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– ¿Y si parásemos aquí? -propuso Tomás estacionando el coche sin esperar la respuesta.

– ¿Aquí? ¿Para qué?

– ¿No ve todo este verdor? Es bonito, ¿no?

Doña Graça miró a su alrededor.

– Sí, parece agradable.

– Vamos a andar un poco a pie. Venga, que le va a hacer bien.

Ayudó a su madre a bajarse del coche y caminaron reposadamente por entre los árboles. Era un sitio ameno; el aire fluía puro, perfumado por los pinos mansos y animado por el concierto de los insectos, las cigarras se desafiaban chirriando por el bosque vecino, invisibles pero ruidosas. Pasaron delante de un muro invadido por las plantas, los setos bien recortados en los extremos, y Tomás se detuvo frente al portón.

– Mire qué extraño -comentó-. ¿Ya ha visto cómo se llama este sitio?

La madre estiró el cuello, intentando leer las palabras pintadas en el azulejo.

– El Lu…, Lu… ¿Qué dice aquí?

– El Lugar del Reposo -leyó Tomás-. Qué curioso. Debe de ser para que las personas descansen.

Doña Graça adoptó una expresión de perplejidad.

– ¿Un sitio para descansar? Pero ¿descansar de qué? -Miró en dirección al bosque-. ¿Será para reposar después de los paseos?

– Debe de ser eso -se apresuró el hijo a decir-. Venga, vamos a mirar qué hay allí dentro.

Cruzaron el portón y caminaron por las piedras colocadas entre el césped. El verdor relucía en las puntas, eran gotas de agua que brillaban al sol, indicio seguro de que habían hecho el canal de riego hacía poco tiempo. Golpearon la puerta de la vivienda y una muchacha con cofia y bata blanca vino a recibirlos con una sonrisa simpática.

– Hola, buenos días.

– Hemos venido a ver la casa -dijo Tomás-. ¿Podemos entrar?

– Adelante, por favor.

La muchacha los guio durante la visita. Comenzaron por la cocina, donde dos mujeres se atareaban en torno a grandes cacerolas bienolientes, y pasaron después por el salón. Todo tenía un aspecto acogedor y bien ordenado, aunque un poco sombrío. En el salón, estaba encendido el televisor y varias personas reposaban en los amplios sofás, algunas con los ojos fijos en la pantalla, otras tejiendo, dos durmiendo con la boca abierta.

Doña Graça tiró a su hijo del brazo.

– Oye, Tomás, ¿has visto?

– ¿Qué, madre?

– Son todos viejos -susurró para que no la escuchasen los que estaban cerca-. Aquí sólo hay viejos.

– Pero la casa es agradable, ¿no?

– Sí, eso sí. Pero sólo hay viejos, ¿te has fijado?

– ¿Y? Aquí usted podría hacer un montón de amigos.

– ¿Yo?

– Sí, ¿por qué no? Son todas personas de su edad.

– Nada, no son nada de mi edad. Éstos son todos vejetes, ¿no lo ves?

Tomás se rascó la cabeza, algo desconcertado.

– Usted, madre, aquí estaría muy bien -insistió-. Parece una vivienda agradable y aquí viven personas de su edad. Se entretendría con amigas nuevas, ya iba a ver.

– ¿Estás tonto o qué? ¿Para qué me hace falta a mí venir a este sitio?

– Es mejor que estar sola en casa. Fíjese: aquí no tiene que preocuparse por nada. Hay personas que la cuidan y existe un montón de gente con la que puede conversar. -Bajó la voz, pero puso más intensidad en las palabras-. ¿Es o no es mejor que estar sola encerrada en casa?

– Vamos, no digas tonterías.

– En serio, aquí se ocupan de usted.

– Yo no necesito que se ocupen de mí. Para eso me basta con doña Mercedes, que Dios la bendiga. Además, están mis vecinas, que son unas santas y que me ayudan siempre que lo necesito.

La muchacha con cofia y bata blanca los interrumpió.

– ¿Vamos al piso de arriba?

