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Con pasos ligeros, para no molestar al inspirado músico ni estropear la hermosa sonata que fluía del teclado, cruzaron la sala y fueron a sentarse a una pequeña mesa ovalada, en el rincón, junto a una ventana.

– Este sitio es notable -murmuró Tomás, contemplando las bóvedas del techo-. Notable.

– ¿Verdad? -sonrió Qarim, acomodándose en su silla-. Dicen que antiguamente se reunían aquí los escritores de Viena. -Señaló con el dedo la figura en papier maché que vigilaba la entrada del café-. Aquél era uno de ellos.

Tomás observó la figura con bigote.

– ¿Quién es?

– Qué sé yo. Un poeta, por lo que parece.

– ¿Es famoso?

Qarim observó por la ventana la Herrengasse y la Minoritenplatz, por donde se movían los transeúntes.

– No tengo la menor idea -dijo-. Pero los intelectuales frecuentaban mucho toda esta zona de Schottenring y Alsergrund. Mire, Freud vivía por aquí, por ejemplo. Su casa es ahora un museo.

Un camarero con un esmoquin de rigor se acercó con un bloc de notas en la mano.

– Guten Tag -saludó. Revelaba una actitud incierta, era evidente que no sabía si el cliente con shumag en la cabeza y thoub cubriéndole el cuerpo lo entendería-. Was mõchten Sie?

– Yo quiero un Türkischer y un Rehrücken -respondió Qarim en inglés. Se levantó y miró a Tomás-. Voy al cuarto de baño. Pida lo que quiera.

Mientras el árabe se alejaba, ágil dentro de su túnica oscura, el historiador consultó la carta que le entregaron.

– Yo…, yo tengo un poco de hambre -le dijo al camarero. Señaló una imagen reproducida en la carta-. ¿Qué es esto? El austríaco se inclinó y observó la fotografía.

– ¿La Heringsalat?

– Sí, ¿qué lleva?

– Es ensalada de arenque.

– Tráigame una.

– ¿Y para beber?

– Una cerveza de barril.

– ¿Pfiff, Seidl o Krügel?

– No lo sé. Cualquiera.

El camarero meneó la cabeza.

– No, no. Lo que necesito saber es qué tamaño de jarra quiere.

– Ah. Puede ser una de medio litro.

– Ach so. Krügel.

Cuando Qarim regresó a la mesa lo estaba esperando un café turco humeante y una suculenta porción de tarta de chocolate. El piano ya no sonaba y el pianista se había sentado en la terraza para hacer descansar sus dedos y tomar un Einspanner. Tomás se aferraba a una gran jarra de cerveza y comía la ensalada ya servida; parecía disfrutar del sol que le acariciaba el rostro por la ventana, pero tenía el bloc de notas abierto sobre la mesa, listo para tomar sus apuntes.

– Tal vez sea bueno aprovechar la pausa en la música para que avancemos en nuestra conversación -sugirió en cuanto vio regresar a Qarim.

– Muy bien -asintió el hombre de la OPEP, acercando los dedos a la taza de café para medir la temperatura-. Dígame lo que quiere saber.

– Me dijo hace poco que, cuando vino a encontrarse con usted, Filipe Madureira quería conocer el estado de la producción mundial de petróleo. ¿Le pareció normal ese interés?

Qarim adoptó una expresión pensativa.

– ¿Normal? No lo sé. Es decir, es normal querer evaluar las condiciones del mercado, claro; al fin y al cabo, poco tiempo antes se habían producido los atentados del 11-S, los Estados Unidos habían invadido Afganistán y había una gran incertidumbre en cuanto a la situación internacional. En esas condiciones, me parece comprensible que los diferentes gobiernos quieran preservar sus intereses y saber si el mercado se sostiene. Pero me acuerdo de que él se mostraba muy insistente en cuanto a la situación de la producción de la OPEP.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Bien… Supongo que eso era de esperar, ¿no? Si se observan bien las cosas, la situación de la producción fuera de la OPEP se encuentra en un estado calamitoso…

– ¿Cómo es eso?

Qarim bebió muy despacio un trago de su café turco y se quedó callado un buen rato.

– Oiga -dijo por fin-, ¿qué sabe usted sobre el negocio del petróleo?

– Poca cosa. No se olvide de que soy historiador. Las sutilezas del mercado energético nunca fueron un asunto que me hiciese saltar de excitación.

El árabe se mordió el labio mientras consideraba un modo de explicarle el tema a aquel lego.

– Bien, usted tiene que entender que éste no es un negocio cualquiera -comenzó-. En primer lugar, se trata del negocio que mueve más dinero en todo el mundo. Y, gracias a Dios, está centrado en Oriente Medio. -Lanzó preces a los Cielos y alabó la grandeza de Dios-. Allah u akbar! -Miró de nuevo a Tomás-. En segundo lugar, es un negocio hasta tal punto importante que se funde con la política. -Inclinó la cabeza-. Cuando hablo de política, estoy hablando de alta política, de asuntos de vida y muerte, del destino de países y civilizaciones. -Cerró el puño, como si estuviese haciendo fuerza-. Petróleo es poder, ¿entiende? -Hizo más fuerza con el puño cerrado, que acercó al rostro-. Poder.

– Sí, claro. Dinero implica poder.

Qarim meneó la cabeza.

– No, usted no está entendiendo. No estoy hablando del poder que deriva del dinero. Estoy hablando de un poder más profundo, más fundamental, mucho más primario que ése. -Bebió un nuevo sorbo de café-. Oiga: siete años después del descubrimiento de Spindletop, Gran Bretaña decidió convertir su marina de guerra, abandonando la combustión del carbón y pasando a los motores movidos mediante derivados del petróleo. -Amusgó los ojos, como si hubiese acabado de decir algo de importancia trascendente-. ¿Está entendiendo el significado de esa decisión?

– Bien… Supongo que, al modernizar su marina, los británicos se hicieron más poderosos.

– No, nada de eso. -Golpeó la mesa con el dedo-. Lo que hicieron los británicos fue dar un paso muy delicado. Ellos tenían una marina movida a carbón, una materia prima que era abundante en Gran Bretaña, y la convirtieron en una marina movida mediante derivados del petróleo, una materia prima de la que no disponían en su país. -Abrió mucho los ojos-. ¿Ha comprendido ahora? Ellos no disponían de esa materia prima. -Hizo una pausa para dejar que la idea se asentase-. Esa conversión implicó que el abastecimiento de combustible dejó de ser un dato adquirido. Si Gran Bretaña quería asegurar que su fuerza militar se podía mover, estaba obligada a garantizar la seguridad de las vías de abastecimiento. O sea, que estaba forzada a proteger sus intereses en Oriente Medio. A partir de ese momento, la seguridad nacional quedó irrevocablemente ligada a la cuestión crucial del acceso al petróleo. -Volvió a cerrar el puño-. Es a ese poder al que me refiero.

– Ahora entiendo.

Alzó el puño hasta la altura de los ojos.

– Quien tiene el petróleo en la mano tiene el mundo en sus manos. No sólo las grandes potencias necesitaban petróleo para hacer la guerra, sino que comenzaron a hacer la guerra a causa del petróleo. ¿Entiende? A causa del petróleo. Cuando Hitler decía que necesitaba de Rusia para el Lebensraum, el espacio vital de Alemania, no se estaba refiriendo a la agricultura rusa, sino a los campos de petróleo existentes al sur del país. Los alemanes no disponían de esa materia prima en el interior de sus fronteras y necesitaban garantizar la seguridad de su abastecimiento para afirmarse como gran potencia mundial.