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Capítulo 6

Cuando le dijeron que el edificio estaba situado junto al canal del Danubio, Tomás se imaginó un palacete rodeado de verdor, imponente en su arquitectura imperial, el espejo azul del río a sus pies como un vasallo postrado ante el señor feudal. Tal vez por ser tan altas sus expectativas, vaciló con decepción al llegar al número noventa y tres de aquella calle de Leopoldstadt. Se quedó un instante observando el edificio bajo y feo, con estructuras blancas o grises interrumpidas por líneas azules; en el extremo, una bandera azul y blanca, un reloj digital y la sigla OPEP.

La sede de la Organización de los Países Exportadores de Petróleo era todo menos grandiosa. No pasaba de una mera arca encajada entre edificios de oficinas en el segundo distrito de Viena; no había allí magnificencia ni esplendor, nada que sugiriese que desde ese lugar se generaba el negocio mayor y más lucrativo del planeta, el producto milagroso que hacía mover el mundo. Llegó a dudar de sus sentidos, pensando que aquélla no era la dirección que buscaba, sin duda debía de haber un error, pero la sigla OPEP en lo alto y el noventa y tres sobre la puerta cubierta por una complicada estructura acristalada no ofrecían dudas. Estaba realmente frente a la sede de la OPEP.

Entró en el edificio y se dirigió a la recepción.

– El señor Abdul Qarim, por favor.

– ¿Tiene cita con él?

– Sí. Mi nombre es Tomás Noronha. Vengo de parte de la Interpol.

El empleado árabe marcó un número y transmitió la información al otro lado de la línea. Tomás no entendía nada de la algarabía, excepto su nombre y el de la Policía internacional. El empleado escuchó las instrucciones, agradeció y colgó.

– El señor Qarim ya viene -dijo, y señaló en dirección a la calle-. Espere allí fuera, por favor.

– ¿Fuera? -se sorprendió.

– Sí, me ha pedido que lo esperase fuera.

Sin entender nada, Tomás salió del edificio y aguardó junto a la estructura acristalada del vestíbulo, observando a menudo el interior de la sede de la OPEP. Se veía a muchos hombres con turbante, otros con corbata, casi todos árabes o africanos; pasaban con carteras hacia un lado y hacia el otro, pero sin prisa, el suyo no era el ritmo propio del estrés. Fuera, Tomás se impacientaba. Cambiaba la pierna de apoyo y se sentía cada vez más irritado por la falta de cortesía, nunca había visto a nadie mandar a un visitante a esperar en la calle.

Los coches pasaban en medio de un runrún constante, con los ojos cerrados se parecía al sonido del mar, el murmullo furioso interrumpido por bocinazos exasperados de la misma manera que entrecorta el rumor de las olas el graznar melancólico de las gaviotas. Se trataba realmente de una desconsideración, concluyó.

Los bocinazos se volvieron tan insistentes que volvió la cara para saber lo que ocurría. Un reluciente Mercedes plateado, un deportivo de dos plazas con líneas aerodinámicas, había parado frente a la puerta de la sede de la OPEP y, entre la penumbra del interior, vislumbró una mano agitándose en el aire. No distinguió bien lo que era y se inclinó hacia delante, intentando ver mejor. La mano parecía apuntar en su dirección y daba la impresión de que lo llamaba. «¿Será a mí?», se preguntó. Esbozó un gesto interrogativo señalándose a sí mismo y la mano indicó que sí. Se acercó cauteloso y, al otro lado de la ventanilla abierta, vio a un hombre con turbante al volante.

– ¿Usted es el tipo de la Interpol? -preguntó el desconocido.

– No…, quiero decir sí, soy yo.

El hombre extendió el brazo desde el interior y empujó la puerta del coche hacia fuera.

– Entre, entre -le invitó-. Yo soy Abdul Qarim.

Superando la sorpresa, Tomás se acomodó en el coche y saludo a su anfitrión. Era un hombre delgado, de mediana edad, con una barba puntiaguda y los pómulos salientes. Llevaba un shumag rojo y blanco en la cabeza y el cuerpo cubierto con un thoub, una larga túnica oscura, atuendos tradicionales que ofrecían un extraño contraste con la sofisticada tecnología que brillaba como ámbar en el salpicadero del Mercedes. Sujetaban el volante del automóvil unos dedos repletos de anillos relucientes, tantos que esa mano se diría cubierta por una corona.