– Ah, gracias, es muy amable, pero no vale la pena -se disculpó doña Graça-. ¿Sabe? Nosotros ya…

– Vamos arriba, vamos -intervino Tomás, encaminándose hacia el pasillo-. Ya que estamos aquí, lo vemos todo.

Doña Graça suspiró y se resignó a seguir a su hijo y a la anfitriona. Cogieron el ascensor y salieron a un pasillo largo, resonando los pasos por la tarima de madera clara, seguramente de haya.

– Ay, no sé si podré -dijo la madre, desanimada al comprobar la extensión del pasillo-. Ya estoy cansada, Tomás. Mira que no tengo tu edad, hijo.

– Falta poco -dijo la muchacha de blanco, señalando la tercera puerta a la derecha-. Estamos a punto de llegar.

Recorrieron los últimos metros del pasillo y entraron en una habitación. No era muy espaciosa, pero presentaba un aspecto aseado. El mobiliario de pino era de estilo antiguo; la habitación disponía de ropero, televisor, un sofá y una cama grande, un ramo de flores sobre la escribanía, todo muy bien arreglado.

– Es agradable la habitación, ¿no? -preguntó Tomás, que se acercó a la ventana y observó el exterior-.¡Vaya! Tiene vistas al bosque y todo.

Doña Graça se acercó también y miró. El bosque era el pequeño pinar por donde habían pasado hacía poco.

– Bien, ¿ya podemos irnos? -preguntó ella algo impaciente.

– ¿No le gusta la habitación, madre?

– Ah, es muy agradable, eso sí. Pero ya me siento un poquito cansada, ¿sabes? Quiero ir a casa.

Tomás tragó saliva. Llegaba la hora de enfrentar a su madre con la realidad y necesitaba armarse de valor para hacerlo.

– Oiga, madre -comenzó diciendo-. Doña Mercedes me ha dicho que no puede ocuparse de usted por un tiempo.

– ¿Ah, no? Ayer mismo la he visto y no me ha dicho nada. ¿Qué le ocurre?

– Es un…, pues… un problema familiar que le ha surgido de repente.

– Debe de ser el marido. El pobre hombre sufre de gota, pobre, y doña Mercedes ha estado muy preocupada por eso. ¿Acaso él ha tenido otra crisis?

– Sí, debe de haber sido eso.

– Voy a telefonearle ya.¡Pobre mujer! Incluso el otro día me llegó a contar que…

– Madre, madre -interrumpió Tomás-. El problema es que usted va a estar un tiempo sin que nadie la atienda.

– ¿Y ?

– ¿Y? ¿Quién le hará las compras? ¿Quién le preparará la comida? ¿Quién le limpiará la casa?

– Ah, se lo pido a la vecina. Maria Clotilde es una joya de chica y ya me ha dicho que siempre que…

– Oiga, madre, sus vecinas se van todas de vacaciones durante un tiempo.

Doña Graça abrió mucho los ojos, incrédula.

– ¿Mis vecinas se van todas de vacaciones? ¿Adónde se van de vacaciones?

Tomás empezaba a transpirar.

– Qué sé yo, madre. Se van al Algarve o a Brasil, no lo sé ni me interesa.

– Todo eso me parece muy extraño. Mira: Maria Clotilde anda siempre angustiada, pobre, porque su marido está en el paro.¡De Dulce, la del segundo piso, mejor ni hablar! La pensión no le alcanza y no tiene dinero ni para pagar la comunidad. Mira, salvo que sea esa…, esa…, ¿cómo se llama esa mal encarada del primero izquierda, la que heredó de su tía? Graciete. Salvo que sea ella.

– Doña Graciete ya ha muerto, madre.

– ¿Graciete ha muerto?

– Hace cinco años.

– Debes de estar equivocado. Si ella hubiese muerto, tu padre y yo ya lo sabríamos.

Tomás se sentía a punto de estallar. Tenía que resolver el problema y tenía que hacerlo de inmediato.

– Madre, eso no importa -dijo encarándola, apoyándole las manos en los hombros-. Usted no puede ir a casa porque allí no hay nadie que la atienda. Tenga paciencia, va a tener que quedarse un tiempo aquí.