Los ojos del ruso se perdieron en una expresión meditativa.
– Hmm… Déjeme que le diga…
– Piénselo. -Hizo un gesto con las dos manos, como si transportase algo de un lado para el otro-. Usted está de vuelta en el siglo I. Es cristiano. ¿Cuál es su principal enemigo? ¿Quién es la persona a la que más teme?
– ¿Al Diablo?
– Me estoy refiriendo a una figura humana. No se olvide de que el Apocalipsis dice que es el nombre de un hombre. ¿Quién es él? -Se dio unos golpecitos con los dedos en las sienes-. Piense.
– ¿Pilatos?
Tomás se rio.
– No diga disparates. Pilatos no constituía ninguna preocupación para los cristianos en el momento en que fue escrito el Apocalipsis.
– ¿Herodes?
– Tampoco él era una preocupación para los cristianos del siglo i.
Orlov respiró hondo, dando una señal de que desistía.
– Mire, no lo sé.
El historiador mantuvo los ojos fijos en su interlocutor.
– Nerón.
– ¿Nerón?
– Nerón es la Bestia del Apocalipsis.
Orlov adoptó una expresión de perplejidad.
– Pero ¿por qué Nerón?
– En el Libro de la Revelación, el seis es un número maldito. Nerón era el sexto emperador y tenía la marca del triple seis. -Volvió a coger la estilográfica-. Ahora mire.
Garrapateó en el bloc de notas.
– En griego, Nerón se pronuncia Nerón. El «emperador Nerón» es Nerón Kaisar. Transliterado en hebreo, este nombre da el triple seis. Aún más: si le quitamos la «n» final, queda simplemente Ñero, el nombre romano del sexto emperador. Transliterado en hebreo da seiscientos dieciséis, la versión minoritaria del número de la Bestia.
– ¿Nerón?
– Nerón era kaisar o «emperador» y, por ello, se lo comparaba con el Sol. Séneca llegó a escribir sobre Nerón: «El es el Sol en persona». En ese sentido, Nerón era titán. Pero también era lateinos o «romano», palabras que, en griego, dan una guematría de seiscientos sesenta y seis.
Recapituló todo en una única ecuación.
– O sea, que el emperador Nerón es un romano y equivale al Sol y a la gran Bestia. Él es el Anticristo del Apocalipsis porque, en aquel tiempo, mandaba matar a los cristianos en el circo romano. Era la figura que más temían los cristianos en el momento en que se escribió el Libro de la Revelación.
El rostro de Orlov adoptó una expresión pensativa.
– Ya he entendido -murmuró-. Pero aquí hay algo que no tiene mucho sentido. Si la Bestia del Apocalipsis es Nerón, ¿por qué razón los asesinos de los dos científicos dejaron el número de la Bestia junto a los cuerpos de sus víctimas?
El historiador alzó dos dedos.
– Sólo veo dos hipótesis -dijo-. La primera es más simple. El triple seis es, simbólicamente, el número del Diablo. Si los asesinos pertenecen a una secta, como acabó concluyendo de inmediato la Interpol, es natural que quieran firmar sus actos con ese valor simbólico. En ese contexto, es evidente que el triple seis no corresponde a Nerón, sino al Diablo.
– Esa interpretación es obvia -comentó Orlov-. ¿Cuál es la segunda hipótesis?
– La segunda hipótesis es más elaborada y audaz, pero temo no disponer aún de todos los datos para formularla.
– Oiga, no me va a dejar así de intrigado. Diga lo que tiene in mente.
– Usted no se lo va a creer.
– Vamos, hable.
El historiador suspiró. Era enormemente reacio a adelantar conclusiones sin disponer de toda la información que consideraba necesaria. Pero tal vez podía dar una pequeña pista.
– Aquí va, pues -dijo-. Creo que, al dejar el triple seis al lado de las víctimas, los asesinos estaban lanzando una especie de anuncio.
– ¿Un anuncio? ¿Qué anuncio?