– Creía que nuestra conversación sería en su oficina.

Apenas cerró la puerta, el coche arrancó con tal brusquedad que los neumáticos chirriaron y hasta el cuerpo se le pegó al asiento, como si fuese un astronauta en el momento del despegue.

– Viena es mi oficina -dijo el árabe, que señaló con el pulgar el edificio que desaparecía deprisa tras ellos-. Nuestra sede es horrible, ¿no le parece? Voy a llevarlo a un sitio más interesante. -Miró a su pasajero-. ¿Conoce Viena, señor Tomás?

– No.

– Es una ciudad encantadora -dijo-. Paso aquí la mitad del año. Una mitad en Medina, donde está mi mujer y mi familia, y la otra en Viena.

– ¿Medina? ¿En Arabia Saudí?

– Sí. Es mi tierra. -Golpeó el volante-. ¿Ve mi coche? -Alzó la mano llena de anillos y la hizo girar, como si mostrase todo lo que los rodeaba-. ¿Ve estos automóviles en la carretera? ¿Estas oficinas, esta actividad, esta vida? ¿Ve todo esto?

– Sí.

– Todo esto es posible gracias a mi país.

Tomás sonrió.

– Oiga, Viena es una ciudad muy antigua. Es más antigua que Arabia Saudí.

– Sin duda. Pero todo lo que existe en Occidente sólo existe de esta forma gracias a nosotros. Sin Arabia Saudí, nada de lo que ve a nuestro alrededor sería posible.

– ¿Se está refiriendo al petróleo?

– Claro. Es el petróleo el que hace que el mundo se mueva.

– Pero hay mucho petróleo fuera de Arabia Saudí.

– Dígame dónde.

– Bien…, qué sé yo, en Iraq, en Irán, en Kuwait…

– Todos son países que forman parte de la OPEP y que, por ello, se articulan con Arabia Saudí.

– Pero hay otros.

– ¿Cuáles? Dígalo.

– Mire: Rusia, Estados Unidos…

El árabe soltó una carcajada.

– No me haga reír.

Tomás lo miró, desconcertado.

– ¿Dónde está la gracia?

Bajaban por la Obere Donaustrasse, la calle paralela al canal del Danubio; el canal serpenteaba al lado, más allá de una alfombra de césped bien recortado, el agua reflejaba los árboles y los edificios como un vasto espejo. El Mercedes deportivo parecía deslizarse por el asfalto, era un felino de plata cortando la vegetación, un perdiguero veloz corriendo por la carretera, la avenida Marginal transformada en su coto.

– Millones de personas en todo el mundo disfrutan hoy de un nivel de vida increíblemente elevado, gracias a Dios -dijo Qarim, con los ojos atentos al tráfico-. Se quejan de ganar poco, de no tener dinero para comprar un coche mejor o para construir una casa más grande, pero se olvidan de que hace apenas setenta años tener un coche o una casa era privilegio de ricos, se olvidan de que tener calefacción en el hogar o poder ir a pasar las vacaciones al extranjero era exclusivo de la aristocracia. El ciudadano común casi se contentaba con comer y calentarse junto a una chimenea. Aunque eso no nos ocurra, la verdad es que hoy vivimos una era de prosperidad, y quiera Dios que se prolongue. Inch'Allah! -Clavó los ojos en Tomás-. ¿Sabe en qué se asienta esta abundancia?

– ¿En el petróleo?

– No es simplemente en el petróleo, habibie. Es en el petróleo barato.

– ¿Barato? ¿Cree que el petróleo es barato? Mire que yo, cuando voy a llenar el depósito, lo encuentro siempre muy caro, y está cada vez peor.

– Eso porque nunca se ha parado a pensar en el asunto. ¿No ha reparado ya en que, considerando toda la prosperidad que genera el petróleo, éste es un producto increíblemente barato?