antiguos alumnos intercambiaban mensajes.
Tecleó:
«Filipe Madureira. Necesito hablar contigo
con mucha urgencia. Dime algo. Tomás Noronha».
Le dio al enter y el mensaje entró en el sistema de chat.
Apagó el ordenador y se recostó en la silla, analizando sus opciones. Iría al día siguiente a Lisboa a hacer el control suspendido y entonces quedaría libre para la investigación que le había encargado la Interpol. No estaba seguro de si el mensaje que había lanzado en el chat tendría respuesta, así que necesitaba explorar otros caminos. Pero ¿qué caminos?
Se levantó y fue al estante a buscar una Biblia de su padre, que llevó hasta el escritorio. Hojeó el grueso volumen hasta localizar, en una de las páginas finales, el texto que buscaba.
Apocalipsis.
«Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro, no selles los discursos de la profecía de este libro, porque el tiempo está cercano», murmuró en un susurro, leyendo el párrafo inicial.
«Una profecía», se repitió a sí mismo. «Esto es una profecía. Y el tiempo está cercano.»Cercano.
Volvió la atención al texto y lo siguió línea a línea, frase a frase, párrafo a párrafo; porfió entre la maraña de palabras, paciente y meticuloso, hasta que, unas páginas más adelante, localizó por fin el fragmento crucial. Lo leyó en silencio una vez y después repitió la lectura en un susurro, como si el sonido de su propia voz lo ayudase a detectar sentidos ocultos.
– «Aquí está la sabiduría» -leyó-. «El que tenga inteligencia que calcule el número de la Bestia, porque es número de hombre. Su número es seiscientos sesenta y seis.» -Alzó los ojos, pensativo, y repitió la frase misteriosa-: «Su número es seiscientos sesenta y seis».
Dibujó los tres guarismos en una hoja de papeclass="underline"
Se quedó un buen rato mirando el triple seis, analizando las alternativas que tenía frente a sí, contemplando los caminos para la solución. «Este número contiene una palabra. Más que una palabra, es un mensaje», concluyó.
Un mensaje cifrado.
Se levantó y fue de nuevo al estante a buscar otro libro, un viejo volumen de páginas amarillentas, las hojas casi despegadas por el tiempo, letras orladas en oro con el título Cábula en la cubierta y en el lomo descolorido. Abrió el libro y sintió el olor dulzarrón del tiempo liberarse de las páginas envejecidas; las volvió una a una, con movimientos delicados, como si tuviese miedo a que se deshicieran en polvo bajo sus dedos.
Mientras hojeaba el volumen, su mente regresó al mensaje que había dejado en la página del instituto. ¿Y si Filipe no respondía? Consideró lo poco que sabía, y deprisa concluyó que necesitaba reunir más información sobre su viejo amigo.
Dejó el libro momentáneamente de lado, cogió el móvil y marcó el número.
– Orlov, dígame una cosa -pidió, después de intercambiar saludos con el hombre de la Interpol-: ¿qué tipo de trabajo estaba haciendo mi amigo Filipe?
– Consultoria en el área energética.
– Sí, pero ¿qué es eso de área energética? ¿Electricidad?
La voz del otro lado emitió unos sonidos cercanos al jadeo que Tomás pudo captar que eran propios de alguien que estaba masticando. Ese hombre no paraba de comer.
– Petróleo -dijo Orlov, después de tragar algo-. Se licenció en Geología y le preocupaban cuestiones energéticas en general, pero su verdadero interés residía en el área petrolera.
– ¿Ah, sí?
– Además, la última persona que lo vio, por lo que sé, fue un tipo llamado Abdul Qarim, en la sede de la OPEP.
– ¿Vieron a Filipe por última vez en la sede de la OPEP?
– Sí.
– Pero ¿la sede no está en Arabia Saudí?
Orlov se rio.
– No, profesor. Está aquí, en Europa.
– ¿La OPEP está afincada en Europa?
Más sonidos confusos revelaban que el ruso estaba comiendo un nuevo bocado. Masticó deprisa e, instantes después, con la voz ahogada por el alimento y la respiración casi jadeante de tanto esfuerzo de deglución, pudo volver a hablar.
– En Viena.