Tomás vaciló, aún más indeciso. ¿Debería realmente decirlo? Le faltaban algunas certidumbres, había huecos que llenar. Lo cierto, sin embargo, es que el ruso lo observaba con expectativa y se veía claro que no se separaría de él si no revelaba su conclusión, aun siendo preliminar. Tendría que darle algo más, por pequeño que fuese. Así pues, venciendo finalmente su vacilación, levantó la punta del velo bajo el cual se ocultaba el misterio.
– El anuncio del fin del mundo.
Capítulo 10
– Hoy vamos a pasear.
La invitación que le hizo Tomás a doña Graça, cuando ésta despertó, la dejó sorprendida.
– ¿Pasear? -preguntó aún somnolienta-. ¿Ir a pasear adonde?
Tomás subió las persianas y dejó que el sol invadiese la habitación. Hacía un día espléndido y la soleada Coímbra resplandecía de vida; la mañana se había despertado acogedora e incitante, mecida por el gorjear meloso de los mirlos y por la brisa tibia que subía del río. Al otro lado de la ventana se extendía el caserío a horcajadas, con sus paredes blancas y tejados rojos recortados en el azul profundo del cielo. Las murallas antiguas abrazaban la urbe con celos, posesivas; parecían un castillo medieval erguido como una corona en el extremo del burgo. Eran al fin las paredes gastadas de la vieja universidad, la torre del campanario sobresaliendo como la joya más vistosa.
– ¿Ha visto, madre, el día que hace? -Hizo un gesto señalando la ventana-. Vamos a salir, a dar vueltas por ahí, a respirar aire puro, a tomar un poco de este sol.
Doña Graça, aún medio cubierta por las sábanas, lo miró con una expresión inquisitiva.
– ¿Tú te encuentras bien, hijo?
Tomás se acercó a la cama.
– Oiga, madre, ¿cuánto tiempo hace que no sale de casa?
– Pues…, en fin, no lo sé…
– Usted, madre, no sale de casa desde que se perdió y la llevaron al hospital. Ya va para dos semanas.
– ¿Y?
– Pero, madre, ¿cómo puede usted vivir así?
– Ah, ya estás tú con tus historias. Doña Mercedes me hace las compras, gracias a Dios. No necesito andar vagando por ahí.
– ¡Ya ni siquiera va a misa, madre!
– ¿Y eso a ti qué te importa? Rezo aquí en casa y ya es suficiente.
El hijo se volvió hacia el ropero y abrió la puerta, revelando los cajones y las ropas colgadas en perchas.
– ¿Qué quiere ponerse?
– ¿Para ir adonde?
– Para que salgamos, madre.
Doña Graça apartó las sábanas y se sentó al borde de la cama.
– ¿Tu padre también viene?
– Olvide a padre. Vamos fuera a tomar sol y a respirar aire puro. ¿Qué quiere ponerse, madre?
– Tráeme algo bonito. -Señaló un vestido colgado en el ropero; era de color rosado y tenía volantes blancos en los tirantes-. Dame ése, lo compré en Lisboa el día en que tú te doctoraste.
Tomás sacó el vestido y lo colocó encima de la cama.
– Entonces póngaselo. Vaya a lavarse y échese perfume. La quiero guapa, ¿ha oído?
Graça miró el vestido.
– Pero ¿adónde vamos?
El hijo salió de la habitación para dejarla sola; antes de cerrar la puerta, repitió una vez más lo que le había dicho al despertar.
– Hoy vamos a pasear.
El automóvil avanzó despacio entre el tráfico del final de la mañana. Al pasar entre la Casa do Sal y la Conchada, giró a la derecha y subió como si fuese a los hospitales de la universidad. Hacía calor dentro del Volkswagen y Tomás abrió la ventanilla para dejar entrar el aire; un vientecito fresco recorrió el coche, suave y agradable, refrescando el interior y endulzando el paseo. Rodearon la rotonda de Coselhas y, al acercarse a la Quinta de Santa Comba, se internaron por una callejuela y fueron a desembocar en una hermosa plazoleta, un lugar tranquilo y apacible, donde las copas de los árboles acariciaban el tejado de las grandes viviendas y el tiempo parecía haberse hecho más lento.