Doña Graça miró a su hijo, confundida.
– ¿Qué me estás diciendo?
– Que tiene que quedarse aquí, madre. Sólo por un tiempo, quédese tranquila.
Ella miró a su alrededor, cohibida.
– Pero…, pero ésta no es mi casa. Yo quiero ir a casa.
– No la puedo llevar a casa porque allí no hay nadie que la cuide. Tiene que quedarse aquí un tiempo. Sólo unas semanitas…
El labio inferior de doña Graça comenzó a temblar y un brillo húmedo le inundó los ojos verdes. El rostro se contrajo en una expresión desesperada de súplica, de pánico.
– Yo quiero ir a casa -lloriqueó angustiada-. Hazme el favor, llévame a casa.
Del cuero cabelludo del hijo brotaron más gotas de sudor que pronto se escurrieron por las sienes y finalmente por la cara. Esos momentos estaban siendo penosos. Consideró la posibilidad de volver atrás en la decisión que había tomado: ¿qué derecho tenía, al fin y al cabo, para obligar a su madre a hacer algo contra su propia voluntad? ¿No era ella una persona adulta? De pequeño siempre había sido su madre la que le daba órdenes: ¿cómo era posible que los papeles se hubiesen invertido? Incluso tal situación le parecía contra natura. Desde que se había hecho adulto, los padres respetaban su espacio, y él el de ellos, naturalmente. Podía ocurrir que Tomás diese un consejo a su padre o a su madre, pero jamás se había atrevido a darles una orden, eso sería impensable; ellos eran soberanos, dueños de su voluntad, y en cierto modo preservaban incluso una vaga autoridad sobre él. ¿Cómo podía forzar ahora a su madre a vivir donde ella manifiestamente no quería? ¿Con qué derecho la obligaba a salir de su propia casa? ¿No era ella dueña de su destino? ¿Cómo se atrevía a tratarla como a una niña?
En el instante en que decidió retroceder, sin embargo, evaluó las consecuencias que tendría hacerlo. Vio a su madre encerrada en casa, sola durante la noche, su estado degradándose; podía resbalar y golpearse la cabeza en algún sitio, podía dejar el gas encendido o la plancha enchufada sobre la ropa, podía salir a la calle y perderse nuevamente. No, definitivamente no. Ella no se encontraba en condiciones de quedarse sola,ni tenía cómo cuidar de sí misma. La realidad, la terrible realidad, es que aquél era un camino sin retorno y le correspondía a él asumir sus responsabilidades y decidir lo que nunca había imaginado que tendría que decidir.
No podía volver atrás.
– Yo quiero ir a casa.
Tomás miró a su madre y se quedó sin saber qué decirle. Tal vez fuese mejor no decirle nada. Eso es, concluyó: no decirle nada, renunciar a seguir hablando. Al fin y al cabo, jamás llegaría a convencerla, eso era evidente. Sin pronunciar una palabra más, salió de la habitación a paso rápido y desapareció por el pasillo.
Huyó.
Reapareció minutos más tarde con una maleta que doña Graça, entre la visión que las lágrimas enturbiaban, reconoció con sorpresa como suya. Su vieja maleta de viaje. Tomás había ido al coche a buscar el equipaje que había preparado a escondidas esa mañana, mientras su madre aún dormía. Al volver a entrar en la habitación, la encontró sentada en la silla enjugándose los ojos con un pañuelo, la directora al lado, acuclillada, intentando consolarla.
– Madre, aquí le he traído su ropa -dijo mostrándole la maleta-. Si necesita alguna cosa más, dígamelo. -Colocó la maleta sobre la cama y la abrió-. Puedo traerle sus libros, las fotos…, lo que quiera.
– Yo lo que quiero es volver a mi casa -se quejó ella con un trémulo hilo de voz.
Esforzándose por ignorar las lamentaciones, Tomás comenzó a colgar vestidos en el ropero y a guardar prendas en los cajones.
– Sólo se quedará aquí unas semanas, madre -dijo mientras colgaba un vestido de una percha-. Después ya veremos, ¿de acuerdo?
– ¿Dónde está tu padre? Cuando se entere, ya verás.
– Fue él quien me pidió que la alojase en una buena residencia.
– No lo creo. Tu padre nunca te pediría una cosa así.
