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– ¿Cuál? ¿El petróleo?

– Sí.

– Qué sé yo… Por aquí, por allá, ¿no?

El árabe meneó la cabeza y esbozó una sonrisa condescendiente.

– Esa riqueza está hoy casi enteramente en las manos de la OPEP, y quiera Dios que continúe así. Inch'Allah!

– Pero, entonces, ¿y los Estados Unidos? ¿Y Rusia? ¿No producen también petróleo?

Qarim lo miró de reojo.

– Ese petróleo se está acabando.

– ¿Cómo?

El coche circulaba por la zona de Schottenring y Alsergrund, ya bien dentro del perímetro urbano. Era una zona elegante, con una arquitectura imponente, los edificios bien conservados. El Mercedes redujo la marcha, forzado por los semáforos y el flujo del tránsito. El automóvil había dejado de ser un lobo para transformarse en un cordero.

– Ese fue el tema de mi conversación con el hombre que usted busca.

– ¿Filipe Madureira?

– Sí.

– ¿El vino a hablarle sobre el petróleo estadounidense y ruso?

– Vino a hablarme sobre el estado de la producción y de las reservas mundiales de petróleo.

Tomás sacó el bloc de notas del bolsillo. La conversación había entrado en el asunto que lo había llevado a Viena.

– Dígame, por favor, las circunstancias en las que ustedes se encontraron -dijo-. ¿Cuándo se puso él en contacto con usted?

– Oh, fue ya hace unos años.

Tomás consultó sus notas.

– ¿Habrá sido en…, en febrero de 2002?

– ¿De 2002? No lo sé, tendré que comprobarlo en mi agenda. -Adoptó una actitud pensativa-. Espere, me acuerdo de que conversamos sobre el 11-S y la invasión estadounidense de Afganistán, que habían ocurrido poco tiempo antes. ¿Cuándo fue eso? A finales de 2001, ¿no? -Balanceó la cabeza, más convencido-. Pues debimos de encontrarnos alrededor de febrero de 2002. Recuerdo que hacía mucho frío, estábamos en pleno invierno y hasta tuvimos que evitar la nieve que se acumulaba aquí, en las aceras de la ciudad.

– ¿Cómo llegó Filipe Madureira a usted?

– A través de un cliente nuestro. El ingeniero Ferro, de la Galp.

– ¿La petrolera portuguesa?

– Sí.

Tenemos negocios con la Galp, y mi interlocutor suele ser el ingeniero Ferro. Él me telefoneó y me dijo que tenía un consultor que, debido a la crisis política internacional, necesitaba hacer una evaluación de las reservas disponibles y de la capacidad de producción instalada, y me preguntó con quién tenía que hablar. Le dijo que viniese a reunirse conmigo.

– Y él vino.

– Sí.

– ¿Aquí a Viena?

– Sí, nos encontramos aquí. -Hizo un gesto vago hacia atrás-. Fuimos a almorzar a la Lusthaus, un restaurante del Prater, y después pasamos por el hipódromo para ver los caballos.

– Y él quería hablar sobre la producción mundial de petróleo…

– Sí, la producción y las reservas. Pero estaba preocupado sobre todo por las reservas.

– ¿Le dijo por qué motivo necesitaba…?

Qarim levantó la mano opulenta.

– Espere un poco: usted aún no me ha explicado exactamente por qué motivo necesita conocer esa conversación -le interrumpió-. Como ha de imaginar, no me siento muy a gusto revelando el contenido de mis conversaciones con los clientes.

– Lo comprendo, pero ésta es una investigación de la Interpol.

– Ya me ha dicho eso por teléfono, y por esa razón accedí a encontrarme con usted. Pero ¿podría ser un poco más concreto?

Tomás suspiró.

– Filipe Madureira es sospechoso de estar implicado en dos homicidios.

El árabe abrió mucho los ojos y la boca, en una mezcla de asombro y sobresalto.

– ¿En serio?

– Sí. Se han descubierto conexiones entre él y dos científicos que aparecieron muertos a tiros.

Qarim meneó la cabeza.