– Pero me lo pidió. Me rogó que la protegiese.
Doña Graça alzó el dedo, temblando de furia, de rebeldía, de indignación.
– ¿Con qué derecho me haces esto? Tú…, tú…, mi propio hijo… ¿Con qué derecho?¡No me vas a abandonar aquí!
– Es sólo por unas semanas.
– Ni un día, ¿has oído?¡Ni un día!
– Madre, cálmese.
– Yo quiero ir a casa. Si tengo que morir, quiero morirme en casa. Llévame a casa, por favor.
– Ahora no puede ser -murmuró Tomás, aún atareado con las ropas, una forma de no tener que mirar a su madre-. Dentro de una semana, tal vez.
La vieja mujer se recostó en la silla, el saco de furia parecía haber estallado y se desinflaba, se vaciaba como un globo. Se sentía demasiado cansada, deshecha por dentro, le faltaban fuerzas hasta para indignarse.
– Yo quiero ir a casa -gimió.
La directora, aquella atractiva mujer de los ojos color chocolate que había conocido cuando había ido a visitar la residencia por primera vez, una tarjeta en el pecho con el nombre Maria Flor indicaba su nombre, se mantenía acuclillada junto a doña Graça y seguía la conversación en silencio. Viéndola desistir de luchar, se inclinó hacia delante, le murmuró algo al oído y se incorporó. Le hizo una seña a Tomás y se apartaron los dos yendo hacia la puerta.
– ¿Usted no le comunicó a su madre que venía aquí?
– No, no le dije nada. Nunca lo habría aceptado.
Maria se cruzó de brazos y lo miró con desaprobación.
– Pero debería haber hablado con ella.
– Créame que ya he hablado muchas veces con ella sobre este asunto. Muchas veces. El médico también le habló. Lo cierto es que se negaba a venir, ¿qué podía hacer yo? ¿Cree que debía arrastrarla a la fuerza hasta el coche?
– ¿Y ella necesitaba realmente venir?
– Oiga, he estado bastante tiempo dejando que las cosas se diesen sin roces, ¿sabe? Ella no quería venir y yo no quería forzarla, de modo que fui aplazando la decisión. -Bajó los ojos-. Pero las cosas se precipitaron hace dos semanas. Mi madre salió a hacer la compra y se perdió en la ciudad. Nadie sabía quién era y ella hablaba de manera inconexa. Tuvieron que llevarla a la comisaría y después al hospital, donde afortunadamente una enfermera la reconoció. Fue en ese momento cuando tomé conciencia de que había que resolver el problema de una vez por todas.
La directora suspiró.
– Lo comprendo -dijo, y se enderezó, adoptando una postura profesional-. Necesito saber algunas cosas sobre ella y usted va a tener que rellenar una ficha, ¿de acuerdo?
– Como quiera.
– Por lo que he podido observar, ella no tiene deterioro funcional, ¿no?
– Así es. Tiene total autonomía de movimientos, aunque pase mucho tiempo durmiendo. Lo más complicado es realmente su constante pérdida de memoria. A veces acaba absolutamente desorientada. Por ejemplo, es frecuente que se olvide de que mi padre ya ha muerto.
– Eso es normal. Los recuerdos más recientes son siempre los primeros en desaparecer. -Observó a doña Graça de reojo-. Su madre sólo tiene setenta años, ¿no?
– Sí.
– Me parece incluso demasiado pronto para que tenga este tipo de problemas…
– ¿Sabe? Esto comenzó después de la muerte de mi padre.
– Hmm… Ya veo. -Amusgó sus ojos castaños y frunció su boca carnosa-. Una vez tuvimos aquí a una pareja que estaba muy unida. Los dos se pasaban la vida entre besos y susurros, iban juntos a todas partes y hasta tuvimos que poner las camas una al lado de la otra para que durmiesen cogidos de la mano. Eran muy cariñosos. Un día ella tuvo un ataque al corazón y la llevaron al hospital, donde falleció días después. La familia se quedó presa del pánico, temiendo la reacción que él tendría cuando se enterase de la noticia, y nos pidió que no le dijésemos nada. Pero una semana más tarde hubo una enfermera que se fue de la lengua y le contó la verdad. -Una pausa-. Él murió al día siguiente.