– Qué increíble -exclamó-.¡He estado conversando con un asesino y he sobrevivido! -Volvió los ojos hacia arriba con una expresión de gratitud-. Allah u akbar!¡Dios es grande y misericordioso!

– Espere: yo no he dicho que él es el asesino. Aún se está investigando el caso.

El hombre de la OPEP fijó los ojos en el tráfico.

– Pero lo cierto es que lo está buscando la Policía. -Frunció el ceño-. ¿En qué parte de la película entro yo?

– Los homicidios se produjeron en el momento en que usted se reunió con él.

– Oiga, le aseguro que ése no fue un tema de conversación, puede estar seguro. Alá es mi testigo.

– Lo creo -dijo Tomás-. Pero hay otra circunstancia que nos parece relevante. Es que, según nuestros cálculos, usted fue la última persona que vio a Filipe en público.

– ¿Yo?

– Sí. El desapareció después de los homicidios. Nunca más se le volvió a ver.

– ¿No le habrá ocurrido algo?

– Tal vez, no lo sé.

– Es posible que también lo hayan matado. ¿No son ustedes, los cristianos, quienes dicen que quien a hierro mata a hierro muere?

– No, él está vivo.

– ¿Cómo lo sabe?

– Tenemos un registro de intercambio de e-mails entre él y un amigo inglés.

– Entonces es muy simple. Hablen con ese inglés.

– No podemos. El inglés también ha desaparecido.

El coche se detuvo junto a una fila de estacionamiento. Qarim miró por el retrovisor antes de darle al embrague, poner el cambio y hacer una maniobra marcha atrás.

– Es una historia extraña. Pero, con toda franqueza, no veo en qué podría ayudarlo.

– Oiga, estoy intentando reconstruir lo que tenía Filipe en la mente en el momento en que esto ocurrió. Por eso es necesario que me detalle la conversación que mantuvo con él.

El coche comenzó a retroceder.

– Lo haré -prometió Qarim, mirando hacia atrás durante la maniobra-. Pero no aquí.

Y estacionó el coche.

Capítulo 7

Fueron a pie desde el magnífico edificio de la Bolsa, donde dejaron el coche. Atravesaron el jardín del parque Gmeiner, un espacio verde en plena Bõrseplatz, y enfilaron la Renngasse, la calle que irrumpe por entre el soberbio palacio barroco Schõnborn-Batthyány y el esplendoroso conjunto medieval del antiguo priorato de la Schottenkirche. Cruzaron la plaza y, como un cicerone, Qarim condujo a Tomás hacia el edificio de enfrente, el palacio Ferstel, cuyo interior reveló una suntuosa galería, la Pasaje Freyung. Recorrieron la galería, giraron a la izquierda y entraron en un enorme establecimiento, con la entrada guardada por la figura en papier maché de un hombre sentado en una silla.

– El café Central -anunció Qarim.

El café casi parecía una catedral. Enormes columnas griegas sustentaban el techo alto y abovedado, de donde pendían, como frutos silvestres en una rama, los pálidos candelabros esféricos que intentaban inútilmente iluminar el salón. Lo cierto es que la pujante claridad del día ofuscaba su luz tenue, y los rayos del sol se derramaban vigorosos por las anchas ventanas de extremo redondeado y se explayaban con fulgor por el Central. Pero hasta esa claridad parecía relegada a segundo plano, ensombrecida por el gran estilo de la decoración y de la arquitectura interior; más que por la luz, el ambiente estaba dominado por el color y las líneas armoniosas, una elegante mezcla entre el difuso tono amarillento que lo impregnaba todo y cierto estilo art nouveau que otorgaba al café un toque clásico. En otros tiempos, cuando se usaba frac, bastón y bombín, se hubiera dicho que aquél era un sitio chic.

Algunos clientes hojeaban distraídamente el periódico, otros parecían engolfados en un libro agradable y un puñado saboreaba un Kapuziner o un Pharisaer; pero todos, realmente todos, se mostraban mecidos por la sonata melancólica que el pianista tocaba con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, arrebatado por la embriagadora pasión de la música. Mozart llenaba la Kaffehaus de melodía, las notas sonaban melifluas, como el pipiar tierno de las golondrinas recibiendo a la primavera.